
En este mes en que el pueblo judío conmemora con ayuno y luto el Tishá BeAv —fecha que recuerda las grandes tragedias de la historia judía, como la destrucción de los Templos de Jerusalén y siglos de exilio y persecución—, es necesario hacer un llamado a la lucidez moral y política. Lo que venimos observando en varios países de América Latina, especialmente en los gobiernos de Colombia, Chile y Brasil, es un fenómeno inquietante: una obsesiva centralidad del conflicto israelí-palestino, desproporcionada, descontextualizada y, a menudo, instrumentalizada políticamente, mientras otras crisis humanitarias graves son ignoradas con un silencio que resulta incómodo.
No escuchamos de estos mismos gobiernos una palabra firme sobre los rehenes israelíes que aún permanecen en cautiverio por parte de Hamás, en condiciones inhumanas. No vemos iniciativas consistentes contra los genocidios culturales, como el que sufren los uigures en China. No se ejerce presión diplomática sobre Venezuela, donde la democracia ha sido demolida, millones han sido forzados al exilio y las libertades fundamentales han sido eliminadas. Tampoco se manifiesta solidaridad activa con los ucranianos, víctimas de ocupación, deportaciones y crímenes de guerra. En todos estos casos, la reacción ha sido la omisión —cuando no una neutralidad conveniente.
Más preocupante aún fue el encuentro promovido recientemente por el presidente de Colombia, Gustavo Petro, con la participación del presidente Lula, de Brasil, y del presidente Gabriel Boric, de Chile, bajo el pretexto de liderar una nueva coalición del “sur global”. En lugar de fomentar un proyecto regional de crecimiento económico, inclusión social y fortalecimiento democrático, dicho encuentro se utilizó como tribuna para un discurso ideológico de confrontación, centrado en críticas desproporcionadas a Israel, más que en soluciones para los profundos desafíos internos de sus propios países.
A esto se suma el acercamiento con Sudáfrica, país que hoy se presenta como referente de esta cruzada anti-Israel, pero que lamentablemente ya no representa el espíritu de la lucha contra el apartheid, sino un modelo de degradación institucional, corrupción estructural y tentativa de desviar la atención de sus crisis internas mediante una proyección internacional artificial de liderazgo moral. Esta alianza es un error de juicio —y de prioridades.
Como alguien que cree verdaderamente en un mundo más justo y plural, me siento avergonzado al ver a líderes latinoamericanos optando por alianzas retóricas y selectivas, en lugar de construir puentes concretos hacia el desarrollo, la equidad y la coherencia en la defensa de los derechos humanos.
En este mismo contexto, preocupa el progresivo alejamiento de Brasil de la Alianza Internacional para la Memoria del Holocausto (IHRA) —organismo intergubernamental dedicado a la lucha contra el antisemitismo y a la preservación de la memoria del Holocausto. En un momento en que el antisemitismo también crece en Brasil, muchas veces en lo cotidiano, en las escuelas, en redes sociales e incluso en espacios institucionales, lo esperable sería que el país fortaleciera sus vínculos con los mecanismos internacionales de combate al odio. Retirarse de esa agenda no es solo un error diplomático: es una señal simbólica profundamente equivocada.
La definición de antisemitismo propuesta por la IHRA —adoptada por decenas de democracias— no censura las críticas legítimas al gobierno israelí. Al contrario: establece criterios para que el debate político no derive en deshumanización, negación histórica o discriminación religiosa. Despreciar esa definición es facilitar la normalización del prejuicio.
La incoherencia latinoamericana es hoy evidente. Muchos gobiernos que se proclaman progresistas guardan silencio ante dictaduras, ignoran genocidios, relativizan las libertades y concentran su narrativa exclusivamente contra Israel —lo cual revela, como mínimo, un sesgo ideológico, y en muchos casos, un antisemitismo encubierto bajo retórica humanitaria.
El Tishá BeAv nos recuerda que las mayores destrucciones de la historia no fueron solo causadas por fuerzas externas, sino también por la omisión interna, la cobardía moral y los silencios cómplices. Es momento de afirmar con claridad: los derechos humanos no pueden ser manipulados al gusto de la ideología. O son universales, o son hipocresía.
América Latina necesita recuperar su integridad moral. Y Brasil, en particular, debe reafirmar que no será cómplice del odio, del revisionismo ni del negacionismo —sea contra los judíos o contra cualquier minoría. Defender la memoria, adoptar definiciones claras y rechazar la banalización del antisemitismo no es una causa comunitaria: es un imperativo civilizatorio.
* El autor es Presidente de la Confederación Israelita de Brasil (CONIB) y Comisionado para Asuntos de Antisemitismo del Congreso Judío Mundial.-