No es la primera vez que se observa este fenómeno en Argentina ni en el mundo. La construcción de un proyecto de poder personalista genera un realineamiento de fuerzas que, a menudo, atrae a políticos de diversas corrientes. La historia de Occidente está llena de ejemplos de líderes carismáticos que, con diferentes ideologías, han moldeado el poder a su favor.
En el caso argentino actual, el presidente Milei parece centralizar el protagonismo político, buscando aumentar su influencia en el Congreso y los medios de comunicación. Se observa un uso estratégico de recursos públicos para favorecer a medios afines, lo que plantea interrogantes sobre la independencia de la prensa y la necesidad de un contrapoder ante el poder ejecutivo.
Hay que destacar la importancia de la libertad de prensa y los medios independientes en un contexto donde el poder busca ocupar todos los espacios del aparato estatal. La reciente revelación de Hugo Alconada Mon sobre intentos de hackeo a su teléfono y cuenta de Twitter, tras destapar irregularidades, subraya la tensión entre el poder y la crítica.
Y el caso Libra, donde Milei desactiva una comisión interna de investigación tras un triunfo en la capital. Esto plantea dudas sobre la transparencia y la voluntad de rendir cuentas de un gobierno que, en teoría, busca transformar el país.
Es motivo de crítica la actitud del presidente hacia sus opositores, señalando que el respeto y la tolerancia deben prevalecer en el discurso político, incluso ante diferencias ideológicas. La reciente negativa de Milei a saludar al jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires durante un acto religioso es un ejemplo de esta falta de respeto que se extiende a toda la política.
El respeto y la legitimidad deben ser principios fundamentales en la relación entre los diferentes niveles de gobierno. La defensa de valores democráticos se vuelve crucial, especialmente en un contexto donde se justifican actitudes groseras en nombre de un supuesto cambio.
La sociedad argentina debe establecer límites ante un proyecto de poder que puede erosionar las instituciones. La defensa de la democracia y la constitución no debe depender de los resultados económicos o de la lucha contra la inseguridad, sino que debe ser un principio inquebrantable en cualquier contexto político.