Por Flavia Tomaello, https://flaviatomaello.blog/, Instagram @flavia.tomaello
Hay destinos que no se visitan: se habitan. Mauricio es uno de ellos. Y si hay un lugar para abrir la puerta de entrada a este universo de luz y agua, ese es el Shangri-La Le Touessrok, Mauritius. Llegar aquí es como aceptar una invitación a un mundo que no sabías que existía pero que, de pronto, reconocés como propio. No es un hotel: es una isla dentro de la isla, una geografía de calma y de lujo invisible, donde todo está dispuesto para que uno solo tenga que entregarse a la experiencia de estar.
Sus villas se esconden entre jardines tropicales que parecen diseñados por el azar perfecto: buganvilias encendidas, palmeras que se mecen como si bailaran para ti, y un césped tan suave que caminarlo descalzo es un pequeño acto de placer. El aire trae aromas que cambian a lo largo del día: la brisa salina por la mañana, el dulzor del frangipani al atardecer, el perfume casi embriagador de la vainilla cuando el calor cede y la noche empieza a tejer su manto estrellado.
Desde la terraza privada, el océano se abre como una promesa. El agua es de un azul que no figura en la paleta de ningún pintor: mezcla de turquesa, jade y cristal líquido. Pequeñas olas besan la orilla con un murmullo constante que, en lugar de romper el silencio, lo construye. La luz cambia a cada hora, pintando la arena de oro, plata o cobre según el sol avanza.
El servicio no es visible, es intuitivo. Antes de que pidas un té helado, ya está frente a ti; antes de que notes que el sol calienta demasiado, un parasol se despliega sobre tu sillón. La hospitalidad aquí no es un gesto aprendido, sino un lenguaje natural que todos hablan sin acento. Las experiencias del Shangri-La Le Touessrok tienen el ritmo del mar: lentas y envolventes. Un paseo en kayak al amanecer puede terminar con un desayuno sobre una tabla flotante; un masaje en el Chi, The Spa, no es un tratamiento, sino un viaje sensorial que parece alinear el cuerpo con la marea. Por la noche, los restaurantes se iluminan como si fueran faros: desde la cocina japonesa refinada de Kushi hasta el festín de sabores mauricianos de Le Bazar, donde cada plato cuenta una historia y cada bocado es una postal. Dormir aquí es entregarse a un silencio profundo, interrumpido solo por el canto nocturno del mar. Y despertar, en cambio, es reencontrarse con un horizonte limpio, donde el sol aparece como un invitado esperado, tiñendo todo de luz dorada. Estar en el Shangri-La Le Touessrok no es alojarse: es habitar un estado mental en el que el tiempo no se mide en minutos, sino en sensaciones.
Desde este refugio privilegiado, Mauricio se ofrece como un mosaico de paisajes, culturas y emociones. Siguiendo las recomendaciones de la Mauritius Tourism Promotion Authority, el viaje se convierte en un recorrido donde la belleza cambia de piel a cada paso. El Avalon Golf Estate se despliega como una alfombra verde suspendida en la altura, un espacio donde el golf es apenas la excusa para conversar con el viento. Grand Bassin, lago sagrado hindú, guarda el eco de plegarias centenarias y el reflejo de Shiva en sus aguas tranquilas. La Rhumerie de Chamarel destila caña de azúcar y la convierte en licor ámbar, servido en copas que contienen siglos de historia y calor de sol. Muy cerca, la tierra se transforma en paleta de pintor en Chamarel Seven Colored Earth, donde dunas minerales cambian de color como un camaleón soñador. Y más allá, Black River Gorges respira con sus bosques endémicos y sus cascadas que cantan para quienes saben escuchar.
Pero la isla no se agota en un itinerario. Hay playas que enseñan nuevos verbos, como Belle Mare, Flic-en-Flac o la remota Le Morne, donde se aprende a “descalzarse” como acto de libertad. El agua es tan transparente que parece no existir y solo el rumor de las olas confirma que el océano está vivo. En pequeñas embarcaciones, se parte hacia islas satélite como Île aux Cerfs, Île aux Aigrettes o Île aux Benitiers, donde los arrecifes invitan al buceo, las playas permanecen intactas y el almuerzo se cocina en brasas mientras el mar se extiende como un mantel azul.
En Port Louis, el mercado central late en especias, frutas tropicales y telas multicolores. Aquí se compra con los ojos y el olfato: nadie se va sin probar una samosa humeante o un jugo de caña recién exprimido. La gastronomía mauriciana es un mestizaje que se sirve sin prisa, uniendo curry indio, dim sum chino, baguettes francesas y chutneys criollos en platos que son relatos de su historia multicultural. A veces, un simple dholl puri comprado en un puesto callejero es tan memorable como una cena gourmet junto a la playa, iluminada por velas y constelaciones.
Quien busca aventura encuentra en la isla un parque de diversiones natural: kitesurf en Le Morne, trekking hasta la cima del Pieter Both, buceo en Blue Bay o un amanecer nadando con delfines. Hay quienes eligen avistar ballenas, y quienes se adentran en cuevas submarinas donde la penumbra se mezcla con destellos de peces plateados. Todo convive con curiosidades como la historia del mítico dodo, que aunque extinto sigue vivo en esculturas, souvenirs y conversaciones, o el aroma de la vainilla cultivada en plantaciones que perfuman el interior.
Y siempre, al final de cada jornada, el Shangri-La Le Touessrok recibe como un refugio. Desde su orilla, el atardecer derrama oro líquido sobre el océano, y uno entiende que Mauricio no se guarda en la cámara de fotos, sino en la memoria de los sentidos: el calor del sol sobre la piel, el sabor dulce del ron, la caricia tibia de la arena y el canto del mar que sigue sonando incluso después de partir. Porque Mauricio es un viaje que empieza antes de llegar y que, una vez vivido, nunca termina.
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