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domingo, mayo 25, 2025

La urgencia de contar a Centroamérica

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Llevaba 14 años sin venir a Guatemala. En ese año de 2011, durante un solo viaje alucinado, pasé en muy pocos días de Panamá a Costa Rica y de Costa Rica a Nicaragua y de Nicaragua a El Salvador y de El Salvador a Guatemala, y ahora he vuelto a este país con la impresión ineludible de que en Centroamérica el tiempo es distinto: en un año parece que pasaran varias vidas. Aquí hemos venido un grupo de escritores, periodistas y políticos de todas partes; nos reúne el escritor nicaragüense Sergio Ramírez, o un encuentro inventado por él hace ya varios años: se llama Centroamérica Cuenta y se llevó a cabo en Nicaragua hasta que su presencia —la del encuentro, pero también la del escritor que lo inventó— se volvió demasiado incómoda para el estalinismo caribeño de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Entonces esta cita se convirtió en un fenómeno itinerante, o, como me dijo un periodista por estos días, andariego. Y aquí, en esta errancia que ha hecho parada en Guatemala, he podido hablar con salvadoreños, con nicaragüenses, con costarricenses y panameños, y todos nos hemos puesto de acuerdo en que la región atraviesa momentos de dificultad extrema: y todos nos hemos puesto de acuerdo en que esa dificultad no es ni nueva, ni sorprendente.

Guatemala se recupera de la catástrofe política pero también moral que fue la presidencia de Alejandro Gianmattei, un régimen que hizo de la corrupción una forma de vida, que miró para otro lado mientras caían asesinados los líderes indígenas, que persiguió a jueces y encarceló a periodistas (José Rubén Zamora sigue preso) y que en las últimas elecciones trató de inhabilitar a cualquier candidato que representara una amenaza. El que escapó a esas estrategias —el que logró volar bajo el radar, pues en las encuestas no parecía demasiado peligroso— fue Bernardo Arévalo, que hoy es presidente constitucional a pesar de los esfuerzos denodados de las autoridades corruptas. En Centroamérica la historia parece colapsar: el presidente de hoy es hijo de otro presidente, Juan José Arévalo, un exótico progresista que en los años cuarenta, esos tiempos que en América Latina fueron una larga pandemia de dictaduras militares, encabezó el primer Gobierno elegido libremente en la historia de la república. Arévalo trató de traer a este país desigual una especie de New Deal rooseveltiano, pero sus reformas sociales se encontraron con el muro de piedra de una sociedad feudal y conservadora y, además, con una época de intensa paranoia anticomunista: una de sus medidas, la aprobación de una ley que permitía a los campesinos constituirse en sindicatos, hubiera parecido lógica e incluso modesta, pero fue recibida como si se tratase de una nueva revolución soviética.

Y lo demás ya es conocido, sobre todo para quien ha leído Tiempos recios, una de las últimas novelas de Mario Vargas Llosa: las acusaciones de comunismo, las decenas de intentos de golpe de Estado, la presidencia de Jacobo Árbenz, la guerra con la United Fruit Company, la intervención de la CIA y los Estados Unidos, las campañas grotescas de desinformación y de calumnias y, finalmente, la imposición a sangre y fuego de un dictador de bolsillo: Carlos Castillo Armas. Hace unos días, dando una vuelta por la ciudad, pasé por el lugar donde Castillo Armas fue asesinado. El 26 de julio de 1957, a eso de las nueve de la noche, el dictador se dirigía al comedor de su palacio presidencial cuando recibió dos disparos de fusil. A pocos metros de allí, la guardia de palacio se topó minutos después con el cuerpo sin vida de un soldado de nombre impagable, Romeo Vásquez, en cuyo cráneo se encontró una bala idéntica a las que mataron a Castillo Armas, y en cuyo casillero descubrieron los investigadores un diario donde el soldado declaraba su intención de asesinar al dictador. La razón: Vásquez estaba convencido de que así permitiría el regreso al poder de Juan José Arévalo. Sí, la historia latinoamericana da la impresión a veces de caminar en círculos, pensaba yo en estos días, mientras me enteraba de las opiniones que un hombre guatemalteco le propinaba a una mujer española sobre Bernardo Arévalo: en frases llenas de la certidumbre de los fanáticos, lo acusaba de ser un rojo y un comunista, y luego se lamentaba de que las cosas no anduvieran mejor en España.

O tal vez no es que se repita la historia, sino que el tiempo se colapsa o se confunde. Insisto: el tiempo funciona distinto. Uno pensaba, por ejemplo, que en América Latina habíamos visto ya todas las formas de sumisión a los gobiernos matones de Estados Unidos, o que el matoneo imperialista de otros años —los de la United Fruit Company, por ejemplo, o el financiamiento de los contras nicaragüenses— había tomado ya todas las formas conocidas. Y luego llega Nayib Bukele, el administrador bien peinado de un Estado policial que se ha aprovechado de los fracasos seriales de sus antecesores, todos incapaces de enfrentarse a la violencia de las pandillas con las herramientas de la legalidad, y pone su sistema de cárceles al servicio del Gobierno de matones de Donald Trump: para que Trump y su política brutal de xenofobia y racismo puedan deportar a ciudadanos latinoamericanos a un país que no es el suyo, sin debido proceso ni garantías legales. El de El Salvador es un régimen autoritario que cada hora bascula más hacia la suspensión del Estado de derecho, pero parece casi legítimo comparado con la Nicaragua de Ortega y Murillo, que en febrero pasado modificaron la Constitución de su país para crear o inventar la figura insólita de la copresidencia. Eso es ahora la pareja grotesca: copresidentes de Nicaragua.

El caso de Nicaragua a veces me parece el más triste de los que agobian la región. En la novela más reciente de Gioconda Belli, Un silencio lleno de murmullos, una mujer de 45 años investiga en la vida de su madre, antigua revolucionaria sandinista, y no consigue entender cómo ha ocurrido todo: cómo Daniel Ortega, uno de los líderes de una revolución triunfante que expulsó a una dictadura hereditaria, se ha convertido ahora en un dictador capaz de mandar a ejércitos paramilitares a asesinar a jóvenes universitarios que se manifiestan sin armas. Los hechos de 2018 marcan la novela tanto como el desencanto por una revolución malversada, y es imposible no recordar que su autora, antigua revolucionaria sandinista, ha terminado esta novela en el exilio: perseguida por un régimen que canceló su nacionalidad nicaragüense y le robó sus propiedades. Lo mismo les ha ocurrido a varios: periodistas, políticos de la oposición, escritores. El periodismo nicaragüense más combativo se hace hoy desde el exilio: en Costa Rica, como El Confidencial de Carlos Fernando Chamorro; en Estados Unidos, como La Prensa, que hace poco recibió —para enorme irritación de Rosario Murillo— un premio de la Agencia Efe.

Hablé largo y tendido con Chamorro, un periodista que lleva 30 años incomodando a los gobiernos y no ha dejado de hacerlo durante estos tiempos de la radicalización de Ortega y su mujer. Las historias que me contó harán parte de otro artículo; por lo pronto, puedo decir que confirmé lo que ya sabía: estos periodistas son hoy más imprescindibles que nunca. Sí, son tiempos recios, aquí y en todas partes, y se podrían hacer muchas malas metáforas con esta tierra de temblores y volcanes. Pero una certeza tenemos: el momento centroamericano, hoy más que nunca, necesita a los que lo cuentan.

Redacción

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