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domingo, agosto 10, 2025

La ofensiva imperialista en América Latina y los retos para la construcción revolucionaria

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Este texto forma parte de la exposición internacional hacia el Congreso Nacional del Movimiento de los Trabajadores Socialistas (MTS) en México.

Este texto forma parte de la exposición internacional hacia el Congreso Nacional del Movimiento de los Trabajadores Socialistas (MTS) en México. Aporta un análisis profundo y actualizado sobre la situación política, económica y social en América Latina, centrado en la subordinación imperialista, la militarización y las resistencias obreras y populares en la región.

Está dirigido a la militancia del MTS y abierto a la izquierda, el activismo y los sectores que enfrentan los planes de ajuste en México, con el objetivo de fortalecer una comprensión estratégica de los desafíos actuales y contribuir a la construcción de un proyecto político de independencia de clase, internacionalista y anticapitalista, que oriente la intervención revolucionaria en el contexto de crisis global.

Con base en el balance regional y la experiencia concreta de la clase trabajadora y los pueblos latinoamericanos, planteamos la necesidad de articular luchas y construir una izquierda revolucionaria capaz de disputar el poder frente a las nuevas formas de dominación impuestas por los capitalismos dependientes y la ofensiva imperialista.

América Latina como teatro de operaciones de la ofensiva imperialista

En el marco del debilitamiento relativo de la hegemonía estadounidense y la disputa estratégica con China, Washington busca recomponer su control hemisférico combinando presiones militares, económicas y diplomáticas —el papel del Estado israelí y sus grupos empresariales transnacionales forman parte del mapa global imperialista, con crecientes inversiones en minería, tecnología y agroindustria en América Latina, buscando asegurar su posición en la región y legitimando su régimen mediante alianzas con gobiernos subordinados—. El trumpismo expresa con mayor crudeza esta orientación —aranceles punitivos, chantajes migratorios, amenazas de sanciones y “extraterritorialidad” policial—, pero la tendencia trasciende los vaivenes electorales y se ejecuta con variantes bipartidistas, donde los demócratas la recubren de “multilateralismo” y retórica de derechos humanos para legitimar sanciones, “cooperación” militar, condicionalidades financieras (FMI/BID), instrumento de aplicación del T‑MEC y aumento del control migratorio; los republicanos privilegian la confrontación abierta —con aranceles generalizados, designaciones y amenazas de “narcoterrorismo”, guerra comercial con China—. En ambos casos, se mantiene un diseño de presión sobre cadenas de valor (nearshoring/CHIPS‑IRA), [1] securitización fronteriza y persecución política de la disidencia, mientras la subordinación estratégica de la región al capital transnacional y al Departamento de Estado se renueva mediante regímenes de excepción, extractivismo y endeudamiento.

Por otro, se consolidan mecanismos de dependencia económica: servicio de la deuda externa como ancla de ajuste, disputa por recursos estratégicos (litio, cobre, hidrocarburos, agua), nearshoring orientado a cadenas de valor controladas por multinacionales, y regímenes de excepción laboral y fiscal para la inversión.

Este proceso adquiere rasgos de recolonización de nuestros países. Por un lado, la imposición de agendas securitarias opera como base para profundizar el extractivismo y disciplinar a las poblaciones y resistencias sociales. En lo securitario, la exportación de doctrinas “antiterroristas” y cooperación militar‑policial instala estados de excepción permanentes, militariza fronteras y territorios y criminaliza la protesta (con leyes “anti‑bloqueos”, figuras de “terrorismo” o “asociación ilícita”). Estos dispositivos protegen corredores logísticos, puertos, zonas francas y megaproyectos (del Darién al Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec) y aseguran el control migratorio externalizado para Estados Unidos —mano de obra vulnerable y disciplinada—, mientras se despliega vigilancia digital cada vez más violatoria (biometría, bases de datos) y batallas jurídicas y de criminalización judicial contra dirigencias sociales o activistas. En lo económico, se consolidan mecanismos de dependencia: el servicio de la deuda como ancla de ajuste y subordinación (al FMI, BM, BID), mayores arbitrajes entre inversionistas y el Estado (CIADI), [2] que buscan blindar las ganancias de las multinacionales y una disputa por recursos críticos de la llamada “transición verde” (litio, cobre, agua) que combina “colonialismo verde” y desposesión. El nearshoring, reforzado por CHIPS‑IRA, reubica eslabones subordinados de cadenas de valor bajo reglas del T‑MEC (de origen, propiedad intelectual, estándares de “seguridad”), mientras aumentan regímenes de excepción laboral y fiscal (como Zonas Económicas Especiales, tercerización laboral y la permanencia y reorganización de sindicatos corporativos “blancos”) para abaratar costos y romper tendencias a la organización obrera. El resultado son las bases extractivo‑securitarista que integra aparato militar, capital transnacional y élites locales (muchas veces articuladas con economías ilegales), orientada a disciplinar fuerza de trabajo, abrir territorios y garantizar rentas en nombre de la “seguridad”, la “inversión” y la “transición energética”.

La ofensiva ideológica securitaria es clave. La narrativa de “narcoterrorismo” —con amenazas de designaciones y acciones unilaterales— recrea nuevos “enemigos internos” para el imperialismo y busca justificar injerencias directas en México (sanciones, aranceles, operaciones fronterizas) y legitimar el fortalecimiento de fuerzas represivas, endurecimiento de leyes y vigilancia masiva bajo el argumento de “seguridad”. Este marco fusiona “guerra contra las drogas”, control migratorio y protección de inversiones, aumentando las operaciones militares y policiales que degradan derechos y libertades democráticas, a pesar de los discursos humanistas de la 4T, mientras abren paso a megaproyectos y corredores logísticos de subordinación a las tendencias del capital, orientados a garantizar la extracción de recursos, la desposesión territorial y la inserción dependiente en las cadenas de valor controladas por las potencias imperialistas.

El drama migratorio en América Latina es una de las expresiones más atroces de ésto. Millones de personas son expulsadas por el hambre, el desempleo, la violencia estatal y criminal, o la devastación causada por el extractivismo. En su ruta enfrentan secuestros, violaciones, redes de trata, detenciones masivas, desapariciones y muerte. Las potencias imperialistas recrudecen sus políticas: EE. UU. externaliza su frontera hacia México y Centroamérica, utiliza bases militares y acuerdos binacionales para frenar y disolver caravanas, y ha llegado al punto de convertir Guantánamo en centro de detención de migrantes. Gobiernos subordinados militarizan pasos fronterizos, mientras EE. UU. criminaliza con extrema dureza y deporta a quienes intentan cruzar. En su servilismo, Bukele ha llegado al extremo de secuestrar migrantes venezolanos en el CECOT. Migrantes latinoamericanos son deportados a puntos remotos de África o encerrados en prisiones rodeadas de caimanes. La migración forzada, como parte estructural de la reorganización imperialista del orden mundial, convierte a millones en parias, desechables, mercancía y rehenes, mientras divide a la clase trabajadora. Por eso, luchar contra el régimen migratorio imperialista, por el derecho irrestricto a migrar, permanecer y vivir con dignidad, es una tarea estratégica inseparable de la lucha por una salida revolucionaria y socialista en nuestro continente.

En toda la región hay ejemplos claros del ascenso reaccionario imperialista: una ocupación “multinacional” en Haití reconfigura tutela e intereses sobre la base de la última oleada de abusos cometidos por las misiones de cascos azules —violaciones de derechos humanos, violencia sexual y crímenes contra la población— que dejaron una estela de impunidad; en El Salvador, el estado de excepción instala un modelo de securitización y Estado de excepción permanente; Ecuador militariza la vida civil bajo la retórica de “conflicto interno”; en Perú, la represión contra levantamientos populares expone la asociación entre ajuste y violencia estatal; en Argentina, el gobierno de ultra‑ajuste alinea política exterior y económica con el FMI y Washington; en Panamá y Chile, un esquema extractivo‑securitario convive con olas de protestas que cuestionan concesiones y leyes represivas. México condensa estas tensiones: militarización, externalización del control migratorio al servicio de EE. UU., y una integración productiva (T‑MEC/nearshoring) que refuerza la dependencia al imperialismo.

En este terreno, la articulación sectores estatales–empresariales–criminales produce un clima de violencia regulada y en amplias zonas naturalizada: pactos cambiantes entre altos funcionarios, mandos militares y policiales, contratistas y economías ilegales facilitan desposesión territorial, disciplinamiento laboral y neutralización de resistencias (contra líderes comunitarios, sindicales y ambientales). La etiqueta de “terrorismo” o “delincuencia organizada” habilita el desalojo de comunidades y el despliegue de fuerzas en áreas de interés extractivo y logístico.

Si bien la militarización es un rasgo estructural consolidado desde el neoliberalismo y la llamada transición a la democracia, su tendencia va en aumento en América Latina con las Fuerzas Armadas actuando como garantes del orden dominante y desarticulando los conflictos sociales mediante la fuerza y el control territorial, aún disfrazado de programas sociales en países como México con la 4T o impuesto con regímenes de excepción —en todos los casos con tecnologías más invasivas para controlar territorios, recursos y poblaciones.

Lejos de enfrentar al crimen organizado, este aparato se orienta a vigilar y disciplinar a las poblaciones y a neutralizar resistencias. Las semicolonias de la región se alinean y aumentan el despliegue de tropas en fronteras y territorios estratégicos, aceleran la compra de armamento y tecnología militar. Según el Instituto Internacional de Investigación para la Paz de Estocolmo (SIPRI), el gasto militar en América Latina creció más de un 50% en la última década, con Brasil, Colombia y México como los principales compradores, mientras se expanden bases extranjeras y programas de entrenamiento auspiciados por EE. UU. y sus aliados. La incorporación de drones, sistemas de vigilancia biométrica y software de espionaje fortalece un aparato bélico que, lejos de enfrentar al crimen organizado, se dirige a controlar poblaciones, vigilar movimientos sociales y asegurar territorios de interés económico. Muchas de estas tecnologías provienen de empresas israelíes vinculadas al complejo militar-industrial sionista, que exportan sistemas de vigilancia y represión a gobiernos latinoamericanos, reforzando la represión estatal y las políticas de control social inspiradas en la experiencia israelí en territorios ocupados.

América Latina vuelve a ser teatro de operaciones de una ofensiva imperialista que combina presión geopolítica, pretensiones de nuevas bases militares y contrarreformas internas, reconfigurando dependencias. La respuesta exige un antiimperialismo de clase, articulado regionalmente, que una a trabajadores, juventud y movimiento de mujeres con las luchas antiextractivas, migrantes, democráticas y contra la ocupación imperialista en Gaza, que ponga en el centro la independencia política frente a Estados y burguesías —sean “progresistas” o abiertamente reaccionarias—.

Emergencia de nuevas derechas autoritarias: agentes internos del imperialismo

El ascenso de la derecha y la ultraderecha en la región no es un fenómeno aislado: responde a la necesidad del imperialismo de asegurar disciplinamiento social y ajuste estructural mediante gobiernos fuertes, tendencias a la bonapartización, reconfigurando alianzas y marcos de seguridad. La internacional reaccionaria que articula a republicanos en EE. UU., corrientes conservadoras europeas y referentes latinoamericanos en espacios como la Conferencia de Acción Política Conservadora (CPAC) son su vidriera, dotan de narrativa, recursos y coordinación a estos proyectos.

En Argentina con el ultraderechista presidente Javier Milei se alineó la política exterior y económica con Washington y con Israel —que provee armamento, tecnología y asesorías en seguridad a gobiernos ultraderechistas latinoamericanos, fortaleciendo regímenes autoritarios y su rol represivo—, combinando shock de ajuste, privatizaciones y un dispositivo represivo para criminalizar la protesta social e imponer sus planes. El discurso “antinegocios de la casta” funciona como cobertura para una recolonización económica y nuevos intentos de imposición ideológica anticomunista y negacionista. Milei actúa como pieza clave del campo reaccionario en el Cono Sur, buscando ordenar a la derecha regional y polarizar la situación nacional contra la clase trabajadora, los jubilados, las mujeres, la juventud y sectores movilizados.

En El Salvador, con un extraordinario fortalecimiento de las Fuerzas Armadas y bajo un estado de excepción permanente, el presidente Nayib Bukele avanza en la consolidación de un bonapartismo neoliberal autoritario con rasgos dictatoriales, basado en la concentración de poderes, falta de independencia judicial, la suspensión del debido proceso, violaciones y reformas constitucionales que abren paso a su reelección indefinida. Su régimen opera como un verdadero laboratorio de control social, que busca imponer el disciplinamiento territorial para poner al Estado salvadoreño al servicio de los intereses del capital y del imperialismo. La militarización del país y del aparato policial es pilar del fortalecimiento del régimen, no sólo cuantitativa, sino también políticamente, es presupuestal e ideológico, con implicaciones profundas para la dominación capitalista y la subordinación del país a la agenda imperialista. Parte de esta reestructuración estatal implica reformas estructurales para facilitar el extractivismo y la entrega de recursos naturales a las transnacionales y despidos masivos de trabajadores públicos, para avanzar en la precarización, tercerización y la reducción del gasto social para favorecer la ganancia privada.

Este es el trasfondo de las políticas de limpieza social que implementa el gobierno de Bukele, encubiertas bajo una narrativa de “orden y modernización”. El CECOT y su promoción mediática expresan una lógica de encierro masivo que va más allá del combate a las pandillas e instaura un régimen de vigilancia, castigo y control territorial extendido, en el que la represión se combina con dispositivos tecnológicos, inteligencia artificial y propaganda, todo al servicio de un Estado empresarial y punitivo. Los acuerdos con el capital financiero internacional, el endeudamiento acelerado con el FMI, y los pactos geopolíticos con Washington profundizan el carácter subordinado del régimen. La “eficacia” del modelo salvadoreño se sostiene en la anulación de derechos, el miedo como instrumento de gobierno y prácticas sistemáticas de terrorismo estatal.

En Perú, con Dina Boluarte la dictadura cívico‑militar estabiliza por la fuerza un régimen de guerra contra la clase trabajadora: represión selectiva y masacres en el sur andino, con aval de la OEA y de EE. UU., para garantizar el control de recursos estratégicos y bloquear cualquier salida democrática planteada por las mayorías indígenas, campesinas y populares. La combinación de militarización, extractivismo y contrainsurgencia vuelve a presentarse como “gobernabilidad”.

En conjunto, estas derechas autoritarias son agentes internos de la ofensiva imperialista: aseguran ajuste, orden y apertura de territorios a capitales transnacionales, mientras desmontan derechos y persiguen a trabajadores, juventudes y pueblos originarios.

Gobiernos que colaboran o se subordinan al imperialismo

Junto a las nuevas derechas, hay gobiernos que, sin proclamarse abiertamente reaccionarios, actúan como aliados funcionales del imperialismo, legitimando sus agendas bajo una lógica progresista o nacionalista.

En México, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador y ahora Claudia Sheinbaum, representa un modelo de progresismo parcialmente reformista de continuidad post neoliberal y subordinado al imperialismo, que desde 2019 mantiene una política migratoria, energética, territorial y de seguridad militarizada en colaboración con Estados Unidos. Aunque la 4T plantea la defensa de la soberanía nacional, en los hechos ha consolidado una política nacionalista-autoritaria de contención y orden social con alineamiento estratégico con Washington, compatible con las necesidades del capital transnacional.

El respaldo popular a la 4T no es sólo un fenómeno electoral o pasivo, sino el resultado de un proyecto de hegemonía en disputa, que combina elementos de consenso y coerción. Morena ha canalizado demandas sociales postergadas mediante una narrativa de regeneración nacional, reforzada por medidas como aumentos al salario mínimo, la Ley Silla y programas sociales que han generado identificación en amplios sectores populares. A esto se suma el discurso ideológico del “humanismo mexicano” y el lema “primero los pobres”, que busca contraponer una vía de cambio pacífico (electoral) a todo camino de lucha radicalizada o de confrontación sistémica (incluyendo la vía armada identificada con las guerrillas) y deslegitimado desde el poder. En ese marco, la llegada de Claudia Sheinbaum a la presidencia —como mujer de trayectoria académica y de izquierda— es presentada como parte de una transformación histórica que haría innecesaria la confrontación radical. Al mismo tiempo, la 4T consolida un bloque en el poder que refuerza el control territorial, militar y político del aparato estatal, articulando esa acumulación con una reconstrucción del prestigio de las Fuerzas Armadas, presentadas como portadoras de un nuevo consenso institucional que naturaliza su papel central en la vida civil, la seguridad interna y la conducción del Estado.

En esta construcción hegemónica, el ejército ha sido reposicionado como columna vertebral del nuevo régimen, bajo un discurso de confianza, eficiencia y “patriotismo”. Su papel ya no es sólo operativo, sino estratégico, como garante del orden interno y como actor central en el modelo económico y territorial de la 4T. Bajo López Obrador, se consolidó un proceso de militarización estructural, al otorgar mando civil a los militares en múltiples áreas clave: desde la construcción de obras públicas estratégicas como el Tren Maya, el AIFA y cientos de cuarteles y hoteles, hasta el control de aeropuertos y aduanas desde 2020 (incluyendo Ciudad Juárez, Lázaro Cárdenas y Veracruz), la red de carreteras y puertos, y la administración de la Guardia Nacional, que bajo el mando de la Sedena opera funciones de seguridad pública y disolución de la protesta social. También ha desplegado tropas en las fronteras sur y norte para contener los flujos migratorios.

Un ejemplo clave de esta articulación entre hegemonía, militarización y subordinación imperialista es el Tren Maya, presentado como proyecto de desarrollo nacional, pero proyectado hacia la integración económica regional como parte del corredor interoceánico y la relocalización de cadenas de suministro estratégicas para EE. UU. Esta obra reorganiza el territorio bajo criterios logísticos, extractivistas y de seguridad, al servicio de un reordenamiento capitalista del sureste mexicano. No es un tren de pasajeros para el pueblo trabajador, sino un eslabón geoeconómico que fortalece la articulación del país como puente comercial subordinado al imperialismo, afectando profundamente territorios de autoorganización indígena y popular.

Con Sheinbaum, la política de seguridad se refuerza con figuras que concentran coordinación militar e inteligencia policial, como Omar García Harfuch —heredero del general Javier García Paniagua, uno de los arquitectos de la «guerra sucia»—, que funcionan como garantes de orden ante sectores medios y populares, en un contexto de crisis estructural y recomposición del régimen. Esto constituye un intento de construcción de hegemonía en un terreno “desorganizado”, donde se busca imponer una dirección moral y política desde el Estado, pero sin romper con las estructuras del capital ni con el tutelaje imperialista. Un progresismo subordinado que canaliza malestar social sin abrir cauces emancipatorios reales, mientras militariza la vida pública y reprime la movilización popular, como quedó evidenciado con la impunidad del ejército en el caso Ayotzinapa —donde la narrativa oficial desmontó la “verdad histórica” de Peña Nieto, pero sustituyó una verdad plena por una verdad militarizada, con encubrimiento a altos mandos y exoneración del general Salvador Cienfuegos, arrestado en EE. UU. por narcotráfico y luego liberado tras presiones diplomáticas de AMLO. La impunidad de Ayotzinapa es el blindaje del ejército y de un régimen que se dice del pueblo, pero se sostiene sobre la continuidad represiva.

Este tipo de progresismo subordinado no es exclusivo de México. Gobiernos como los de Lula en Brasil, Petro en Colombia, Boric en Chile o Xiomara Castro en Honduras, bajo discursos de soberanía o justicia social, mantienen tratados comerciales que benefician al gran capital, refuerzan el control migratorio en articulación con EE. UU., impulsan políticas represivas contra protestas sociales y despliegan sus fuerzas armadas en función de la seguridad hemisférica dictada por Washington. Esta colaboración sin subordinación formal cumple un papel clave para el imperialismo: garantizar estabilidad en sus zonas de interés con gobiernos que aún conservan legitimidad popular, logrando así una contención más eficaz de la lucha de clases y una gobernabilidad no idónea para Trump, pero funcional a los intereses del capital transnacional.

La soberanía en América Latina se encuentra profundamente vaciada de contenido: subordinación a los organismos multilaterales como el FMI o el BID, injerencia militar y diplomática por parte de Estados Unidos, con una pérdida en aumento del control sobre los recursos naturales, así como de las principales infraestructuras estratégicas. En este escenario, ni los gobiernos de autodefinen progresistas han impulsado una estrategia real de ruptura con el imperialismo. El llamado “nuevo progresismo tardío”, como el de Lula en Brasil o Petro en Colombia, se mueve dentro de los marcos del régimen capitalista, apostando a la conciliación con EE.UU., China y la burguesía nacional, bajo una lógica de compatibilización entre reformas mínimas y estabilidad para el capital.

Nos enfrentamos a una serie de izquierdas: por un lado, sectores adaptados al orden establecido que legitiman sus instituciones; por otro, expresiones que, aún siendo combativas, permanecen en acciones aisladas o impotentes o electorales. Frente a esto, es necesario construir una izquierda revolucionaria, obrera y socialista, que luche por partidos con vocación de poder de los trabajadores, basado en organismos de autodeterminación de los explotados y oprimidos, y estrategia socialista, articulados y agrupados internacionalmente para enfrentar al imperialismo y al capitalismo a escala mundial.

Intervencionismo abierto: Haití y Centroamérica como zona de control estratégico

Bajo el disfraz de una “misión de paz” o “ayuda humanitaria” en Haití, el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó una operación liderada formalmente por Kenia, más tropas de semicolonias como Jamaica, El Salvador, Bahamas, Guatemala, Belice, Barbados, pero bajo el comando logístico, financiero y estratégico de Estados Unidos y Canadá. Esta intervención neocolonial no busca resolver la grave crisis social que atraviesa el país, sino restablecer un régimen títere que impida una nueva irrupción social, como la que desafió al régimen en 2018-2019 en una dinámica que amenazaba con abrir un proceso revolucionario. La operación responde a la necesidad del imperialismo de evitar que Haití se convierta en un ejemplo de ruptura popular, y a la vez en una base desestabilizadora en el corazón del Caribe.

En Centroamérica, el imperialismo ha consolidado una estrategia de control territorial y migratorio de carácter estructural, asentada en una estrategia de militarización, acuerdos bilaterales de seguridad, fuerzas de contención y cooperación policial directa. A través del Comando Sur, la DEA, y el Departamento de Seguridad Nacional, EE. UU. coordina el despliegue de bases, retenes, dispositivos de inteligencia y programas como CARSI o el Plan Alianza para la Prosperidad, apuntalando un muro militar interno desde la frontera sur de México hasta Panamá. Esta militarización no sólo tiene un rol disuasivo frente a la migración, sino que garantiza condiciones para el avance de proyectos extractivistas, como los megaproyectos mineros, energéticos y logísticos al servicio del las transnacionales.

Gobiernos como los de Guatemala (Bernardo Arévalo), Honduras (Xiomara Castro), aunque en absoluta desigualdad, colaboran con esta estrategia de control. Ni Arévalo ni Castro han roto con los marcos de subordinación imperialista; su orientación reformista se somete a los condicionamientos de EE. UU., del BID y del FMI, aceptando planes de militarización y vigilancia. En el caso de Ortega en Nicaragua, el régimen se escuda en un discurso antiimperialista, pero sostiene un control represivo interno que no impide la penetración del capital chino y ruso, sin romper con las lógicas de acumulación extractiva. Con Nayib Bukele, El Salvador oscila entre ser un patio trasero subordinado al imperialismo y un aliado estratégico de la ultraderecha global.
La región, en ese sentido, combina la tutela imperialista directa, regímenes autoritarios, y reformismos adaptados al orden establecido.

En Panamá, se concentra un proceso más ofensivo de reconfiguración del control geoestratégico. El canal, eje del comercio marítimo mundial, ha sido escenario de una disputa interimperialista, ante el avance de inversiones chinas. En este contexto, la política de Washington, apoyada por halcones republicanos como Marco Rubio, ha buscado disciplinar al gobierno de José Raúl Mulino, quien asumió con un discurso soberanista. Mulino rompió algunos acuerdos portuarios con China y buscó reforzar la soberanía panameña sobre el canal. Sin embargo, la presión imperialista se ha intensificado mediante mecanismos económicos y diplomáticos, y con intentos de revitalizar un ejército panameño prácticamente disuelto tras la invasión de 1989, como forma de garantizar un control local subordinado a los intereses de EE. UU.

En este contexto, Panamá y Argentina vienen siendo lo más dinámico en resistencia a los planes con respuesta social, protestas y luchas contra el ajuste capitalista. Panamá como escenario de masivas protestas durante las jornadas contra la concesión minera canadiense a First Quantum Minerals en 2023, movilizaciones que lograron la suspensión del contrato, mostrando que el país —aunque subordinado históricamente al imperialismo— puede convertirse en un polo dinámico de la lucha de clases en Centroamérica. No es casualidad que el primer destino internacional del Secretario de Estado estadounidense, Marco Rubio, en su nuevo rol estratégico, fuera este país: se trata de una zona clave para el capital estadounidense en la disputa global por las rutas del comercio con el Canal de Panamá y la contención de China en América Latina. En tanto, Argentina ha sido escenario de grandes movilizaciones contra el brutal ajuste de Javier Milei, incluyendo el paro general y la masiva movilización del 24 de enero de 2024. Las protestas muestran la disposición a enfrentar el plan de guerra social impulsado por el FMI y los grandes capitales. Aunque con dirección burocrática, el movimiento obrero y estudiantil ha dado señales de resistencia, expresando un potencial para reabrir el camino de la lucha de clases frente a un régimen que combina autoritarismo, entrega y odio a los sectores populares.

México en la encrucijada: por una izquierda revolucionaria internacionalista

Resumiendo. En México, el fin del sexenio de AMLO y el gobierno de Sheinbaum consolidan un nuevo ciclo político donde el “progresismo” se afirma como garante del régimen, garantizando la estabilidad institucional, el pacto con los militares y la subordinación a los intereses del capital financiero y del imperialismo, particularmente estadounidense. En nombre de una falsa “soberanía nacional”, el gobierno profundiza el extractivismo, mantiene intactas las estructuras de dominación capitalista y extiende la militarización sobre amplias áreas de la vida social, económica y política. Mientras tanto, las direcciones sindicales burocráticas, los partidos de “izquierda” institucional y el conjunto de la oposición patronal no ofrecen ninguna salida para las y los trabajadores, las mujeres, la juventud ni los pueblos originarios.

Frente a esto, y acorde con los avances de nuestra corriente internacional en Francia, el Estado Español, Alemania y Estados Unidos, desde el MTS planteamos la necesidad de construir en México una organización socialista, revolucionaria e internacionalista que luche por una salida obrera y popular a la crisis capitalista, que enfrente al imperialismo, al militarismo y al falso progresismo subordinado al orden burgués. Queremos aportar a forjar un partido revolucionario y estrategia socialista como parte de un partido mundial de la revolución socialista que es por lo que luchamos los que integramos la Fracción Trotskista – Cuarta Internacional y los procesos políticos que se desarrollan en el mundo.

En ese camino, impulsamos la lucha contra el FMI y los organismos financieros internacionales y la dominación imperialista, para ello, articulamos una campaña por la condonación y por el no pago de la deuda, así como contra las sanciones imperialistas que impone Estados Unidos y otras potencias contra algunos países, como Cuba y Venezuela.

Además, con la urgente necesidad de solidaridad internacional con Palestina como parte de la lucha antiimperialista y anticolonialista que debe articularse con las luchas sociales en América Latina, es fundamental elevar la denuncia a la complicidad directa de gobiernos y actores continentales con el Estado de Israel, tanto en apoyo político como en inversiones económicas. Por eso, la primera línea de nuestra lucha antiimperialista hoy está con el pueblo palestino.

Somos conscientes de que solo con una perspectiva internacionalista, de unidad con los trabajadores y los pueblos oprimidos del mundo, podremos enfrentar las nuevas guerras, la catástrofe climática, la ofensiva neoliberal, la persecución y criminalización a las personas migrantes y los regímenes autoritarios, abriendo camino una alternativa socialista de las y los de abajo en perspectiva de un gobierno de la clase trabajadora.

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NOTAS AL PIE

[1CHIPS-IRA: conjunto de leyes de Estados Unidos (CHIPS and Science Act e Inflation Reduction Act, 2022) que otorgan subsidios masivos para relocalizar cadenas de producción estratégicas (semiconductores, energía “limpia”) y reducir la dependencia de China, reforzando el proteccionismo industrial y el nearshoring en América Latina.

[2CIADI: Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones, organismo del Banco Mundial que arbitra disputas entre inversionistas y Estados. Funciona como un tribunal internacional que usualmente falla a favor de multinacionales, imponiendo indemnizaciones millonarias a los países por medidas que puedan afectar sus ganancias.

La ofensiva imperialista en América Latina y los retos para la construcción revolucionaria

Sandra Romero

México | @tklibera

Redacción

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