El PRO de Macri es el caso más paradigmático, pero no el único. Buena parte de la dirigencia tradicional argentina se enfrenta a una crisis sin precedentes, atrapada en la nostalgia y sin respuestas ante la era de la confrontación de Javier Milei.
En la vertiginosa política argentina, mirar por el retrovisor es sinónimo de fracaso. El PRO, la formación de centroderecha que llevó a Mauricio Macri a la Casa Rosada, es el ejemplo más visible, pero no el único, de una clase dirigente que parece haber caído en esa trampa mortal: la nostalgia. Anclados en un pasado que ya no existe, referentes de todo el arco político observan con estupor y cierto puritanismo la era de la disrupción libertaria, sin comprender que las reglas del juego han cambiado para siempre. La nostalgia, en este contexto, no es un recuerdo amable, sino un veneno que paraliza.
La reciente alianza del partido con La Libertad Avanza, la formación del presidente Milei, en la ciudad de Buenos Aires, ha desatado un profundo enfado en sus bases. Sin embargo, esta maniobra, vista como una traición por muchos, no es más que un eco del pragmatismo que les aupó al poder en 2015. Para preservar su futuro, el PRO necesita hacer memoria y entender tres claves de la nueva política.
Claves de la nueva política
Primero, ha olvidado sus propios orígenes. La indignación por pactar hoy con un antiguo adversario ignora que su coalición fundacional, Cambiemos, se forjó superando feroces ataques personales entre Macri, la carismática Elisa Carrió y el histórico partido radical (UCR). Aquel pragmatismo, que entendió que el fin (derrotar al kirchnerismo) justificaba los medios, es precisamente lo que hoy, paradójicamente, critican.
El presidente puede proclamar su odio a ciertos periodistas, pero no hay sobre la mesa una «ley mordaza»
Segundo, prioriza las palabras sobre los hechos. A diferencia del contexto que dio origen a su ascenso, el Gobierno de Milei, pese a su agresiva retórica contra la prensa o la «casta», no ha avanzado con acciones institucionales sistemáticas que socaven la democracia. El presidente puede proclamar su odio a ciertos periodistas, pero no hay sobre la mesa una «ley mordaza». La justicia, por su parte, sigue frenando políticas oficiales sin sufrir una presión asfixiante. La preocupación republicana del PRO parece basarse más en los tuits del presidente que en los boletines oficiales del Estado.
Tercero, y quizás lo más importante, vive desconectado de la cultura política actual. El fanatismo del PRO por las formas y la moderación choca frontalmente con una realidad global: el consenso y los buenos modales han dejado de ser rentables electoralmente. Hoy son percibidos como debilidad. Los movimientos políticos de éxito en Occidente, desde Trump hasta el propio Milei, avanzan utilizando la confrontación como un vehículo. Es un tren de alta velocidad que te lleva al poder o, si te quedas parado en la vía, te pasa por encima.
La nostalgia es una pésima consejera en una arena tan cruel como la política. El poder se persigue y se conserva adaptándose a la realidad, no a los recuerdos. Aferrarse a un ideal de formas y discursos ya caducos solo empuja al PRO, y con él a buena parte de la política tradicional, a una fantasía que pronto podría definir su peso real: la más absoluta irrelevancia.
