Viajamos en el tiempo y vamos a la ceremonia de los Martín Fierro del 2018, cuando Un gallo para Esculapio se lazó con la estatuilla de Oro. Apenas terminada la fiesta, entre los muchos mensajes que llegaban al celular de Ariel Staltari -era el Loquillo de ese unitario que gestó Sebastián Ortega- había uno que no olvida, porque le causó, dice, «gracia y ternura», y que no llegaba ni del riñón familiar ni del mundo del espectáculo: “Rivales, no enemigos. Felicitaciones”. Era la gente de El Topo, la churrería que hoy endulza a buena parte del país y que en un tiempo fue competencia directa de los Staltari en Necochea.
Otro entrevistado, en su lugar, quizás compartiría anécdotas con celebridades de la escena. Pero Staltari es de esa clase de gente que llegó donde legó porque no olvida de dónde viene. Lleva más de 20 carrera, con títulos como Okupas, El puntero, El marginal, acaba de estrenar un unipersonal en calle Corrientes donde se desgrana en 40 personajes y es uno de los nombres fuertes de El Eternauta, el tsunami de Netflix que está en boca de todos. Y, de acuerdo a las cifras de este martes, en menos de una semana se convirtió en la serie de la plataforma más vista en la Argentina y en otros 86 países.
Tampoco es de los que sobreactúan -o actúan- un bajo perfil. Ahora es uno más del primer piso del bar donde Agotados -la obra que protagoniza los jueves en el Paseo La Plaza- le abrió el juego a la prensa. Él va de mesa en mesa, sin el apuro ni las condiciones que suelen poner otros.
-¿Por qué no explotás más la imagen publica, no la necesitás?
-Soy un pibe muy chapado al núcleo familiar, a no querer despistarme. Tengo una mujer que me ayudó mucho, nos amamos con locura. Llevamos juntos casi 19 años y tenemos dos hijitos, que son lo más preciado que tengo en este mundo. Esto es un laburo que me gusta, que me hace bien, lo tomo como una puerta que abro para salir a jugar y que sé cerrar a tiempo para volver a mi nido.

Coautor de El Eternauta junto a Bruno Stagnaro -también interpreta a Omar, cuñado del amigo del personaje central-, Staltari remarca que “no hago fanfarria, no me interesa. Hice un caminito hasta acá tratando siempre de ser el pibe que soy y no generando un laburo para tratar de ser el pibe que soy. Me sale natural. Cuesta mucho, además, armar un personaje fuera del personaje. Arriba del escenario, sí, te armo lo que quieras, porque de eso se trata esto. Pero bajo o se apagan las luces del set y vuelvo a ser Ariel, el pibe de barrio”.
-A los 51 ¿te reconocés en el pibe que fuiste?
-Sí, me da mucha ternura pensar en ese flaco que arrancó siendo el Walter de Okupas.
-Y yendo más atrás, al Arielito…
-Sí, por supuesto, un hijo de tanos, de familia de churreros, me recuerdo jugando a la pelota, vendiendo churros en la playa de Necochea, con toda la arena en la cara.
-¿Cómo era tu grito de venta?
–Churroooo, hay chuu, calentito los churruuuuá…. Y ahí lo cerraba con un “uá” como para dar remate.
-Y eso, ya de más grande, ¿daba para el levante?
-Me acuerdo que me dio mucha vergüenza el día que fui a bailar y una chica me reconoció como el churrero de la tarde. En esa época, con 13 años, me daba cosa también que me viejo me fuera a buscar al colegio o que me llevara a la puerta del boliche. Después, con el paso del tiempo, empecé a sentir mucho orgullo. Por suerte esas cosas van mutando.

-¿Y qué pasó aquella noche?
-La chica me dijo ‘Vos sos el churrero, ¿no?’. Y le dije ‘Ya vengo, voy al baño’ y no volví a vender churros en la playa, que era algo recontra digno. Pero estaba en un boliche cool y era toda gente pudiente y yo estaba con algún vestigio de dulce de leche por algún lado.
-Mirá si te pasara eso ahora, que hay churros rellenos con roquefort o cheddar, como los de El Topo.
-Bueno, Piluso, como se llamaba la nuestra, y El Topo eran las dos churrerías más importantes de Necochea. Y luego El Topo se convirtió en ese imperio impresionante que está por todas partes.
«Harina, dulce de leche y agua»
Y ahí nomás cuenta la anécdota del Martín Fierro de Oro. Hombre de una generación que supo manejar la jerga de los ‘80, puede entender la pregunta sin necesidad de usar paréntesis.
-¿Y vos eras churro (lindo, atractivo, buen mozo)?
-Nunca fui churro y no lo soy.
-Bueno, no sé antes, pero ahora…
-Me hacés reír. El otro día un amigo mío le dijo a mi mujer ‘Ay, nena, vos invertiste en un base y ahora tenés un full’. Y estuvo muy bien, porque es verdad que cuando mi mujer me conoció no estaba en mi mejor momento. Pero, hablando muy en serio, sigo siendo el mismo. Hechos fundamentales que me han pasado en la vida me han hecho tirar el ancla y no moverme de quién soy.

Sus papás son parte de su público más fiel y cuenta que de sus dos hermanos “el menor es el que sigue por ahora con el negocio familiar. El otro vive en Mallorca. Todos en nuestra historia estamos enchastrados con harina, dulce de leche y agua”.
Hubo un tiempo en el que Ariel llevaba a las entrevistas un paquete de su panadería, con todo lo que significa algo amasado con las manos de la familia. O con las propias.
-¿Te quedó algo de aquel oficio?
-Más que el hecho fáctico de hacer churros, me quedó el legado de saber trabajar, de darle valor al laburo, de arremangarme cuando haga falta y de saber que tengo la libertad de que si mañana no tengo otra cosa que hacer me puedo abrir un negocio y con harina y agua poder parar la olla, que no es poco. No se me caerían los anillos por volver a aquéllo.
Y entre ronda de agua y café en un rincón que sobrevuela la avenida Corrientes -que abajo parece hervir en pleno mediodía agitado- reconoce que “hice Okupas, Buena vida delivery (película de 2003), Sol negro y después tuve que volver a la panadería de mis viejos a trabajar a las 4 de la mañana porque no me salía nada. Y muchos no podían entender que después de Okupas -unitario icónico del 2000, un emblema de los relatos sobre la marginalidad- volviera a las raíces. El contacto con la gente te retroalimenta para componer criaturas y eso suma, porque muchas veces el actor se va encerrando en su propio ego y deja de mirar”.
Y aclara: “Pero volví fundamentalmente porque viví una época de sequía grossa a nivel actoral y tuve que hacer de todo, hasta llegué a cementar tornillos, me hice metalúrgico”.
El cáncer, su momento bisagra en la vida
-¿Sos de los que se preguntan por qué me pasa esto a mí?
-En relación a lo actoral no, pero sí me lo pregunté en un momento bisagra de mi vida, cuando tuve cáncer. ‘Por qué a mí, por qué yo’ y aprendí a invertir la pregunta y decir ‘¿por qué a mí no? ¿Por qué sería una persona por fuera de la norma de los seres humanos a la que no le pueden pasar cosas?’. Y en cuanto a lo laboral sigo para adelante, siempre. Tengo mi propia escuela, es mi refugio, un buen espacio donde desarrollar mi vocación. Y ahora me puse a hacer esta obra de teatro en, tal vez, el mejor momento de mi carrera, en medio del estreno de algo tan emblemático como El Eternauta. Otro quizás dice ‘No, pará’. Yo no, yo quiero ir con todo.

Como en Un gallo para Esculapio, “acá vuelvo a tener dos roles, como coautor y como personaje. Ojalá no me equivoque, pero creo que es una serie de la que se va a hablar mucho tiempo. Se respetó seriamente el espíritu de la obra, el corazón está intacto. Y ya con eso digo un montón. Y luego, desde el aspecto técnico, está a primer nivel mundial. Hollywood no tiene nada que envidiarle. Y tenemos una figura fuerte como Ricardo (Darín, en la piel de Juan Salvo, el eternauta del título).
-¿Eras del club de fans de El Eternauta?
-No era fanático ni mucho menos, casi que no lo había leído. Bruno me dijo ‘Leela, vamos a arrancar este proyecto’ y desde ese día le di lo mejor de mí. Siempre trato de serle leal a Bruno cumpliendo con los roles que me va delegando, porque es un maestro para mí. Y un amigo. Pero sé separar cómo es trabajar con alguien admirado y cómo es tomar un café con ese alguien por el hecho de que lo querés.
-¿Y vos cómo sos queriendo?
-Soy muy demostrativo, toquetón, llorón, me critican porque me emociono y lloro. Soy muy de celebrar la vida, mis cumpleaños son emblemáticos. Ariano de pura cepa.
-¿Qué es lo que más celebrás?
–Estar vivo después de la que pasé y la familia que tengo. Soy papá de dos pibes divinos, de 14 y 11 años. Valentino y Vito Staltari, dos alemanes de la Calabria, salpican tuco por todos lados.
Se ríe de la humorada y contagia. Salpica gracia y gratitud, Ariel.
Después rememora la llegada de Vito, que nació en la ambulancia dos meses antes de lo previsto. Y el relato combina miedo, ensueño, fantasía de muerte y celebración -otra vez- de la vida. Y de Vito pasa a hablar de Valentino y luego de su abuelo Antonio, el churrero. Ariel es engranaje de familia. Uno sin la otra no funcionarán. Y una sin el otro se ve que tampoco.
Aquella luz que le iluminó el camino
“Para mí la semilla de la actuación está en la primera vez que entré al estudio de Lito Cruz y me encontré con una imagen que se las replico a mis alumnos y alumnas. Nosotros empezamos las clases de esta manera: yo entro, las luces de sala están apagadas, pero hay un haz de luz que se deposita sobre el escenario. Yo encontré en esa imagen el motivo por el cual vine a esta vida. Fue inmediato. Dije ‘Ah, era esto’. Te lo digo y me emociono. De casualidad entré y vi y eso, y lo que podía ser interpretado como un espacio vacío con una luz y unos trastos viejos terminó estando lleno de vida, de emociones. En un escenario vos podés ser quien quieras”.
-Y podés ser 40 tipos, como ahora con “Agotados”.
-Tipos y tipas. Estoy despojado de maquillaje, de vestuario, de todo, y soy yo jugando a ser otros, como cuando jugaba de chiquito. Es el código de jugar con voces, con cosas. Andaba con ganas de actuar en escena, porque los procesos audiovisuales son hermosos, pero tenés espera larga.

El unipersonal dirigido por Pablo Fábregas -en la sala Pablo Picasso- es una adaptación aggiornada de la comedia Fully Committed, un éxito de Broadway: “Es un vértigo de principio a fin. Como espectador, en esa hora y pico no vas tener respiro, te vas a divertir, vas a reflexionar, te va a interpelar, porque solapadamente se habla de la opresión, de la precarización laboral, del abuso de poder, de la búsqueda de los sueños, porque Sam es un actor que está esperando una oportunidad en la actuación. Y mientras tanto trabaja en el sótano de un restaurante con un call center donde los comensales exigen tener una mesa y él empieza a darles corporalidad a esos personajes».
-¿Hay algo tuyo en Sam?
-Sí, está ese Ariel que conoció esa incertidumbre después de haber estado en muy buenos programas y que, de pronto, tuvo que hacer bolos… que nunca había hecho.
-En la memoria de muchos seguís siendo Walter, el «rollinga» de Okupas (que protagonizaba Rodrigo de la Serna).
-Le esterá eternamente agradecido a Walter, hasta hay un meme mío bailando. No me quedé encasillado en ese personaje, quise ir por más, y no me molesta para nada que me pidan el bailecito.
-Imagino que lo mejoraste.
-No, cada vez peor. Porque ese baile nunca nació como una réplica de lo que patentó Mick Jagger, fue como una burla. Yo tenía mi banda de rock, y el líder era stone y me llevaba a bailar a boliches que hacían así (y mueve lo bracitos a lo Jagger) y yo empecé a imitarlos pero para joder nomás. Y un día lo hago en un break de Okupas, Rodrigo se ríe, Bruno (Stagnaro) me ve y me dice ‘Empezá a hacerlo en escena’.
El chico de la Ferrari
Walter no es una criatura de ficción más en su vida: “Voy a esos tiempos y me veo metiéndome en la boca del lobo. Veo a un pibe muy puro, muy enfermo, haciéndose quimioterapia (tenía leucemia). Me escondía para que nadie lo supiera, porque imaginaba que me iban a bochar en los laburos por riesgo de vida. Era una pelota playera, sin pelo, todo amarillento. Era impensado que yo pudiera salir en televisión. Y en medio de eso apareció este gordito simpaticón con una remera roja de Ferrari que a Bruno le causó gracia y dijo ‘Es éste’. Bruno siempre me marcó el camino. El me descubrió como guionista, algo que jamás imaginé en la vida”.

También hay un espacio especial de su gratitud para Gabriela, su mujer, ex azafata: “Fue la primera persona que creyó en mí, de verdad. Cuando la conocí había vuelto a la panadería, pero quería seguir intentando. Ella me dijo ‘Hacelo, buscalo, yo te banco, vos sos muy talentoso. Tarde o temprano tenés que hacer esto’. Y esas palabras me tranquilizaron y puse la energía ahí y empezó a salir la buena, y salió el programa Caín y Abel, donde hacía de guardaespaldas de Fabián Vena y yo cantaba imitando a Sandro, muy loco todo”.
El día que grababa su última escena nació su primer hijo. Y ese nacimiento también tiene relato aparte: “Mi mujer empezó con contracciones a la madrugada, yo agarré la panza a las 7 de la mañana y le dije ‘Loco, esperame que quiero estar’, me fui a grabar lo que salía al aire ese mismo día, mi mujer se bancó todo el laburo de parto hasta el mediodía, volví, la pasé a buscar y a la media hora nació Valentino. Y a la noche miramos los tres el final en el sanatorio, mientras en pantalla yo me besaba con Mechi Oviedo, todo muy bizarro y hermoso. Bueno, la vida”.
La vida de Staltari, un tipo que despegó sin haber quitado jamás los pies del piso. Ni las manos de la masa. Seguramente ahí anide la diferencia.