La paz siempre es difícil. Bastante más fácil es declarar una guerra. Como dijo el Ché Guevara en su famosa conferencia en la Universidad, se sabe cuando se dispara el primer tiro, no cuando se tira el último. La guerra de 1914 se pensó que duraba seis meses. La invasión de Rusia a Ucrania, seguramente Putin la imaginó un paseo como el de Crimea y allí está hace 3 años y cinco meses. Trump prometió que en una semana arreglaba el conflicto y ahora está enredado ante un rival al que no termina de entender. Pese a todo, también hay algunas buenas noticias, como la paz entre Armenia y Azerbayan, que no acaparó grandes titulares pero que ha detenido una tragedia.
El hecho es que desde el último avance azarí 120 mil armenios han huido, desesperados, de Nagorno Karavaj, aislados de sus compatriotas. Hoy para todos ellos es una bendición que se haya reconocido un corredor , Zanzagur, que circulando por las fronteras -incluso la iraní y rusa- permite a su vez la conexión de Azerbayan con Najichevan, a través de una provincia armenia. El tal corredor será administrado por los EE.UU., que por primera vez aparece en el Cáucaso sin la presencia rusa. En el caso, Trump protagoniza un acuerdo que aparece rodeado de las garantías que no estuvieron en las anteriores treguas de un conflicto que ya lleva 37 años. La ceremonia en Washington en que el armenio Nikol Pashinian firma con el Presidente de Azerbayan Ilhan Alinev ha sido para Trump un éxito en su autoproclamado rol de pacificador universal.
Este viernes pasado se ha vivido otro capítulo en otro escenario, el de la esquiva paz entre Rusia y Ucrania. Como parte de ese soterrado anhelo de reconstrucción de la influencia territorial soviética, la idea fue satelizar a Ucrania, pero la empresa esta vez resultó difícil. Ya no fue la fulminante invasión a Crimea, donde una población prorusa ofrecía una pista de aterrizaje para la estrategia del general Gerasimov. Por supuesto, nadie veía ningún riesgo para la seguridad rusa, pero Moscú lo viene sintiendo así desde hace siglos y allí está la clave. Putin, en una entrevista hace un par de meses fue claro en su visión de nuestro mundo occidental: “Muchos consideran y yo también creía, aunque parezca extraño, que las principales contradicciones eran de carácter ideológico”. “Tras la desintegración de la Unión Soviética, la actitud de desprecio hacia los intereses estatales y estratégicos de Rusia se mantuvo”, lo que revela un “deseo evidente de lograr determinadas ventajas geopolíticas”.
Esa visión eminentemente territorial, geopolítica, la hereda Putin de Stalin, que a la caída de Hitler y el Nazismo levantó la “cortina de hierro” sobre sus vecinos. Por eso, al derrumbe de la Unión Soviética y su explosión geopolítica, Putin salió a reconstruir su área de influencia. En eso estaba cuando, afianzada Bielorusia, sorpresivamente se le escapó Ucrania en el 2012 al caer su aliado Jankovic, en lo que él califica de golpe de Estado.
No está de más recordar que tampoco Stalin innovaba sino que- como lo recuerda Tony Judt en su monumental obra sobre la Postguerra- estaba sosteniendo lo mismo que el Zar Alejandro a la caída del Imperio Napoleónico, continuador de la línea de Pedro I el Grande, que a comienzos del siglo XVIII modernizó el país.
El viernes de tarde asistimos a otra escena del drama. Trump llegó a Alaska con la idea de obtener una tregua, o una suspensión temporal de su atropello. No logró nada. Ni un gesto. Putin , el agresor, el sancionado, fue recibido como “querido vecino” y dejó el conflicto en el punto inicial: discutir las “causas primarias del conflicto” que, en su visión, no es su invasión a Ucrania, sino reducir a Ucrania a su condición de satélite.
Trump quizás no entienda que no está discutiendo con Putin sino con la historia de Rusia. Mientras que él, a su vez, no muestra una voluntad clara de defender a Ucrania, a la que ha asistido militarmente a cuentagotas y cobrando precios. Lo del viernes no fue glorioso para Trump ni para Occidente. El agresor ya está exculpado, se siente fuerte y juega con el apresuramiento de un presidente que no dice una palabra en favor de su presunto defendido y en cambio le reclama a él y a Europa que “no torpedee estos acuerdos”. Todo muy débil, sin perspectiva histórica, sin real compromiso.
Mientras tanto, el Medio Oriente sigue incendiado. Hamas, con su terrible acción terrorista, bombardeaba los acuerdos Abraham y entrampó a Israel en una guerra cuyo objetivo no era vencer al poderoso ejército de Israel sino debilitar al Estado en su credibilidad moral. La batalla se libra en la opinión publica de Occidente, donde Hamas está ganando. Francia, Inglaterra y Australia anuncian el reconocimiento del Estado Palestino sin condicionarlo a la entrega de los rehenes con los que Hamas se hace dueño de la paz ¿Qué gobierno puede renunciar a la liberación de sus compatriotas? Así encierra a Israel en una guerra de resultado imposible. La inversión de roles es diabólica: si los rehenes mueren no es responsabilidad de sus secuestradores, sino de quienes procuran liberarlos…
No ignoramos que el Primer Ministro Netanyahu ha sostenido políticas profundamente contraproducentes, como repoblar Cisjordania. Pero antes que esa discusión están la guerra y la paz, y en ese ámbito un Occidente frágil, con una Europa temerosa del islamismo que crece en su interior, le está dando a Hamas una victoria moral que no merece. Y una reversión inesperada en Occidente: el antisemitismo ya no es patrimonio de la derecha autoritaria, se expande ahora en la izquierda, avanza en las Universidades, entusiasma a los movimientos feministas que miran para otro lado ante la dictadura de la familia patriarcal del mundo islámico hoy de moda….
Nada es sencillo. Salvo tirar una bomba a iniciar una guerra. Porque hacer la paz, la paz verdadera, sigue envuelta en brumas.