Reconocida lingüista con proyección internacional, la doctora Alicia María Zorrilla (Buenos Aires, 1948) es Miembro de Número de la Academia Argentina de Letras y ejerció su presidencia durante dos períodos consecutivos. A su vasta obra especializada de investigación y divulgación lingüísticas (entre los últimos títulos cabe citar ¡¿Por las dudas…?! y Sueltos de lengua) y de crítica literaria (Retrato de la novela, La voz sentenciosa de Borges), se suma hoy un libro de cuentos intenso y sorprendente titulado El otro destierro (Libros del Zorzal).

En los dieciocho relatos breves que lo componen, la autora aborda temas lacerantes que la sociedad contemporánea, tan enfocada en el narcisismo y el hedonismo, relega al área de lo vergonzante y de lo invisible.
La condición vulnerable y mortal de los humanos, cualquiera sea o haya sido su lugar social; la soledad despiadada que tantos atraviesan en sus últimos años sin importar su entrega anterior hacia los otros; la discriminación y el abandono brutal de los más débiles, son ejes de esta narrativa que no da respiro, envolviendo al lector en climas poderosamente emotivos y expresivos.
Tanto el cuento que da título al libro, como otros, giran en torno al encierro institucional (el geriátrico, el siquiátrico) al que son sometidos muchos mayores en sus últimos años. Ya se trate de un anciano aún lúcido (“Más allá de la soledad”), o de mujeres que van extraviándose en la demencia (“El otro destierro”, “Camino de regreso”), sufren por igual el desapego inexplicable de hijos y nietos que parecen haberlos olvidado, y el trato mecánico, a veces grosero, del personal.
Perdidos de ellos mismos
Depositados en un lugar de almacenamiento y descarte, están perdidos, enajenados de su hogar y de ellos mismos, como si hubiesen sido castigados por un crimen que no cometieron. Así se siente Felicitas (nombre irónico, si los hay) en “El otro destierro”: “la que carecía de mañana, la que ya no tenía esperanzas, la extranjera entre aquellos a los que había dado su sangre”, presa de “ese dolor de no servir y de seguir viviendo para que los demás te lo recordaran”.
En otros casos no hay confinamiento en un espacio desconocido, pero la soledad es la misma o aún peor: hombres y mujeres viejos, a veces enfermos, conviven con sus fantasmas y sus memorias, que vuelven como frustraciones y sueños incumplidos (“El último ensayo”, “No habrá olvido”, “No entregar las alas”).
En ocasiones una fragilidad especial se suma a la propia de los años, sea la invalidez (“No entregar las alas”), la ceguera (“Un instante después”) o el recuerdo del que ha sido un niño extraño y ensimismado (quizá con una forma de autismo) y ahora es un anciano que recuerda, detrás de una ventana, una escena infantil a la vez traumática y celebratoria.
Aun la soledad extrema, que es la de la muerte, no hace sino prolongar la que ya se padecía en vida, como sucede con la abuela cuya desaparición no le importa a nadie y cuyo velatorio es un verdadero pase de comedia satírica (“La mortificación”). A veces no el que muere, sino el que ha amado a quien partió, es el que se queda patéticamente solo, ante la indiferencia de los parientes (“El fracaso”).
La vida, a cualquier edad, siempre pende de un hilo. Puede ser un accidente fatal (“Un día más”), la amenaza de un robo violento (“Un instante después”), el diagnóstico de una enfermedad incurable (“La espera”), el desafío que no se ha buscado y que habrá que afrontar (“El final de la victoria”, donde es posible leer un homenaje a Borges). En alguno de estos giros, el odiador llega a transformarse en el odiado y el victimario en víctima (“La víctima”, “Obsesión”—vuelta de tuerca sobre La metamorfosis de Kafka–) y no necesariamente los sujetos en pugna son, ambos, humanos.
En ciertos relatos los marcados desde su nacimiento por incapacidades, como los hermanos Dolores y Manuel, niños de una familia desintegrada (“Pequeñas muertes”), o los hijos de etnias desposeídas (“No me dieron la tierra”), ensayan ritos de reparación, trágicamente inútiles contra su impotencia. Alguna vez, sin embargo, la magia del arte (“El cuadro”), parece disipar las dificultades y los temores de una joven aspirante a bailarina y abrir un camino.
La afectividad fluye y desborda en estas historias cuyos protagonistas son seres sufrientes: privados, mutilados, acechados, discriminados, acorralados por la angustia, la violencia, el desprecio, obsesionados, desolados, en pánico y desazón, desesperados o tristes. Exclamaciones, interrogaciones, interjecciones, puntos suspensivos, modulan un ritmo jadeante, zozobrante, que se ajusta con destreza a esta gama emocional.
Dramática emotividad
Por otro lado, la estructura adquiere a menudo una complejidad inquietante: se repiten los cuentos circulares, que vuelven a la frase inicial, comprensible en plenitud recién desde el fin del relato. Hay deslizamientos de los puntos de vista que se van advirtiendo solo en el decurso narrativo, también de los planos y los tiempos de la realidad construida, que oscilan entre lo fáctico y lo imaginario, el presente y el pasado, lo vivido y lo soñado. Más bien es la potente, dramática emotividad, la que moldea y modela lo real desde las tormentas desatadas en el interior de los personajes.

El humor y el lirismo concurren también para crear los peculiares climas de cada relato: “la gente saluda y también palmea y abraza y sonríe al entrar, y después deja de hacerlo, como si la muerte fuera un acontecimiento al que solo queda bien llevar lágrimas y pensamientos de mármol”, se dice en el cuadro costumbrista tan bien dibujado en “La mortificación”; “Sus ojos se habían acostumbrado a vagar por regiones inciertas: todo el aire era una inmensa flor amarilla, ilimitadamente amarilla, cuyo perfume cansado le había enseñado a hacer la soledad”, siente y percibe el niño ajeno al vecindario (“ese personaje anónimo y estático”), en “El intruso”.
Libro conmovedor, apelativo, necesario, El otro destierro nos descubre a la creadora literaria en la rigurosa académica que ha puesto todo su saber lingüístico al servicio de una singular poética narrativa.
El otro destierro, de Alicia María Zorrilla (Libros del Zorzal).