En los últimos días, una publicidad de Falabella Chile ha provocado un intenso debate en redes sociales por incluir a una mujer negra como modelo principal en uno de sus comerciales, un espacio tradicionalmente ocupado por figuras como Valeria Mazza, Cecilia Bolocco o Úrsula Corberó. La controversia en torno a esta campaña —centrada en el arquetipo de ‘la mujer chilena’: quién lo encarna y quién queda fuera— ofrece una oportunidad única para reflexionar críticamente sobre los estereotipos étnico-raciales arraigados en las sociedades latinoamericanas, especialmente en un país como Chile, que hoy experimenta profundas transformaciones en su composición étnica y cultural.
La publicidad no es una extensión de la democracia representativa. Salvo excepciones, no pretende representar lo que somos. Por el contrario, la mayoría de las veces intenta seducirnos por lo que anhelamos, admiramos o aspiramos llegar a ser. Ahí se enclava el conflicto de quienes anhelan una sociedad multiétnica y multicultural, frente a quienes siguen guardando fotos para demostrar que fueron “rubios cuando niños” o, parafraseando a Gabriela Mistral, soñando con el día en que “todos íbamos a ser reyes y reinas”.
Este conflicto no es nuevo. La publicidad y los medios latinoamericanos han reproducido históricamente estereotipos étnico-raciales que sobrevaloran y sobrerrepresentan a personas blancas, utilizando sus cuerpos y rostros como símbolos de éxito económico, prestigio social y belleza idealizada. Estos estereotipos operan como anzuelos aspiracionales, estableciendo tácitamente aquello a lo que todo latinoamericano debería aspirar. Esta representación desigual reproduce dinámicas sociales del período colonial, que todavía hoy forman parte de los mecanismos de inclusión y exclusión de las sociedades latinoamericanas.
La persistencia de estas narrativas raciales en los medios sigue siendo evidente. Recientemente, un reportaje en un diario de circulación nacional abordó las excentricidades del poeta chileno Enrique Lihn durante su residencia en Cuba, mencionando entre ellas que “como si fuera poco, se casó con una mulata”. El exotismo implícito en esa afirmación contrasta profundamente con el valor atribuido a la blancura por los latinoamericanos. Mario Vargas Llosa, en sus memorias, destaca claramente el peso social de ser blanco y rubio en nuestras sociedades cuando describe la situación social de su padre: “Porque Ernesto Vargas, pese a su blanca piel, sus ojos claros y su apuesta figura, pertenecía —o sintió que pertenecía, lo que es lo mismo— a una familia socialmente inferior a la de su mujer”. Este contraste es revelador: mientras la presencia negra se reduce al exotismo, al folclore y a lo marginal, la blancura es un indicador de prestigio, un requisito básico de la representación aspiracional que configura las clases altas latinoamericanas.
En Chile, sin embargo, estas representaciones están siendo desafiadas por transformaciones sociales recientes, especialmente por los masivos flujos migratorios desde el Caribe latinoamericano. Estos movimientos han modificado la composición étnica del país, provocando interrogantes profundas sobre cómo nos definimos y cómo queremos vernos representados. Ya no son tiempos en que una conocida marca de papel higiénico podía hacer publicidad con un hombre negro, alegre y caricaturizado, cuyo español imperfecto reforzaba su exotismo para comodidad del espectador chileno. Hoy, un comercial con modelos de piel oscura no desafía la realidad histórica —los afrodescendientes han estado presentes desde la colonia—, sino que interpela y confronta a una sociedad acostumbrada a que el camino al éxito, bienestar y reconocimiento social representado en los comerciales se vista de pieles claras y cabello rubio. Lo verdaderamente irritante para algunos sectores es que esta publicidad de Falabella no resalta el exotismo, sino la presencia ineludible del otro negro en la sociedad chilena.
Resulta fundamental comprender que estas representaciones y aspiraciones, las manifestadas en las campañas tradicionales de Falabella y otras marcas latinoamericanas, no derivan únicamente del racismo consciente de algunos miembros de la élite. El uso de estereotipos raciales en la publicidad ha sido efectivo porque conecta con profundas aspiraciones colectivas internalizadas en muchas familias chilenas y latinoamericanas: el mito del antepasado rubio, o bien, la esperanza explícita o implícita de “casarse bien” para mejorar el fenotipo de las generaciones futuras, el tristemente célebre “blanqueamiento” como estrategia de ascenso social. Algo que en muchas partes de la región sigue llamándose “mejoramiento de la raza”.
Por esta razón, el marketing ético y las campañas publicitarias comprometidas con la diversidad, aunque valiosas en sus intenciones, enfrentan límites evidentes ante estructuras y estereotipos arraigados por más de cinco siglos bajo la forma de “saberes populares”. La intensidad y el giro del debate público en la última década, tanto en Europa como en Estados Unidos y América Latina, confirman lo difícil que resulta para una sociedad desprenderse de sus viejas estructuras y narrativas. O, dicho de otro modo: que las campañas publicitarias de marcas como Benetton —tan multicolores y diversas como lo permite el Pantone de la piel humana—, o los esfuerzos anuales de la FIFA por proclamar “no más racismo”, tienen, en términos de conversión, la eficacia de una misa luterana en una película de Ingmar Bergman.