Movidos por el deseo, Daniel Kitainik e Hilda Ojman –él es psiquiatra y ella, psicóloga– descubrieron el pequeño poblado de Cholila a finales de la década de 1990. Encontraron allí “otra Patagonia”, una que los motivó a cambiar completamente de vida para entrar en diálogo con la naturaleza.
Hilda y Daniel, que hoy tienen 76 años, se conocieron en 1973 cuando hacían las prácticas hospitalarias en el Hospital Pirovano. Estaban recién graduados. Primero fueron amigos entrañables y en 1976 comenzó su vida de pareja. “El año que viene cumplimos 50 años de convivencia”, se emociona Hilda. La profesión siempre estuvo muy presente en sus vidas. De hecho, la casa que fue su última morada en Buenos Aires –y que vendieron para mudarse a la Patagonia– era una casa enorme en Palermo, donde tenían sus consultorios.
“En Buenos Aires teníamos una vida muy intensa en lo profesional. Fueron años de muchísimas horas de trabajo, en lo clínico y como docentes. El primer viaje que hicimos de vacaciones juntos fue al sur y nunca dejamos de viajar a la Patagonia. Fueron naciendo nuestros tres hijos, veníamos al sur siempre en febrero, que era el mes en que veraneaban los psicoanalistas”, recuerda Hilda. Cholila apareció ante sus ojos gracias a uno de los máximos placeres de Daniel, la pesca con mosca. “A Cholila nos fue trayendo un señuelo”, se ríe ella.
Solían acampar más al norte, en destinos clásicos de pesca en Neuquén o Río Negro, hasta que la cantidad de personas en esas áreas se volvió insoportable. Disfrutaban el contacto íntimo con la naturaleza. Excepcionalmente, vacacionaron dos o tres veces en el Caribe pero les tocó muy mal clima. “Ahí dije: tengo 50 años, no quiero renunciar a mi deseo de tener un lugarcito propio en la Patagonia. El mar no es para mí”, dice Daniel.
Los veranos anteriores los habían pasado en familia en el Parque Nacional Los Alerces, en unas cabañas sobre el lago Futalaufquen. “Un día, a la hora de la siesta, ahí escuchamos el nombre Cholila. Uno de los restaurantes que Francis Mallmann tuvo en Buenos Aires se llamaba Cholila, así que, movidos por lo gourmet, algo que siempre disfrutamos, decidimos venir a conocer el pueblito. Llegando al valle de Villa Lago Rivadavia, que antes se llamaba La Bolsa, nos fascinó. Y Daniel puso como condición que tuviéramos algo sobre el río Carrileufú. El deseo es un gran motor”, señala Hilda.
En 2001 comprarían finalmente el terreno que hoy ocupa la hostería Ruca Kitai, a la vera del río Carrileufú. Primero hicieron una cabaña para la familia, que en 2003 empezó a recibir turistas, y en 2011 inauguraron la hostería, que hoy posee siete habitaciones dobles, spa y huerta orgánica.
“Fuimos construyendo este lugar muy lentamente. La buena gastronomía siempre estuvo presente. De hecho, el restaurante fue lo primero que comenzó a funcionar. Daniel aprendió a cocinar de joven, en los campamentos, y en nuestra casa de Buenos Aires teníamos una buena biblioteca de gastronomía. Nuestro relax, todos los fines de semana, era ir a comprar en mercados e invitar amigos a cenar. Nos decían en chiste que teníamos que poner un restaurante a puertas cerradas. Años después, en Cholila pudimos replicar aquellas veladas hermosas con amigos”, señala Hilda.
Los huéspedes que observan con detalle descubren actualmente en cada rinconcito de Ruca Kitai algunos de los objetos más queridos por Hilda y Daniel, los que trajeron de su casa en Palermo: muebles, adornos, escritorios, utensilios. “Son nuestra casa deconstruida habitando distintos rincones”, dice ella.
Y suma: “Este lugar nace con el deseo de compartir con amigos, que siguen visitándonos. La idea era tener una o dos cabañas, un lugar donde la cocina no solo fuese de alta calidad sino el motor del disfrute compartido. En un comienzo cocinaba Daniel. Poco a poco fuimos incorporando chefs experimentados. También se sumó nuestro hijo Alejandro, que estudió y trabajó en turismo. Hoy él maneja el emprendimiento familiar. Como buenos psicoanalistas, decimos que el inconsciente va operando y va marcando y dibujando los caminos a tomar. Ruca Kitai se fue transformando sin tanta intención en la hostería que hoy existe, sobre el río, para que los huéspedes y nosotros mismos estemos a pocos pasos del río”.
Los anfitriones también recuerdan que, cuando llegaron a Cholila, los pobladores hacían sus casitas muy protegidas del viento, que suele ser intenso, y lejos del río. “Nuestra primera construcción –donde hoy funciona el restaurante– replicaba ese concepto. Pero, como para Daniel y para mí, la condición era no darle la espalda al río, nos animamos y, de hecho, la hostería la construimos sobre unos pilotes de cara al río, elevada por las dudas, al igual que nuestra casa, que llamamos La Carbón, hecha de madera quemada”, agrega Hilda.
La hostería se destaca por su cuidado parque, la comodidad del alojamiento y su nutrida biblioteca (lo mejor es tirarse a leer en el diván que acompaña a los sillones, en un lindo guiño al mundo profesional de los fundadores). Los huéspedes –muchos de ellos habitués– cosechan productos de la huerta y los suman a los platos. También se organizan cabalgatas, flotadas, salidas de pesca y experiencias de turismo rural.
De cara al río, Hilda reflexiona: “La vida no es tan consciente, no siempre tomamos decisiones claras y predeterminadas. Siempre digo que hay que tener cuidado, que si seguimos los deseos, se pueden realizar. Eso nos pasó a nosotros: el deseo es un gran transformador. Este proyecto comenzó como un lugar de encuentro para los veranos, pero era tan hermoso vivir acá. La convivencia con los vecinos nos fascinó. Nos encontramos mirando cuál era el próximo feriado para poder escaparnos de Buenos Aires hasta que un año dijimos: ´¿Por qué no nos instalamos acá y vamos a Buenos Aires ocasionalmente?´ El planteo fue muy revolucionario porque era plantearles a nuestros pacientes continuar tratándose vía virtual. En ese momento el servicio de Internet era malo en Cholila. Pero luego la virtualidad se potenció con la pandemia, así como la tecnología. Hoy sigo trabajando apasionadamente con el consultorio, mirando el río, los cauquenes, las bandurrias, las liebres que corren”.
Hilda y Daniel siguen disfrutando de ese rincón como el primer día. Observan que el crecimiento de Cholila “por suerte” es lento y sostenido. “Las personas que recalamos aquí tenemos un denominador común, que es la búsqueda de la convivencia con la naturaleza, la tranquilidad, el silencio profundo. Este lugar es otra Patagonia, como dice mi hijo Alejandro, donde la naturaleza parece exótica”, cierra la psicóloga.





