Dos frustraciones amargaban la vida del profesor Gazzara en el otoño de su senectud y en la primavera del 2025: no haber participado de la programada misión latinoamericana a la Luna de 1975; y no haber reencontrado a su novia de la adolescencia, Golondrina Luna.
La coincidencia del apellido de su ex novia con el satélite natural, único en orbitar la Tierra, intensificaba la pena. Golondrina y Gazzara habían dejado de verse, como los astronautas habían dejado de viajar a la Luna en los últimos cincuenta años: porque sí, por desidia, por el inane paso del tiempo. Descubrimos una ausencia cuando ya es tarde, recuperamos una presencia cuando podemos. El nombre de la mujer, por lo inusual, habría sido una ventaja para encontrarla. Pero Golondrina, a diferencia del satélite, no había vuelto a aparecer.
En el primer lustro de la década de 1970, Gazzara integraba un programa expedicionario a la Luna configurado por el presidente Nixon. La iniciativa se remontaba a los años ’60, cuando el presidente Kennedy había fabricado la también frustrada Alianza para el Progreso.
Solía ocurrir un malentendido en la percepción de ambos presidentes. Mientras que a Kennedy, que había acompañado el desembarco de los exiliados cubanos en Bahía de los Cochinos de 1961, había interceptado con amenaza nuclear los navíos rusos en las costas cubanas en octubre de 1962, y había desafiado a la URSS en un combate a todo o nada por la libertad en el mundo, se lo consideraba un pacifista; a Nixon, que había tejido una entente pacífica sorpresivamente exuberante con la China maoísta y consecuentemente la detente con la URSS, y había dejado un mundo inéditamente más calmo que el recibido al asumir, se lo consideraba un belicista.
Kennedy decuplicó la presencia norteamericana en Vietnam, tímidamente iniciada por Eisenhower. Nixon retiró la mayor parte de los soldados americanos de Vietnam e inició el proceso, concluido patéticamente por su forzado sucesor, Richard Ford, de la retirada total. Nixon lanzó exitosamente el primer viaje tripulado a la Luna como una señal inequívoca de hermandad universal.
La Alianza para el Progreso fue un remedo del Plan Marshal que la administración Kennedy elucubró para Latinoamérica, con el propósito de enfrentar la avanzada comunista en el continente, encabezada por la inaudita revolución castrista. La América de Eisenhower había permitido empática, con Nixon como vicepresidente, el acceso de Castro al poder en una isla a pocos kilómetros. A Kennedy le tocaba pagar los platos rotos del enfrentamiento. La Alianza para el Progreso fue erosionada y finalmente disuelta por el guevarismo en curso: literalmente Guevara se reunió con primeros mandatarios tan improbables como Frondizi, para abortar el plan Kennedy, que habría traído a la región una prosperidad aún demorada.
En el apogeo de entre su primer y segundo mandato -la mayor diferencia electoral a favor lograda nunca por un presidente estadounidense hasta esa fecha-, Nixon tramó secretamente una Alianza para el Progreso Espacial: un grupo de astronautas latinoamericanos viajaría a la Luna con el auspicio de la gran democracia del Norte. Sería el comienzo de una alianza consistente que reforzaría las relaciones entre ambos hemisferios.
Participaban de la iniciativa en orden alfabético Argentina, Brasil, Colombia, Chile, Uruguay y Venezuela. Paraguay se había negado. Centroamérica no fue convocada. Quedaba confuso el rol de Panamá, la documentación y los testimonios son demasiado imprecisos como para citarlos.
Los respectivos individuos fueron convocados, y entrenados, aleatoriamente, todos juntos y por separado, a lo largo de los años 1972 y 1974, a Houston, Quantico y el desierto de Sonora. La diana estaba lista para sonar en el primer semestre del ’75 cuando, en el segundo semestre del ’74, en la deriva del caso Watergate, Nixon renunció al mandato por el cual había luchado durante toda su existencia.
El primer inquilino de la Casa Blanca en desalojarse, sentenció la odisea latina. Cada cual regresó a su pago, alguno permaneció en Norteamérica. La melancolía y el desgaire del profesor Gazzara no pudieron ser atemperados por el tiempo. La diferencia entre el fracaso y la oportunidad perdida es la acción: se parecen mucho, pero son totalmente distintos. La falta del intento es la peor herida del alma.
En su defecto, Gazzara buscaba a Golondrina Luna. Interpretar que Gazzara la requería porque se apellidaba igual que el objetivo de la abortada expedición es una chorrada freudiana ajena a este periplo. La buscaba porque era suave, cálida, bella, porque nunca había olvidado la fragancia de esa piel, el brillo discretamente procaz y furtivo de esa mirada, la voz en la penumbra, y el deseo tan inconcluso como el viaje inter espacial del ’75. Se habían dejado como dos asignaturas pendientes. Si la encuentro, se decía Gazzara, hallaré en ella el consuelo de los años que me restan. Nuevamente desoigamos los cantos de sirena de la farmacopea de la mente: era verdad.
Publicó avisos clasificados, hojeó microscópicamente las guías telefónicas, recorrió el país, la llamó al garete por megáfono, en camiones de colchonero y bicicletas de afilador, revivificó sus contactos internacionales, acudió a celebridades, conductores de televisión, locutores radiales, políticos, inventores, dueños de clínicas, empresarios hoteleros, directores de hospitales. También revisó cementerios y morgues.
No había conocidos en común. Golondrina y Gazzara no habían alternado en un colegio u otra institución, sino en Plaza Francia, cuando ella salía a pasear y él a practicar un por entonces inédito footing. Había sido un encuentro providencial, luego sostenido en ambas casas en ausencia de los padres, para finalmente disolverse en el porvenir.
¿Cómo podía haberse esfumado del maldito planeta Tierra una mujer con ese nombre? ¿O acaso había ella también integrado una misión secreta, esta sí fructífera, compuesta por mujeres, a un planeta habitable y aún desconocido?
Decíamos que en su otoño octogenario el profesor Gazzara transitaba el final envuelto en un halo de amargura. De pura casualidad vino a dar a uno de los pocos restantes peloteros donde los niños festejaban sus cumpleaños dentro de gigantescas maquetas de goma Eva. La réplica del Apolo Once se agitaba con un viento interno en el centro de la sala. Los chicos de 8 años apenas si le prestaban atención al cohete de plástico inflable. El profesor Gazzara había entrado para, por medio del estipendio de un café, poder pasar al toilet. Del toilet de damas salía Golondrina Luna.
Un instante previo, el profesor pedía la toalla. Ahora el resto de sus sentidos se apagaron. Solo tenía conciencia para ella.
La interceptó.
-Golondrina.
Ella lo miró primero con sorpresa. Luego con un gesto de fastidio.
-Ah, sos vos -le dijo-. ¿Por qué no te dejas de escorchar? Me cambié el nombre hace siglos. Nunca me gustó. Siempre me preocupó cruzarte. Ya está. Se terminó hace siglos. ¿No te diste cuenta que si no aparecía era por falta de ganas? ¿Qué buscás?
El profesor quedó demudado, y aún humillado de un modo que dejaremos en el respeto del silencio. En el camino a su casa, como un elefante al cenotafio, miró con una sonrisa sardónica una Luna llena imposible, más grande que sí misma.