Uno reconoce que esperaba «un fallo así» de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Lo dice entre dolido y abatido. El otro, más eufórico, no entiende cómo los jueces no tuvieron en cuenta el sufrimiento de las víctimas.
«Sí había una condena de 25 años por pedofilia, que estaba cumpliendo…¡Cómo puede ser que los jueces de la Corte hayan priorizado la prescripción, el paso del tiempo, por encima del irreparable daños que hizo con cien menores, que nos hizo… ¿Qué habría pasado si las víctimas hubieran sido familiares de los jueces?». La pregunta queda boyando…
Hernán Rausch (49) vive en Paraná, pero nació en una aldea alemana a 60 kilómetros, llamada Santa María, adonde sigue yendo los fines de semana para despejarse. Es preceptor en una escuela privada hace veinte años, está soltero y vive solo. Maximiliano Hilarza (46), paranaense, vive en Rancagua, Chile, desde 1997. Casado, tiene una hija y es guardia de seguridad de una transportadora de caudales.
Rausch e Hilarza se conocieron en el seminario Nuestra Señora del Cenáculo de Paraná, a fines de los ochenta, sin imaginar que se encontrarían siendo adultos y denunciando por abuso sexual a quien fue su faro: el sacerdote Justo José Ilarraz (66).

«Él era nuestro guía, nuestro referente, imaginate la tristeza, la decepción que tuvimos con el tiempo, porque él era astuto, persuasivo, sigiloso y buscaba sus presas más vulnerables. Y nosotros éramos muy vulnerables». Hernán y Maximiliano estaban residiendo en un internado porque sentían vocación sacerdotal, una vocación que se hizo añicos.
«Lo que nos hizo Ilarraz fueron crímenes y en algún momento nos mató, porque no teníamos ganas de vivir más o porque éramos muertos vivientes», coinciden Hilarza y Rausch.
A pesar del profundo malestar, no hay odio, bronca ni rabia en las voces ni en los gestos de Hilarza y Rausch. Sí los tiene maniatados algo mucho peor: «Un dolor insoportable que no hace más que generarnos impotencia». Pero ninguno de los dos está dispuesto a hacer guardia en el domicilio de la casa del hermano de Ilarraz, donde este reside -libre y sin tobillera electrónica-, para esperarlo y escracharlo.
«Yo vivo a tres cuadras, está acá nomás -hace saber Rausch-, pero no me interesa perder un sólo minuto de mi vida en ese individuo que no debería llamarse persona. No siento la violencia de querer hacer justicia por mano propia, sí me inquieta que un pedófilo esté libre como pancho por su casa…»
«Pero a la vez siento paz por la lucha de todos estos años, que a pesar de todo no fue en vano. Él fue sentenciado, fue encontrado culpable, el Papa Francisco lo echó de la Iglesia a fines de 2024 y la condena social es casi unánime. No es poco. Por eso yo no me voy a ir a ensuciar las manos», reflexiona.

El 12 de diciembre de 2024, el Papa Francisco y la Congregación para la Doctrina de la Fe dispusieron la expulsión del estado clerical de Ilarraz. La decisión llegó tras un largo proceso canónico y judicial que puso fin a una trayectoria marcada por delitos y encubrimientos.
«Bergoglio se equivocó, actuó muy tarde. Lo protegió hasta donde pudo y recién en diciembre, cuando estaba acorralado, lo exoneró. Yo le escribí cartas al Papa Francisco y antes a Benedicto XVI, pero nunca logré nada, ni una respuesta. Y sé que mis cartas llegaron», esgrime, con un sabor amargo, Hilarza.
Tienen un pasado y un presente en común, pero las personalidades de Hilarza y Rausch son bien diferentes. El primero es solitario, casi no pudo hacer amistades en Chile, sólo confía en su núcleo familiar y se despegó de la Iglesia. Su hija tiene 13 años, la misma edad que tenía él cuando vivió el calvario. «Estoy muy atento a su alrededor, la cuido y sabe poco y nada de lo que me pasó, me reservé los detalles», cuenta.
El segundo vive solo, pero es sociable, gracias a su trabajo de preceptor. «Algunos alumnos saben lo que pasó y varios me vinieron a abrazar cuando se enteraron y estaban orgullosos por mi coraje», comenta. Toca la guitarra, canta y baila folclore, lo que le resulta una terapia. «Soy una persona de fe y no culpo a toda la Iglesia por algunos perversos que hay dentro», agrega.

«Para mí la decisión de la Corte fue un mazazo, a pesar de que no me sorprendió. Lo que pasó fue que verlo, escucharlo, te revuelve las tripas… Un fallo así te pega una patada al pasado y otra vez a revivir ese infierno», grafica Maximiliano, desde su casa de Rancagua. «Hace más de treinta años que tengo insomnio, que le tengo terror a la oscuridad y que cuando logro dormirme tengo pesadillas con la cara, con la voz de ese tipo».
A Hilarza le vuelve a brotar la indignación por el fallo de la Corte: «¡Qué falta de empatía la de esos jueces! ¿Cuál es el mensaje que le dan a la sociedad? ‘Cuando abusen de vos apurate en denunciar, porque sino, el tipo queda libre’. ¿Ese es el mensaje? Este gobierno llegó al poder con la frase ‘el que las hace las paga’. ¿Y entonces?»
Por su parte, Rausch se deja llevar por su venalidad y hace hincapié en algo para que no se genere confusión. «La prescripción que otorgó la Corte Suprema no lo exime de culpabilidad, ¿está claro? Porque mucha gente puede pensar que lo declararon inocente y no fue así. Acá en Paraná tuvimos que ser fuertes, porque mucha gente nos trató pésimo. Nos decían desertores, mentirosos, hasta que queríamos plata y desestabilizar a la Iglesia Católica», recuerda.
Hernán, el primero que denunció a Ilarraz ante las autoridades del seminario cuando él apenas tenía 15 años, se remonta a época oscura: «Yo conté lo que había sucedido, se sumó otro chico abusado, y en ese entonces lo corrieron a Ilarraz, pero la Iglesia lo encubrió, no lo entregó.»

Pasado y presente van a mil por hora y se entremezclan en los dichos de Hilarza y Rausch. «A Ilarraz tuve que padecerlo hasta mis 25 años, metido en mi propia casa, tanto en Paraná como en aquí, en Chile. Era una tortura. Él se había ganado la confianza y el amor de mi madre, sobre todo. Fue el confesor de mi familia, así nos manipuló y a mí me controlaba», señala Maximiliano.
Y continúa: «Venía a casa para ejercer su poder y, de alguna manera, me intimidaba, porque él creía que yo le iba a contar a mis padres, pero no podía, estaba paralizado, sentía una pierna muy pesada que me oprimía el pecho, que me ahogaba.»
«El tipo era encantador con mi familia que lo adoraba… Un gran seductor, siempre se las rebuscaba para estar un momento a solas conmigo y hablarme, haciéndose el compinche y el ofendido. Manejaba el castigo psicológico y así me mantuvo a raya -sigue describiendo Hilarza-. Decía que mi actitud esquiva perjudicaba la amistad, que yo era el responsable».
Según Maximiliano, cuando Ilarraz aparecía «ya sea en Paraná o en Chile», su familia «lo trataba como si nos visitara Dios» y detalla: «Venía a comer, yo me quedaba unos minutos en la mesa y me levantaba y me iba por ahí, No quería estar, estaba realmente incómodo y la posición de mi familia, tan inocente, me enfermaba.»
En 1991, Rausch perdió repentinamente a su papá. «Ilarraz olió sangre y fue a buscar su presa, que era yo, el menor de nueve hermanos dentro de una familia devota del cristianismo. Yo estaba pupilo en el seminario y él pasó a ser la figura masculina. Empezó a frecuentar mi casa y a ganarse a mi madre. Mamá murió hace dos años y a ella no la culpo de nada, no tuvo ninguna responsabilidad. Tenía mucho labor en casa, éramos un montón y papá ya no estaba», rememora.

Revivir aquellos tiempos les provoca arcadas. Pero hacen un gran esfuerzo pensando en que «siempre pueden haber jóvenes en peligro», concuerdan.
«Yo tenía trece años en 1992 y fue un año insoportable porque sufrí distintos tipos de abuso. Estando de viaje, en campamento, una vez pude escaparme de una carpa en la que estaba con un compañero. Él lo sacó y me quedé a solas. Intentó forzarme y pude escapar. Me acuerdo que llovía y terminé a la intemperie, empapado», repasa Hilarza.
Los recuerdos son desordenados y no respetan el orden cronológico. «A mí me mandaba a buscar en la clase. Venía un compañero y me decía ´te llama Ilarraz, andá a verlo a su oficina´. ¿La primera vez? Fue en el pabellón donde dormíamos un montón de chicos. Él hacía su recorrido nocturno, había una luz tenue que daba una imagen horrible… y él se te metía en la cama. Así como yo veía cómo abusaba de otros, un día me tocó a mí», precisa Maximiliano.
Después de un largo tiempo de haber sido sometido, lo empecé a rechazar y él se hacía el ofendido, me decía ‘hasta aquí llegó la amistad’. Un día llamé a mi mamá para que me viniera a buscar. Ella vino, me insistió para que le contara qué me pasaba pero no dije nada. Sólo que no quería estar más en el internado», agrega Hilarza, quien recién 25 años después le confesó a su mamá los abusos sufridos.
Rausch se quiebra por primera vez, pero en ningún momento flaquea su relato: «Mi papá murió el 3 de diciembre de 1991. El 26 de diciembre me llevó, junto a unos compañeros, de viaje a Bariloche, Mendoza y Chile. Estuvimos hasta el 14 de enero de 1992. Nos hospedábamos en casas religiosas o en carpa, como pasó en Bariloche, cuando acampamos a orillas del lago Nahuel Huapi.»
«Fueron un infierno esas semanas, en las que él abusó de mi y de mis compañeros. Era como que cuanto más acceso tenía a nuestro cuerpo, más nos premiaba con viajes o regalos personales», añade.

Durante el juicio en 2018, Rausch tuvo que volver a la habitación del seminario para revivir y describir algunas escenas del oprobio: «Lo que más me impresionó al volver después de tanto tiempo fue que estaba exactamente igual, para mí esa habitación es imborrable, al igual que la cara y la voz de ese tipo…»
«Me llevaba a su habitación o lo hacía en el pabellón, que recorría de madrugada. Hasta que una vez, en su pieza, yo estaba boca abajo, él arriba mío y lo rechacé con mi cuerpo y ahí se sacó, y me dijo ‘listo, se terminó la amistad’ porque no había logrado su objetivo. Y así fue cómo dejó de hablarme, de un día para el otro. Yo me fui, y de alguna manera me quedé solo, abandonado. No entendía qué pasaba», continúa.
La vida siguió para ambos, a los tumbos hasta que lograron encarrilarse. Uno apostó por la familia y vivir en el exterior, el otro se fortaleció desde lo individual quedándose en el pago. «Sé que hice el mayor esfuerzo que pude… Otros no pudieron hacer nada. Pero este tipo condicionó mi vida y mi personalidad, sin duda, y sigue estando presente como un fantasma que no me abandona», describe Hilarza.
«Yo tenía la ilusión de ser sacerdote, sentía esa vocación de poder ayudar a los demás y este ser me la arrancó de la peor manera. Hoy veo un cura y disparo, veo una iglesia y me cruzo de vereda, todo gracias a él», cierra.
Rausch habla de fe, fuerza y optimismo a pesar de todo. «Siento que soy el vocero, no sólo de las siete víctimas que denunciaron, sino de muchísimas más que no se animaron y me tengo que mantener fuerte sólo por la convicción de la verdad. La vida continúa y no podemos aflojar pese a la injusticia de la Justicia. Sabés, la soledad es el común denominador de las víctimas. Al ser engañadas por alguien en quien confiabas, después resulta duro volver a acercarse a alguien, finaliza.
AA