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jueves, abril 10, 2025

La historia de Daniel Molina, un soldado de la Guerra de Malvinas que se hizo cura

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En el cuento “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”, Jorge Luis Borges escribe que “Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”. El 24 de mayo de 1982, Daniel Molina, de 19 años, supo quién sería para siempre.

Lo supo tras una larga noche de alerta roja en plena Guerra de Malvinas, como soldado del Batallón de Ingenieros de Combate 181 de Santa Cruz. Había pasado la alerta roja y vigilante toda esa noche, al amanecer volvió al pozo donde estaban sus compañeros y le dijeron que se pusiera a rezar. Detalle: Daniel no sabía rezar, pero se acordó de “El salve” que le había enseñado su madre. 

“Sentí que el Señor estaba ahí y me amaba. Recibí el don de la fe, la fe de los mártires. Atravesado por la fe, me puse de pie con fe enorme, ya mi vida no podía ser igual. Sentí una luz que me atravesaba y, arrodillado, vi pasar toda mi vida, me hice una crucecita y la besé, sentí que ya mi vida era para Dios”, recordó días pasados en el programa Sexto Día, de Radio Universidad. Daniel Molina supo en ese instante quién era, como el poema de Borges.

La guerra pasó y Molina volvió con sus compañeros entre gallos y medianoche, combatientes ocultos para que nadie los viera tras la derrota ante los ingleses. Parecía que los querían borrar de la tierra.

Allí empezó otra lucha, la de ser reconocido como combatiente de Malvinas, aunque él, como tantos otros, no haya estado en el frente de combate en las islas: “Queremos que se vuelva a las condiciones que tuvimos hasta 1988, cuando una ley del Congreso dejó de lado a los soldados que estuvimos combatiendo desde el continente. Yo tuve 17 compañeros muertos”.

“Cambié la ametralladora por la cruz”

De chico, Daniel soñaba con ser “un mecánico feliz y bien pago”, pero los caminos del Señor lo llevaron a otro lado. Luego de la guerra, se consagró como sacerdote y ahora repara almas.

El párroco de la Iglesia San Roque de González Catán no era de ir a misa y seguir los rituales. “Mi familia era buena. No tenía problemas ni con Dios ni con nadie, pero no frecuentaba la iglesia. Si me preguntabas en esa época, decía que era católico, apostólico y hasta romano. Te presentaba todos los certificados porque pensaba que eso era creer en Dios, pero después me di cuenta de que creer es otra cosa”, contó.

Y vuelve más de cuarenta años atrás, cuando “Dios puso efectos especiales para atraparme”, en alusión al fuego del combate en la guerra.

Redacción

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