El texto que sigue, escrito por Martín Rodríguez y publicado en el sitio panamarevista.com, propone una mirada crítica y a la vez profundamente humana sobre la política argentina y sus desbordes. Rodríguez articula dos planos: por un lado, la descripción del desgaste electoral, el oportunismo de las dirigencias y el vacío de representación; por otro, la contracara silenciosa y concreta de quienes sostienen la vida cotidiana, encarnada en la experiencia de la Casa Posadas, un espacio donde se juega la dignidad en medio de la enfermedad y la pobreza.
Entre el ruido de la política -atravesada por intrigas, operaciones y discursos centrados en el “yo”- y la persistencia de prácticas anónimas que garantizan la gobernabilidad real del país, el autor traza un contrapunto que interpela al lector: ¿qué significa estar politizado en un tiempo donde el bien común parece diluirse, pero donde aún existen gestos colectivos que sostienen lo esencial?
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¿Qué hizo la política con el borrón electoral que se va acumulando? Lo aprovechó. Lo aprovechó con un cierre de listas horrendo. Los días de la lengua más gil: “Nos cagaron entré yo solo”, y todo ese jijii en crónicas donde cagados y cagadores no se distinguen.
Como-si-nada: el reparto del botín de las listas. Y los que quisieron ser lapicera, una vez más, fueron lapicera (sería gracioso releer los tuits del “Operativo Clamor”). Cualquiera que se tomó el mínimo trabajo de interiorizarse encontró argumentos para no ir a votar.
Admitido, entonces, que a la mitad de la población estas elecciones no le interesan (aleatorias en nombres, repetitivas en consignas), parecía todo dado al oficialismo: que voten los fanáticos y que el faltazo se sume al desconcierto general. “Gobernar el caos.” La semana venía así, entre últimas encuestas que le sonreían al gobierno, con la certeza de que Karina Milei se cocinó a todos… Eso parecía. Y ahora parece que eso no fue gratis.
Un “nuevo esquema de recaudación alumbrado” (oootro gobierno con ruta del dinero) termina de romper el aura libertaria. Se sabe que el 99% de lo que se sabe se filtra desde adentro. La dorada trenza de Karina parecía imposible de acariciar. Como dijo Boudou cuando le quitaron el velo de impunidad y se sintió entregado: fueron “los machos del off”.
Ministros y despechados que citan en hoteles céntricos a sus fuentes, se decía. El fuego amigo, el más inflamable.
Dato de color: también ahora surge una nueva teoría conspirativa (“fue el Killer”). A Macri le adjudican lo que antes adjudicaban a Duhalde. El olor a goma quemada no vino de los piquetes: vino de autos que salieron arando desde Nordelta, llenos de dólares. El riesgo de los outsiders como solución para una crisis de representación: representar demasiado. La revolución del hombre común es carísima. Milei contra las cuerdas podrá decir: ¿quién no quiere su botín de dólares, che? Si la casta tiene su ruta del dinero, ¿por qué yo no?
El gran Marcelo Gantman decía que la vida es eso que pasa entre mundial y mundial. Verdad, pero, ¿cuántos gobiernos atraviesa una vida? Vida también es esa que pasa entre gobierno y gobierno. ¿Y qué sigue significando a esta altura estar politizado? ¿Hay una forma no interesada de estarlo? ¿Dónde quedó el otro en esta patria?
Tallemos el verso de Roberto Juárroz: “la única forma de ser otro es ser un poco menos uno mismo”. ¿Y qué significa ser un poco menos uno mismo? ¿Cuánta gente todos los días hace el bien sin selfie, sin mirar a quién? ¿Cuánta gente hace que esto funcione? ¿Qué fuerza íntima sostiene nuestra gobernabilidad, el no estallido, la paciencia infinita?
Entre discursos del yo, políticos del yo, ajustadores del yo, diputados del yo (si lucho y no lo instagrameo, ¿lucho?), recaudadores del yo. Yo y Platero.
Sin embargo, sin embargo, hay cosas que funcionan. Cosas que funcionan solas, sin firma, sin redes. Los semáforos, las guardias mínimas, los repartidores, los trabajadores, los camilleros que fuman en la puerta del hospital, los voluntarios que llevan comida caliente a los cirujas, el tren con furgón lleno, la inercia argentina y la resignación a no hacer de todo algo peor. El don silencioso de los que hacen su tarea. No hay héroe colectivo, ni héroe individual. Hay héroe impersonal. Un bien sin tanta firma. Historias personales, sí, pero en tal caso, sin la marca del “yo”. Sin fichar en la asociación argentina de autores de cosas.
Camila es egresada de la carrera de Trabajo Social. Familia de trabajadores. Su vida ocurre en zona Oeste. Trabaja en la Casa Posadas. Vienen de recibir el mimo de un informe que sacó Telefe Noticias.
La Casa Posadas va a cumplir nueve años y por ahí ya pasaron más de 15 mil personas. Muchos médicos lo llaman “un oasis” porque en medio de la pajarera del Posadas la Casa funciona como un espacio cuidadoso y silencioso, un verdadero hogar para personas que tienen las horas contadas y llegan de todo el país. Un lugar para descansar, comer, ser contenidos.
Casa Posadas es la residencia del Hospital Nacional Posadas que aloja a familiares y pacientes. Cada habitación guarda una historia. Una espera. Un tránsito de dolor compartido. El Estado no es sí o no, en lo que cuenta Camila. El Estado es inevitable. Sostenido en acciones cotidianas. Dice Camila: “El hospital Posadas es un emblema de la salud pública, y dentro nació la Casa Posadas gracias a la colaboración entre el Hospital Nacional Profesor Alejandro Posadas y la Fundación Casa de Jesús”. Para saber qué es esa Casa contemos la historia de un paciente, de Juan.
Juan es argentino, cuarenta y pico, nacido y crecido en Villa Pehuenia, Patagonia. Un pueblo a 1.500 km del que casi no salió. Su llegada no fue por turismo, fue necesidad. Conoció el AMBA porque llegó al Posadas detrás de una interconsulta. En 2013 se había quemado las piernas con un bracero y el diagnóstico fue demoledor: había que amputarle las dos piernas. Llegó en silla de ruedas con la ilusión de evitarlo. Pero el panorama era feo.
“Todos los días al hospital te vienen de Moreno, de Jujuy, de la Quiaca o Merlo y te dicen: ‘ya no hay más nada que hacer’”, dice Camila. El Posadas, última esperanza. Ni hablar que Juan y su mujer llegaron con lo justo. Pero Camila al conocerlo se avivó de algo: Juan arrastraba una depresión grande como una casa, pero invisible a los ojos. Y que incluía un intento de suicidio que ni le había contado a su mujer. “Juan no hablaba, parecía mudo, en realidad tenía mutismo selectivo.”
El partido ya venía 1 a 0 abajo en verdad. ¿Por qué? Porque en el Posadas de toque le tuvieron que amputar una de las dos piernas. Con una sola y lleno de dolor, la situación de Juan era delicada. Y tampoco hablaba. A la amputación le siguieron las infecciones, a las infecciones sus antibióticos, y se agregó la medicación psiquiátrica. “Los ojos de Juan no me los olvido más”, dice Camila que tiene un paragolpes contra miradas fulminantes, pero esta le quedó. La angustia de un flaco de 42 años con osteomielitis crónica.
En la casa había otros pacientes, tan rotos como él, aunque vivían más animados. Muchos de ellos le tiraban buena onda. “¡Siempre hay un roto para un descosido!”, se ríe Camila. Había uno, por ejemplo, enfermo terminal de cáncer. A Camila le decía de cumplir un sueño: casarse antes de morir. La Casa Posadas era la última estación antes del final. Sabía que lo último que iba a ver estaba ahí. Pero el tipo no estaba para el corchazo, estaba para darle el “sí” a la mujer que amaba. Todos se entusiasmaban con el casamiento. Se murió antes.
Así se arma el vecindario de la Casa. Pero el tiempo trajo un paso más para Juan. Camila armó un código: cuando quería comunicarse le escribía en un papel, ella escribía, él respondía. A veces dibujaban con el lápiz en el cuaderno, otras veces con gestos. Cada intercambio hacía puente hacia la voz. Ella ya sabía que cuando a Juan le dijeron en Villa Pehuenia que le iban a cortar las dos piernas literalmente cerró la boca. “Eso es mutismo selectivo…”. ¿Y qué pasó? Pasó algo inesperado.
Con Francella, Cohn y Duprat apenas extreman lo que siempre se quiso del actor: que represente incansablemente alguna variante de eso que ahora llaman homo argentum. Pobre Francella. Consagrado siempre a repetir un 360 de estereotipos criollos. Desde “De carne somos”. En “El secreto de sus ojos” balbuceó una variante del ser nacional más “optimista”.
El homo argentum no existe (pero que lo hay, lo hay… y no puede ser sólo una risa negra para rompernos el ánimo). ¡Un tipo no puede cambiar de pasión!, dijo Francella en ese otro capítulo de sí mismo. Así cazaron de las pestañas al matón en la tribuna.
Lo vimos. Ganó un Oscar. Pero en Casa Posadas ocurrió otro milagro de salvación. Juan podía cambiar de todo… de cara, de casa, de familia, de novia, de religión… le podían cortar una pierna, cortar las dos piernas, pero hay una cosa que no puede cambiar: no puede cambiar de pasión. Lo cuenta Camila: “Jugaba River. Estábamos todos viendo el partido. Yo soy de Racing y lo burlaba. Él me miraba de reojo. Le sonreía, él nada. Pero de pronto, River hace un golazo. Y a Juan se le escapó el grito. El grito con sonido. Todos se quedaron callados. Incluso los gallinas que lo gritaron con él. Desde ese día empezó a hablar”.
Primero lo hacía en tono bajito, hablando solo de River, de los cambios del partido de vuelta contra Fluminense. “Vos podés hablar tranquila, total Racing no juega la Copa”, dijo entre risas. Camila se reía, era cierto. Después fue hablando de otros dolores y pérdidas, de sus hijos.
Camila había operado como una lectora de Pablo Ramos que al “loco mudo” le dijera al oído: “Vení, te vamos a escuchar hasta que puedas escucharte solo”. Así Juan desenroscó la palabra, nadie lo creía: ni los médicos, ni su mujer, ni los otros huéspedes. Los ojos tristes se fueron. Camila llegaba a verlo y Juan la recibía, “¿Cómo estás?”. Ya había retomado otra pasión: la picada. “Tipo once y media de la mañana ya estaba con su salame y queso ahí, cortando y ofreciendo”.
Juan empató el partido: al final solo le amputaron una pierna. Y un día dejó la Casa. Fueron varios meses, fue largo. Pero se fue hablando, con otros huéspedes que fueron sus compañeros en este proceso, personas que también venían de lejos, que hablaban distinto, tonadas que también traían miedo y esperanza. Personas que incluso se entienden sin decir palabra.
“Comparten los pequeños triunfos de cada día”, dice Camila. En cada control al que volvía al hospital pasaba a saludar a la Casa. “A la internación entró mudo y se fue siendo hasta amigo de las chicas de limpieza, las trabajadoras tercerizadas, precarizadas hasta las manos.”
“¿Cómo es un dolor compartido? Es uno que duele menos.” Lo clínico, y lo otro: el trato humanizado. Según Camila, ahí se aprende también de las despedidas dolorosas. Juan mismo, mudo y entendiendo todo, le tocó ver a muchos chicos que se “fueron”. Entraron con un diagnóstico impiadoso.
“Acá te comés la desidia más el estigma por gente que asocia lo público a un vacunatorio vip, pero también hay otra historia. Gente que acá le salvaron la vida. Todos los días el Posadas salva vidas. Casos inexplicables”.
El Estado frente al pelotón libertario funciona como una patrulla perdida, pero al revés que la japonesa: ignora que le declararon la guerra. Camila tiene 30 años y hay compañeros que la joden: “yo trabajo acá hace 30 años”. ¿Habrá Estado, habrá un Posadas, dentro de treinta años? ¿Camila les dirá a otros que ella está hace treinta años dentro de treinta años? Lo habrá. Lo habrá.
Se convive con la muerte y con una pequeña muerte a cierta edad. Cosas sin retorno, goteo, amputaciones, casi en rito, sin saberlo, oxidados, pasan gobiernos, mundiales, rutas de dinero (esa obra pública que ninguna gestión detiene), despedimos padres, madres, amigos, abuelos, nuestros muertos, y entre medio, una muela (“¿Ves? Está partida”), nos vamos en mil cuotas, cortamos el pelo, el pasto que ya no se recupera fácil, las uñas caen y crecen, pacientes, somos gajos.
“En cada ser humano algo sagrado. Pero no su persona. Tampoco la persona humana. Es él, ese ser humano sencillamente”, escribió Simone Weil por los siglos de los siglos. Todo eso indestructiblemente sagrado que, gobierno tras gobierno, parecieran querer romper hace ya demasiados años. Hoy, la deserción al voto compite como una opción de libertad sincera. Hace años que la política es un reloj falso que quiere marcar nuestro tiempo.
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En fin, Rodríguez nos muestra una radiografía brutal y, por eso mismo, necesaria del alma argentina contemporánea. No es una simple crónica política ni un reportaje social; es la superposición de dos realidades que conviven en el mismo territorio pero que parecen haber perdido toda conexión. Es el mapa de un divorcio profundo entre el país del “yo” y el país de los otros.
Por un lado, el autor nos sumerge en el ruido ensordecedor de la política formal. Un universo que describe con precisión quirúrgica: el cierre de listas como “reparto del botín”, las traiciones como moneda corriente (“fuego amigo”), y el discurso público como una interminable selfie de egos inflados. Es la Argentina del “operativo clamor”, de las “rutas del dinero” y de los “machos del off”. Una realidad líquida, performática y autorreferencial, que, como dice Rodríguez, se ha vuelto un “reloj falso que quiere marcar nuestro tiempo”. Es un mundo que genera un hartazgo tan profundo que la “deserción al voto” se convierte en una “opción de libertad sincera”.
Frente a ese estruendo, el autor nos presenta el silencio. Pero no es un silencio de vacío, sino de plenitud. Es el sonido de la “gobernabilidad real”, la que no se debate en los canales de noticias pero que impide que todo estalle. Es el trabajo del “héroe impersonal”: la trabajadora social, el camillero que fuma en la puerta, el voluntario anónimo. Son los gestos mínimos y cotidianos que sostienen la vida mientras la política juega a otra cosa. Rodríguez nos obliga a preguntarnos: ¿quién sostiene realmente este país? ¿Los que firman decretos o los que, sin firma ni red social, garantizan que un hospital funcione, que un plato de comida llegue o que un semáforo cambie de color?
El corazón del texto, y su golpe de genialidad, reside en la historia de Juan en la Casa Posadas. Juan no es solo un paciente; es la metáfora perfecta del ciudadano abandonado. Su “mutismo selectivo” es el silencio de un país que ha decidido callar porque las palabras del poder ya no significan nada. Es un cuerpo herido al que el sistema le dice “ya no hay más nada que hacer”.
Y entonces, ocurre el milagro laico. Lo que no logran los médicos, la psiquiatría ni la buena voluntad, lo logra un gol de River. Ese grito primal que se le escapa a Juan no es solo un festejo deportivo; es un acto de afirmación vital. Es la prueba irrefutable de la tesis de Rodríguez: te pueden quitar la salud, la esperanza, incluso las piernas, “pero hay una cosa que no puede cambiar: no puede cambiar de pasión”.
Esa pasión -por un club de fútbol, por el salame y el queso, por la charla- es lo que lo reconecta con la vida y con los otros. Es el tejido indestructible que la política del “yo” no puede romper. En ese gol gritado se condensa una forma de resistencia. Es la política de los afectos, de la identidad compartida, que se impone sobre la política de los intereses.
Al final, la reflexión nos deja con una pregunta incómoda pero fundamental. El autor no propone una salida cínica o apolítica. Al contrario, nos invita a repensar qué significa “estar politizado”. Quizás, sugiere, la verdadera política hoy no está en seguir el minuto a minuto de la rosca, sino en reconocer y valorar ese “bien sin tanta firma”.
El texto es un llamado a mirar allí donde nadie mira: a la Casa Posadas, a Camila, a los ojos de Juan. Porque es en esos espacios, en esos “oasis” de humanidad, donde se está librando una batalla silenciosa. Es la batalla por lo “sagrado” que, como citando a Simone Weil, reside en cada ser humano. Una batalla que, a pesar del ruido y la furia de los de arriba, este país anónimo y silencioso parece, día a día, seguir ganando.