32.9 C
Buenos Aires
domingo, febrero 23, 2025

La tumba de las luciérnagas y los colores de lo indescriptible

Más Noticias

Se estrenó en Japón durante 1988, junto a Mi vecino Totoro, y ambas tardaron varios años en llegar a los cines de occidente. Eso no le impidió ser, más adelante, reconocida oficialmente en varios festivales e informalmente en innumerables círculos de conversación. Un clásico del Studio Ghibli y de su director, Isao Takahata: 37 años después, en un puñado de salas, se estrenó La tumba de las luciérnagas en Argentina.

¿Por qué mueren tan rápido las luciérnagas? No puede uno dejar de preguntarse tantas cosas durante toda la película. ¿Qué clase de vida ha sido esa? ¿Cómo pudo ejecutarse alguna vez semejante atrocidad?

Seita y Setsuko, él con 14 y ella con 4, pierden a su madre en un bombardeo sobre la ciudad de Kōbe a finales de la Segunda Guerra Mundial. Es doloroso y parece lo más natural del mundo, que pilas de cadáveres se incineren en fosas comunes, que pueblos enteros construidos en madera se conviertan en un desierto negro desolado por el napalm. Él asume una especie de paternidad abnegada, se entrega por completo y sin quejas al cuidado de su hermana. Se anuda las lágrimas para que ella no lo vea llorar. A ellos les parece lo más natural del mundo, a nosotros no.

En Internet suele mencionarse la particularidad de que esta película fue estrenada en el formato de doble sesión junto a Mi vecino Totoro, película también de la entonces joven productora cinematográfica japonesa Studio Ghibli. Y siempre aparece una cita, sin fuente ni enunciador, explicando: la intención era mostrar «la cara y cruz de la temática que ambas trataban».

Se puede hacer, sin embargo, el intento de pensar el recorrido de cada película desde ese inicio compartido. Mi vecino Totoro, dirigida por Hayao Miyazaki –quien ganó en 2002 el Oscar a la mejor película de animación con El viaje de Chihiro, a la trayectoria profesional en 2014 y nuevamente a mejor película de animación en 2023 con El niño y la garza–, es un canto a la felicidad y la inocencia en la infancia. Dos niñas que encuentran un dios del bosque con forma de oso y sonrisa de gato que las protege y regresa a su casa cuando se pierden en un viaje. No hay más conflicto que ese. Totoro se vuelve emblema de Ghibli, que usa su imagen al comienzo de cada película que produce. Y, luego de que Netflix adquiera el catálogo (casi) completo para ofrecerlo en su plataforma, aparece un estallido de Totoros en figuritas, peluches, cuadernos, tatuajes, etc. Es la ternura por excelencia del animé.

La tumba de las luciérnagas, por su parte, recorrerá un camino empedrado. Como la empresa matriz de Studio Ghibli no contaba con los medios para producir dos películas al mismo tiempo, su distribución estuvo a cargo de la editorial japonesa Shinchosha. Por lo tanto, cuando The Walt Disney Company se hizo cargo de la distribución del catálogo de Ghibli, La tumba de las luciérnagas quedó afuera. Era difícil de conseguir legalmente. Incluso en Netflix se terminó estrenando antes El niño y la garza (2023).

Se trata de una película completamente distinta. No hay colores claros, sino un cielo opaco que acompaña todas las tonalidades del marrón que rodean aquel mundo. La infancia, los juegos y las alegrías de la infancia, sus sabores dulces y sus agitaciones suaves, son decapitadas una y otra vez por un mundo impiadoso.

La única certeza, que se nos presenta desde el primer minuto, es la certeza de la muerte. Nos hiere ver a esos hermanos reír y jugar, ser realmente niños a pesar de todo, porque sabemos que eso no podrá durar. Y acaso también porque no dejamos de identificarnos en esa candidez que nos permite distraernos todos los días de la miseria que nos acecha.

Se puede desdoblar la historia, acercarse a la intimidad pavorosa de personajes que viven la muerte todos los días y terminar coqueteando con el sinsentido de una humanidad destinada a la extinción. Seita roba verduras para alimentar a su hermana y es apaleado por un campesino, la gente se mira de reojo, la solidaridad pareciera existir solamente si hay arroz todavía para ofrecer.

Se puede también mirar hacia el cielo y ver las bombas incendiarias. Entender que Estados Unidos utilizaba esa estrategia militar para mellar la moral del pueblo japonés y recordar que, en una guerra que ya estaba ganada, decidió terminar lanzando dos bombas atómicas. Es un simple producto de la casualidad que se estén cumpliendo 80 años de aquel suceso. No lo es tanto que los genocidios contemporáneos tengan esa misma firma y que podamos imaginar, si lo deseamos, a los Seita y Setsuko que seguramente estén escalando aquellos escombros frente al Mar Mediterráneo que dejaron los bombardeos del Estado de Israel sobre la Franja de Gaza.

Seita mira las luciérnagas en la noche y recuerda un desfile de la Armada Imperial Japonesa. Su padre es oficial y está luchando en el Océano Pacífico. Espera que él vengue todos los sufrimientos que están padeciendo. Canta en soledad, en la humedad del hambre, la marcha que entonces habían tocado, y un dolor le atraviesa el pecho. ¿Dónde estará ahora toda aquella gloria, todo aquel orgullo, del Imperio Japonés que arrasaba pueblos en la costa del Pacífico oriental? Cuando las luces se apagan, las fantasías se vuelven contra nosotros.

Kōbe logró reconstruirse luego de la guerra. Sus edificios son altos, el tránsito es fluido, las luces estallan en cientos de colores. Lo vemos desde una colina junto a Seita y Setsuko. Ella duerme sobre el regazo de su hermano, él gira la cabeza para mirarnos a nosotros. 43 años antes, Seita moría por inanición en la estación de trenes y un guarda lamentaba que esas cosas sucediesen justo en el momento en que estaban por llegar los americanos. Por eso, rápido pero con desgano, se deshizo de todas sus cosas antes de deshacerse de él.
Esa mirada nos obliga a no pasar por alto que aquello que observan desde lejos es la ciudad que los exilió tres veces: cuando decidieron irse a vivir en un refugio antibombas para no sufrir más los maltratos de su tía, cuando murieron de hambre y no tuvieron siquiera la dignidad de ser enterrados (eso imaginamos también de Seita), y ahora en aquel presente, el apogeo del neoliberalismo, que se convence de un futuro brillante cuya luz no permita ver el origen de la crueldad. La del pasado y la que vendrá.

“¿Por qué mueren tan rápido las luciérnagas?”, preguntaba Setsuko. Así es la naturaleza. Lo que no fue natural es que ellos, que brillaron una larga noche, también se hayan extinguido al amanecer.

VER TODOS LOS ARTÍCULOS DE ESTA EDICIÓN

Sergio Lurz

Licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA) y docente.

Redacción

Fuente: Leer artículo original

Desde Vive multimedio digital de comunicación y webs de ciudades claves de Argentina y el mundo; difundimos y potenciamos autores y otros medios indistintos de comunicación. Asimismo generamos nuestras propias creaciones e investigaciones periodísticas para el servicio de los lectores.

Sugerimos leer la fuente y ampliar con el link de arriba para acceder al origen de la nota.

 

- Advertisement -spot_img

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

- Advertisement -spot_img

Te Puede Interesar...

«Quiero que la próxima sea para Trump»: el objetivo del creador de la motosierra que Milei le regaló a Elon Musk

Mariano “Tute” Di Tella tiene 45 años, y su vida transcurre entre el ruido constante de motores y el...
- Advertisement -spot_img

Más artículos como éste...

- Advertisement -spot_img