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viernes, mayo 9, 2025

La nueva historia de Marcelo Birmajer: Salvado

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Beto se había aficionado a los cuadraditos de salvado como delgadas láminas de corcho. Fáciles de masticar, de un sabor decisivo y singular, reemplazaban sin pena al pan, que engordaba y nunca lo había terminado de cautivar. La idea de sándwich había perdido su encanto en el despojado universo gastronómico de Beto: excepto alguno de miga sorprendente.

¿Choripán? Por un lado el sabor no lo convocaba. Tampoco era liviano. Y no descartaba la posibilidad de perder un diente en la corteza. Cuando el asador se acercaba con la bandeja de embutidos, Beto miraba para otro lado. Abandonando remiso la cincuentena, el choripán no era algo que extrañara de entre los hábitos de su juventud.

Esos cuadraditos oscuros, más bien pequeños rectángulos, mejoraban sus desayunos o meriendas. Si una novia lo visitaba, quedaba bien acompañando la cena con esa delicatessen. Ensalada con tostines blandos de salvado. Por una noche, le prestaban atención como si cobijara algún conocimiento.

Finalmente se decepcionaban; pero las horas de admiración valían. El fiambrero que se las vendía declamaba: “Estos negritos están hechos con una prensa de compresión, tecnología alemana. Dos de éstos a la mañana, y no necesitás comer más nada hasta la noche”.

Impostaba un cierto acento italiano. Pero los elogios eran invariablemente para la técnica de compresión germana. “Una presa panificadora”. La compra e ingesta de negritos de salvado llevaba un año y un semestre. El precio no era favorable; pero tomando en cuenta que no se daba ningún otro gusto, Beto se lo podía permitir.

Cierta tarde fría de mayo -Beto solía comprar por la mañana-, al entrar al comercio lo sorprendió la presencia de una mujer. Debía andar por los cincuenta, apenas más joven que Beto y el almacenero. Sin preguntar respecto al cambio del titular del mostrador -en ningún caso le incumbía-, Beto pidió su paquete de pequeños rectángulos de salvado. La mujer lo miró perpleja.

-Los tostines de salvado -insistió Beto-.

La mujer replicó con otra mueca de ignorancia.

-Yo compro acá, todos los días, esos negritos de salvado.

-No, no -declaró la mujer-. No los trabajamos. Ya no se hacen.

No era la primera vez, en distintos locales, de distintos rubros, que el fantasma de Dimensión Desconocida se cobraba un palmo de realidad. La vida, en su permanente castigo contra el hombre bueno, desplegaba todo tipo de emboscadas. Beto sabía que era inútil insistir. A su boca asomó la explicación lógica: “Compré la semana pasada”. ¿Pero a qué conclusión llegaría? La dama del mostrador pondría cara de que Beto fastidiaba. ¿No le había dicho ya, dos veces, que allí nunca habían vendido, ni venderían, tostines de salvado, negritos, o como quisiera llamarlos?

Beto se marchó cabizbajo, cariacontecido, melancólico. Esa misma noche lo visitaba Angélica. La ensalada no tendría distinción.

Pero con el correr de los días, le costaba resignarse. No sólo faltaban los tostines de salvado, ¿qué se había hecho del almacenero que tan mal fungía el acento italiano? Le recordaba, con una sonrisa sardónica, al tío francés del vino Termidor. Un detalle de genialidad de los responsables del casting de aquella publicidad, consistía en haber conchabado a un fulano que pronunciaba el francés como una caricatura. Beto se apersonó en el almacén.

-¿Llegaron los negritos de salvado? -preguntó como si nunca se hubiera hablado del tema.

La almacenera hizo que no con la cabeza, mirando para otro lado.

-¿Y qué sabemos… -continuó Beto, en el mismo tono casual- del señor que atendía?

Era tan malo fingiendo indiferencia como el ausente imitando acentos.

-Cambiamos de firma -sentenció ella por toda respuesta-.

-En buena hora -se escuchó felicitar Beto-. ¿Con qué puedo reemplazar un pan figaza?

Nunca en su vida Beto había mencionado una variedad de pan. Todas lo deprimían: miñón, milonguita, francés. Por otra parte, no distinguía una de otra. Pero la consulta tuvo un efecto benéfico en la patrona. Imperceptiblemente, comenzó a tratarlo bien. Le vendió unos tostines de alfalfa. Al regresar a comprarlos, con el pasar de las semanas, se fue estableciendo cierta simpatía con Genoveva, como se llamaba la viuda.

La primera tarde de domingo fue en el departamento de Beto. Pero luego pasaba tiempo en el PH de Genoveva en José Mármol, más espacioso, con un jardincito. A Beto le gustaba tanto el jardín como la relación. Genoveva guardaba parte de la mercadería en un sótano. De vez en cuando le pedía ayuda a Beto para subir paquetes de pan lactal, latas de galleta marinera, bandejas de alfajores artesanales. A Beto le hacía doler la cintura. Había una carretilla al fondo, y rampa. Pero Genoveva no sugería su usufructo.

Un anochecer en que Genoveva había salido a jugar a la quiniela, Beto decidió bajar por su cuenta al sótano y utilizar la carretilla. Subiría los paquetes acostumbrados, sin mencionar que había descubierto la rueda. Pero al cargar las torres de pan lactal y los bolsones de snacks, la última pared del bunker le llamó la atención. Algo en la rugosidad, el color, la textura… Símil corcho. Golpeó con un dedo. No era hueco ni concreto. Repitió el contacto. Instintivamente, se llevó un dedo a la lengua.

Era un muro de tostines de salvado. No se habían esfumado. No eran un recuerdo inventado. No se habían descontinuado. Genoveva los había ocultado en el fondo de la Tierra. Transido en una fuerza desconocida, Beto empujó la carretilla contra el aglomerado de tostines. Retrocediendo y avanzando, sin cejar en el talado de esa estructura compacta pero lábil, venciendo a la tecnología del presado germano, Beto consiguió abrir un hueco en la pared.

En esa instancia, ya podía desmigajar los ladrillos de salvado. Llegó al final de un bloque de metro y medio. Del otro lado, contra una pared de cemento, se hallaba con los brazos a la espalda, el rostro con barba de días y expresión famélica, el almacenero.

– Aiuto, aiuto -logró articular el cautivo, apenas Beto le quitó la mordaza de la boca-. Juntos huyeron por la puerta central, antes de que Genoveva regresara.

Ya en la casa de infancia de Godofredo, como se llamaba el hombre, le narró su desventura. Era nativo italiano, llegado al país en 1980. Habían casado -Genoveva con 30, Godofredo cuarenta-, y vivido 20 años de feliz matrimonio. Pero al cumplir cincuenta, Genoveva le había manifestado ya no sentirse atraída.

Tras un año de desamor, cuando Godofredo quiso dar fin a la entente, Genoveva lo había atado mientras dormía y encerrado en el sótano, en las condiciones en que Beto lo hallara.

Su único anhelo era regresar a su Roma natal. Prescindía de cualquier posible denuncia.

Beto meditó cuidadosamente sus alternativas. Genoveva ya estaría al tanto del desencadenamiento de los sucesos. Podía optar por volver a Mármol como si nada hubiera sucedido, incluso comentar, con su recién descubierta capacidad dramática, que había subido los tostines de salvado, como quien no quiere la cosa. O, por lo contrario, aceptar que había prejuzgado el acento italiano de Godofredo, y a la vez agradecer a la suerte por haberse salvado.

Redacción

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