En lo profundo de la provincia argentina de La Rioja, al pie de un cerro tan imponente como codiciado, se esconde una historia de resistencia que desafía a las potencias del extractivismo global. Famatina no solo impidió una explotación minera: lo hizo cinco veces. Sin grandes recursos ni campañas internacionales, este pueblo eligió la organización comunitaria, la defensa del agua y una consigna que se volvió bandera: «El Famatina no se toca».
A casi dos décadas de su primera victoria, El País conversó con los protagonistas de esta gesta ecológica que sigue latiendo entre montañas rojizas y cultivos familiares. Lo que allí contaron no es solo memoria: es un mensaje para todo un continente.
El oro de las montañas y el precio del silencio

El cerro Famatina fue, durante siglos, sinónimo de riqueza minera. Desde la llegada de los primeros pirquineros coloniales hasta la explotación industrial de comienzos del siglo XX, su interior fue saqueado por intereses ajenos que no dejaron casi nada para los pueblos del valle. La británica La Mejicana, entre otras, extrajo oro, cobre y plomo con un impresionante cable carril —hoy convertido en atractivo turístico—, pero ni la infraestructura ni la fortuna quedaron en manos locales.
«Para nosotros ese cable carril no es un símbolo de progreso, sino de saqueo», le dijo al periodista de El País Daniel Herrera, nacido en el valle e hijo de agricultores. “De lo que siempre vivimos fue del agua del Famatina. Gracias a ella, cada familia tenía su finca. Ahora, esa cultura agrícola se está recuperando como parte de la defensa”.
El despertar: cómo comenzó la resistencia

En 2005, los rumores comenzaron a subir con la montaña: Barrick Gold, la minera canadiense, planeaba instalar un proyecto a cielo abierto. Sin anuncios oficiales, los movimientos de personal y los vehículos en las alturas encendieron las alarmas. Fue un jubilado petrolero, Francisco «Pancho» Peralta, quien detectó el patrón.
Mientras transportaba turistas por la zona, se topó con un grupo de geólogos que estudiaban el terreno. Uno de ellos, de Barrick, daba instrucciones sobre perforación y extracción. A los pocos días, junto con la docente Carolina Suffich, convocaron la primera asamblea. Apenas fueron ocho personas. Pero ese jueves fue el primero de muchos. En semanas, las reuniones se llenaron. Aprendieron sobre los efectos de la minería a cielo abierto, los riesgos del cianuro y el destino de otras localidades argentinas con agua contaminada. Y decidieron resistir.
La acción directa: bloqueos, gomeras y campanas

En abril de 2007, la asamblea pasó de la palabra a la acción. Quince vecinos bloquearon el camino hacia el cerro. La escena parecía simple: una cadena gruesa, silencio, miradas firmes. Pero fue el punto de quiebre. La Barrick se retiró un mes después.
La historia se repitió —con variantes— cuatro veces más:
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2008: Shandong Gold (China)
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2011: Osisko Mining (Canadá)
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2015 y 2018: Midais y Seargen (capitales argentinos)
La resistencia fue cada vez más dura. Hubo enfrentamientos, espionaje, causas judiciales, cortes de comunicación y noches enteras soportando lluvias y temperaturas bajo cero. Vicenta Luna, integrante histórica de la asamblea, guarda como trofeo una de las gomeras con las que se defendieron de los operativos de seguridad. “Hicimos más de cien”, dijo a El País con una sonrisa.
Una comunidad que eligió el agua sobre el oro

Durante todo este proceso, la identidad del pueblo cambió. Las asambleas fortalecieron el tejido social y revalorizaron el vínculo con la tierra. Muchas familias retomaron cultivos: nogales, tomates, frutales. Otros se volcaron al turismo ecológico. Nadie se hizo rico, pero todos conservaron el recurso más importante: el agua.
Y sobre todo, recuperaron una idea de comunidad. Aunque hay diferencias políticas y no todos asisten a las reuniones, nadie en el valle ignora lo que ocurrió. Y nadie, afirman los entrevistados por El País, permitiría que una minera vuelva a instalarse en el cerro.
El Famatina no se toca: una consigna que cruzó fronteras
En épocas de crisis climática global, el caso Famatina se volvió un faro. Mientras en muchos lugares las luchas ambientales son desarticuladas o reprimidas, este pequeño pueblo argentino logró articular acciones sostenidas, transversales y eficaces. Desde la primera reunión en un salón parroquial hasta las guardias bajo la nieve, lo que nació como una defensa del agua se convirtió en un símbolo de soberanía territorial.
«Defendemos nuestro medio ambiente y la vida sin prisa», reza el cartel que recibe a quienes ingresan al valle. Y es precisamente eso lo que Famatina enseña: que otra forma de vida —más lenta, más justa y más comunitaria— no solo es posible, sino que ya está ocurriendo.