
¿Estamos, con el actual proceso de “revolución económica” y de un simultáneo pragmatismo político en el ejercicio del poder real, mediante un shock promercado, pero también con dominancia fiscal y ortodoxia monetaria del presidente Milei y La Libertad Avanza (LLA), transitando un cambio de época cultural de largo plazo en el sistema político argentino?
¿O solamente estamos ante un nuevo ciclo de un cambio de humor social, económico y político de corto plazo, como tantas veces ocurrió, al menos en los últimos 50 años, con el llamado péndulo argentino (Marcelo Diamand, 1977)? Ese planteo sostenía que los cuasi empates electorales y políticos dejaban siempre abierta la elevada posibilidad de una reversión ideológica y el consecuente fracaso económico, por la ausencia de una inversión hundida de largo plazo.
La situación presenta, al menos, dos condiciones para intentar responder estos interrogantes:
- El carácter de haber sido, y serlo aún, un suceso electoral y político absolutamente imprevisto.
- Al cabo de poco más de un año, el gobierno nacional, pese a sus muchas veces poco apropiadas formas, exhibe una llamativa centralidad política, basada mucho más en rápidas acciones de la referida política real que en argumentos, y en el logro de objetivos (disciplina fiscal y monetaria, disminución de la inflación, etc.), con la cuantía de un cambio de régimen macroeconómico inédita.
Al cabo de poco más de un año, el gobierno nacional, pese a sus muchas veces poco apropiadas formas, exhibe una llamativa centralidad política
Ambas características -suceso imprevisto y magnitud del cambio- son condiciones que, según Nassim Taleb, aparecen en toda “revolución de cambio”. Más allá de que, en su análisis ex post, este cambio resulte positivo, neutro o incluso negativo en términos netos de bienestar general a largo plazo.
Pero, aun así, ¿podría tratarse de un nuevo punto de pivote, solo un cambio de humor más en la política argentina? Algo similar a lo ocurrido cuando los cambios propuestos se alcanzaron solo parcialmente, como sucedió en los años 1982/83, 1989/91, 2001/03 y 2015/17.

En el caso actual, la presunción de estar ante un verdadero cambio de época en la gobernanza política del país se apoya, además, en la alta receptividad social que tuvieron primero las ideas y luego los inusuales métodos aplicados para un rápido reordenamiento de las cuentas públicas, medidas rechazadas de plano por la mayoría de los dirigentes políticos hasta hace muy pocos años.
Se refuerza así la hipótesis de un proceso de cambio morfológico en el sistema político y económico argentino.
El sistema electoral argentino era muy restrictivo para los llamados outsiders de la política. Incluso los grandes partidos políticos habían mutado y conformado dos amplias coaliciones que, como un duopolio político, llegaron a concentrar casi el 90% de los votos.
El sistema electoral argentino era muy restrictivo para los llamados outsiders de la política. Incluso los grandes partidos políticos habían mutado y conformado dos amplias coaliciones
Parecía consolidarse un bipartidismo, con una coalición orientada a la equidad y la otra a la eficiencia productiva. Ese modelo era visto con buenos ojos por el establishment político y económico. Sin embargo, ambas coaliciones -una de ellas en balotaje y con apoyo extra al outsider -fueron derrotadas por la novata LLA en las elecciones presidenciales.
La dirigencia política argentina, en general, adhería parcial o totalmente a una única visión sobre el crecimiento económico: impulsar la actividad productiva con grandes corporaciones de capital y trabajo, casi exclusivamente mediante el consumo interno, dada su elevada participación histórica en el PBI.

Este esquema funcionaba a través del gasto público, con entusiasmo cuando las condiciones externas eran favorables y con el Estado como único motor. Cuando el contexto externo se tornaba adverso, se mantenía la misma estrategia, financiada con más deuda o más emisión monetaria, aun sin demanda doméstica de dinero.
El gasto público creció, de menos del 30% a más del 45% del PBI en las últimas cuatro décadas, ignorando el rol virtuoso del ahorro, la inversión privada y el comercio exterior. En tanto, la productividad argentina, en 70 años, creció a una tasa anual promedio de apenas 0,4%, mientras que el empleo -mayormente público- creció al 1,7% anual.
El gasto público creció, de menos del 30% a más del 45% del PBI en las últimas cuatro décadas, ignorando el rol virtuoso del ahorro, la inversión privada y el comercio exterior
Esa concepción central del Estado como único asignador de recursos, compartida por los principales espacios políticos, fue derrotada en las últimas elecciones.
Finalmente, esta prolongada crisis de estancamiento económico, alta inflación y grieta política constante, terminó por fracturar el vínculo entre la política y la sociedad, generando un marcado hartazgo social.
En los últimos 40 años, el crecimiento promedio anual fue de apenas 1,5%, y por habitante, de 0,6% anual. Muy exiguo en términos absolutos y aún peor comparado con el mundo y la región.
Salir de esa estructura productiva consolidada durante décadas -basada en el consumo interno impulsado por el Estado- exigía, para la política tradicional, un programa de estabilización macroeconómica ampliamente consensuado, aplicable de forma gradual y solo tras una crisis detonante. Ninguna de esas condiciones se cumplió en el último año.
La estabilidad macroeconómica, fiscal y monetaria, se logró sin consenso mayoritario, tanto por la falta de diálogo político del gobierno como por su debilidad parlamentaria inicial. El cambio fue por “shock” y con una inédita “licencia social”, basada casi exclusivamente en el hartazgo y la esperanza de un verdadero cambio de época, o al menos de ciclo, con foco en la eficiencia productiva.
La estabilidad macroeconómica, fiscal y monetaria, se logró sin consenso mayoritario, tanto por la falta de diálogo político del gobierno como por su debilidad parlamentaria inicial
En este marco, las últimas dos décadas del siglo XX y las primeras dos del siglo actual podrían quedar entre los peores períodos económicos de la historia argentina.
Según el trabajo de Orlando Ferreres y su equipo en “Dos siglos de economía argentina”, el país duplicó su PBI por primera vez en 50 años (1810-1860), pero luego lo hizo en solo 20 años (1860-1880 y 1880-1900) y en 15 años (1900-1914 y 1914-1930).
Ese camino virtuoso -basado en la acumulación de recursos y mejoras en productividad- hizo que el PBI por habitante más que se triplicara en 120 años.
Sin embargo, desde 1930, las duplicaciones se hicieron cada vez más lentas, reflejando la caída de productividad. La octava duplicación (1975-2010) tomó 35 años, y desde entonces el país no crece. En la última década, la economía cayó 0,1% anual en promedio y el PBI por habitante es 15% inferior al de hace más de diez años.
Si el péndulo argentino vuelve a oscilar y la baja calidad de las políticas públicas persiste, el país podría volver a ciclos de duplicación tan extensos como los posteriores a las guerras civiles.

Por eso, el dilema actual es cómo aceptar la modernidad y ganar competitividad global sin resignar crecimiento. Consolidar la estabilidad macroeconómica es clave, pero es indispensable mejorar la calidad del gasto público y alcanzar un tipo de cambio de equilibrio para sostener la balanza de pagos.
El debate político sobre el cambio de época o de ciclo debería dar respuestas rápidas y claras sobre la desregulación y la reducción de impuestos nacionales, provinciales y municipales, para que Argentina pueda volver a duplicar su PBI cada 15 años. Solo con ese crecimiento sostenido será posible abordar las demás metas del desarrollo nacional.
El autor es miembro de la Fundación Pensar Sgo. del Estero y director Fundación Federalismo y Libertad de Sgo. del Estero