Corrían los años 80. Un camarero golpeaba con fuerza una cubitera metálica que parecía no querer entregar a su agresor ni un solo pedazo de hielo. Al otro lado de la barra, José María Llorente presenciaba la escena. De pronto, una idea lo asaltó: ¿por qué no replicar aquel utensilio con un material más flexible? ¿Caucho, quizás? Ahorraría esfuerzos a aquel joven y evitaría que otros clientes que visitaran la cafetería tuvieran que soportar ese estruendo desde su mesa. Y así lo hizo.
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