Stephen King citó a Shirley Jackson entre sus influencias más profundas del horror moderno. Una de las razones es La lotería, el perturbador relato que horrorizó a Estados Unidos y ayudó a definir el terror cotidiano.
En el medio de la plaza, una caja de madera espera. Una urna.
Uno por uno, los vecinos meten la mano. Cuando le toca a la familia Hutchinson, el aire se espesa. El tiempo se detiene. ¿Mirar el papel o no? Las miradas ya parecen condenar. Detrás, unos chicos apilan piedras.
La urna, vieja y de madera, tiene los bordes gastados por el tiempo. Parece una pequeña tumba. Adentro no hay premios. Hay una sentencia.
El escándalo tras la publicación: lectores furiosos, cartas y cancelaciones
En 1948, «La Lotería» se publicó salió en The New Yorker y no pasaron ni 24 horas para que tuviera su propio ejército de haters. Cartas escritas con veneno, suscripciones canceladas y amenazas llegaron a la redacción. “Repulsivo”, “perverso”, “¿qué clase de mente imagina esto?”, repetían.
Estados Unidos vivía la posguerra, vendiendo la postal de prosperidad y familia feliz. Jackson les devolvió otra: un pueblo matando a una vecina como si fuera tradición. Demasiado brutal para el optimismo de la época.
Algunas cartas merecen vitrina. Una decía: “Me avergüenzo de que esta basura se publique en nuestro idioma”. Otra acusaba a la revista de “corromper el espíritu americano”.

Hubo incluso quienes preguntaron si el pueblo existía de verdad. Algunos pedían la dirección para “visitarlo” o “denunciarlo”. Entre las cartas más ácidas, una despachaba sin anestesia: “Usted es una perturbada y su cuento, una desgracia para este país”. Con o sin Google Maps, «La Lotería» ya había ganado su primer premio: un ejército de haters.
Si hubiera habido X o Twitter en 1948, el hashtag #CancelJackson hubiera sido trending topic.
Cuando los juegos de los chicos no son juegos
Pueblo chico y de postal norteamericana. Casas prolijas, vecinos que se saludan, chicos corriendo por la plaza. Un suburbio americano que podría prefigurar a David Lynch. Ahí y así empieza «La Lotería», el cuento que Jackson publicó hace más de medio siglo y es insoportablemente perturbador.
Todo parece festivo: una caja de madera, papeles doblados, familias esperando su turno. El sorteo se hace todos los años. Nadie recuerda bien por qué, pero nadie lo cuestiona. ¿Es para la buena cosecha? ¿Y qué hay de esos pueblos vecinos que lo dejaron de hacer?
Uno por uno, los vecinos meten la mano en la urna – tumba. Pero cuando a Tessie Hutchinson le toca el papel marcado, protesta: “¡No es justo, no es justo!”. No sirve, es tarde. El pueblo entero —sus amigos, sus hijos, ¡sus hijos!— la rodean. La matan a piedrazos. Las piedras que los chicos habían juntado temprano cambian de juego. De mano. Y vuelan hacia ella.
Por supuesto que Jackson no inventó el horror, lo puso en lo cotidiano. Algunos críticos literarios que alabaron su obra vieron en la historia un eco bíblico: un sacrificio para asegurar la cosecha próspera. Otros, una advertencia contra la violencia que se justifica con un “porque siempre fue así”.
En su crudeza, en la calma previa al golpe, en el gótico pueblerino y norteamericano, la historia dialoga con «Un buen hombre es difícil de encontrar», de Flannery O’Connor: otro relato que arranca en un paisaje rural sereno y termina en violencia sin aviso. Pero mientras O’Connor lleva a sus personajes por la ruta hacia un encuentro fatal, Jackson concentra el horror en el corazón del pueblito, donde todos se conocen. «Buenos días vecino, hoy hay sorteo».

«La Lotería» tuvo adaptaciones para televisión, cortos de cine, teatro e historietas. Incluso inspiró un capítulo de Los Simpson —Dog of Death (La muerte del perro)—, donde la mecánica del sorteo se parodia en clave Springfield. Todas cambian detalles, pero el núcleo queda: la violencia puede volverse costumbre si se disfraza de ritual.
La influencia de Shirley Jackson: del terror cotidiano a la cultura pop
Shirley Jackson no necesitó fantasmas para asustar. O monstruos. Su especialidad fue mostrar que el horror puede esconderse en la casa de al lado, en una comida familiar (tal vez envenenada) o en una plaza de pueblo. En sus cuentos y novelas, la violencia aparece latente, natural y familiar. .
Dejó huella. Stephen King la cita como una de sus influencias directas. Neil Gaiman reconoce que tomó de Jackson la idea de que lo extraño puede entrar en lo común sin pedir permiso. Richard Matheson, maestro de lo inquietante y autor de Soy leyenda, también encontró en sus textos un modelo de tensión contenida. Porque, como en sus páginas, todo parece en calma hasta que el zombie asoma en la ventana. Quieto, como si siempre hubiera estado ahí.
En el epílogo de una reedición de Siempre hemos vivido en el castillo, la escritora Joyce Carol Oates comparó al personaje de Merricat Blackwood con Holden Caulfield, el protagonista de El guardián entre el centeno, el clásico de J. D. Salinger: una figura que observa, juzga y, al mismo tiempo, está atrapada en el mundo que critica. Aunque Tim Burton nunca la haya mencionado, Merricat parece salida de su universo: a medio camino entre su estética y la Alicia de Lewis Carroll.
The Haunting of Hill House, la novela gótica de 1959 de Shirley Jackson, fue adaptada en 2018 por Netflix como miniserie. Ganó un lugar muy especial en el corazón de Quentin Tarantino, quien declaró: “Mi serie favorita de Netflix, sin competencia, es The Haunting of Hill House”
Así, el hechizo de «La lotería» sigue intacto en la cultura pop: desde series como Severance, con su cotidianeidad que esconde reglas siniestras, hasta películas que convierten fiestas y rituales en pesadillas distópicas nocturnas o a plena luz del día, como en La purga o Midsommar. La lógica es la misma: una superficie amable, un fondo de espanto.
El 8 de agosto de 1965, Shirley Jackson murió a los 48 años, aislada por una agorafobia que la mantenía casi siempre dentro de su casa. Sesenta años después, La lotería sigue dando vueltas por el mundo: se lee en colegios, se traduce, se adapta, se interpreta y hasta se discute en internet.
Bastante recorrido para un cuento que, en 1948, muchos hubieran preferido dejar apedreado y enterrado. En una urna.