“Mi mitología personal es Japón. Mis primeros recuerdos son japoneses. Durante mucho tiempo me creí japonesa, con una convicción profunda. Y todavía lo creía más porque vivía en el corazón del Japón más bello, el de Kansai, en el sur, muy cerca de Kioto y Nara, que me parecen las ciudades más hermosas del mundo. Me movía en un universo de estampas, en un jardín, en la montaña: un Japón tal como se imagina en Occidente cuando se fantasea”, escribe Amélie Nothomb en el prólogo de Japón eterno. Viaje bajo las flores de un mundo flotante (Anagrama) que firmó junto con la escritora, traductora y cineasta Laureline Amanieux con quien grabó el podcast homónimo, una serie sobre la cultura japonesa, que dio origen al libro recién publicado.
Retrato de Amelie Nothomb en Japón eterno. Viaje bajo las flores de un mundo flotante (Anagrama). Foto: © Albin Michel.“No se trata de un enfoque histórico o científico, sino de un recorrido a partir de mis recuerdos, mis novelas y encuentros”, aclara la autora belga Amélie Nothomb que nació en Kobe, Japón, en 1967, por circunstancias de la vida diplomática de su padre.
En las páginas de Japón eterno, Nothomb hace un viaje introspectivo que entrelaza con las voces de expertos en la cultura nipona, apoyándose en citas, ilustraciones y fotografías para sumergirse en el camino de los kami, del budismo, del guerrero y la elegancia; caminos que Amélie recorrió también en sus novelas Estupor y temblores (1999), Metafísica de los tubos (2000), Biografía del hambre (2004), Ni de Eva ni de Adán (2007), L’impossible retour (2024, de próxima aparición en castellano) y El sabotaje amoroso (1993, narra sus vivencias en China, luego de dejar Japón). Obras autobiográficas que abrazan el decir de Virginia Woolf: «Nada ha sucedido realmente hasta que ha sido registrado» y le permiten a Nothomb, al escribir sobre un episodio de su propia vida: “conquistarse a sí misma”.
“Mis novelas están marcadas por ese país –asegura la autora en las primeras páginas del libro recién publicado–. Por supuesto, no todas transcurren en Japón, y, cuando lo hacen, son japonesas de otra manera, al menos a mi juicio: por la estilización extrema de las relaciones humanas que presento, por un sentido estético particular, por cierta forma de crueldad, por un uso peculiar del lenguaje”.
Amélie creció pensando que era japonesa, hasta que la noticia de que en realidad era belga, la sacudió. “Como pasé los cinco primeros años de mi vida en Japón, estaba convencida de serlo, aunque mi familia fuera belga. Desde que me arrancaron de esta tierra, no he dejado de alimentar el mito del regreso al país fundacional”.
Mitología personal
“Toda nostalgia es nipona. No hay nada más japonés que languidecer sobre el propio pasado y sobre su anticuada majestad y vivir la fluidez del tiempo como una trágica y grandiosa derrota –reflexiona en Biografía del hambre–.Un senegalés que echa de menos el Senegal de antaño es un nipón que no sabe lo que es. Una chiquilla belga llorando a causa del recuerdo del país del Sol Naciente merece la nacionalidad japonesa por partida doble”.
En Metafísica de los tubos narra esos primeros años de vida, los que la moldearon y los que la llevaron a imaginarse como una niña de las tierras niponas.
“A los dos años y medio, en la provincia de Kansai, ser japonesa consistía en vivir en el corazón de la belleza y de la veneración. Ser japonesa consistía en empacharse de las flores exageradamente olorosas del jardín humedecido por la lluvia, sentarse junto al estanque de piedra y contemplar, a lo lejos, las montañas inmensas como el interior de mi propio pecho –describe en Metafísica de los tubos–. A los dos años y medio, ser japonesa significaba ser la elegida de Nishio–san (…) Se sentaba y me mecía como a una muñeca. Yo adoptaba una expresión de sufrimiento sólo justificada por mi deseo de ser consolada: durante horas. Nishio–san me consolaba de mis inexistentes penas, siguiéndome la corriente, se apiadaba de mí con consumado arte. Y yo nunca me cansaba de estar en sus brazos, me habría quedado allí para siempre, embobada ante su idolatría. Y ella se pasmaba de idolatrarme de aquel modo, demostrando así lo afinado y excelso de mi divinidad. A los dos años y medio, tendría que haber sido idiota para no ser japonesa”.
Regresó al país fundacional a los 21 años: “Fue con la intención de quedarme a vivir allí– cuenta en Japón eterno–. Había comprado un billete de ida. Quería demostrarle al mundo que era una auténtica japonesa”.
Es en Estupor y temblores, donde Amélie narra su regreso a Japón dispuesta a recuperar su infancia, a reencontrarse con su segunda madre: Nishio–san, la mujer que la cuidó hasta los 5 años. Es en esta misma novela donde expone un sistema que la expulsó al fracaso, una radiografía diferente de la “idílica” sociedad japonesa que había construido.
«Descubrí que no era japonesa. Toda mi vida lo había creído y me equivoqué”. Como un acto de confesión le dice a Laureline Amanieux: “Volví a Japón. Pero ya no era el de mi infancia: era Tokio. Allí descubrí su modernidad. Quedé conmocionada, porque comprendí que me había equivocado un poco en mi visión de aquel país: no era sólo templos y todo aquel universo perfecto. Ese mundo seguía existiendo –bastaba con deslizarse entre los edificios para encontrar retazos del Japón de antaño–, pero tuve que adaptarme a esa nueva imagen. Durante aquella época, tuve un novio japonés. Y me contrataron en una de las empresas más grandes de Japón, en Tokio. Empecé a desilusionarme, a comprender que no era tan japonesa como yo había creído. Mejor dicho, era una japonesa fallida, lo que probablemente me convirtiera, esperemos, en una belga lograda. Sin embargo, me construí a partir de una mitología personal en torno a Japón que sigue siendo fundamental”.
Fue en ese momento en el que Nothomb pensó en la escritura como una salida: “Ya llenaba cuadernos, pero nunca había pensado en publicarlos».
Retrato de Amelie Nothomb en Japón eterno. Viaje bajo las flores de un mundo flotante (Anagrama). Foto: © Albin Michel.
Belleza e inmortalidad
En ese construirse a partir de la mitología personal, recuerda que descubrió de niña el sintoísmo –religión tradicional y ancestral de Japón– gracias a Nashio–san: “Mi niñera, a quien quería tanto como a mi madre, me enseñó el sintoísmo de una manera muy sencilla. Tenía cuatro años cuando le pregunté qué era. Ella me respondió: ´todo aquello que es hermoso es Dios´. Se refería a lo que nos rodeaba, no hablaba de una belleza rara y oculta. Creo que hablaba de la naturaleza y estoy totalmente de acuerdo».
La espiritualidad y las tradiciones fueron grandes formadoras en la vida de Nothomb. El monte Fuji, la montaña sagrada cuyo nombre podría traducirse “deidad del fuego” o “inmortalidad” y que posee gran influencia en las artes japonesas, para Amélie llegar a su cima significaba convertirse en otra persona, en una japonesa.
“Yo, que nunca he sido muy dotada para los ideogramas, siempre he podido leer el nombre de los lugares –confiesa en Ni de Eva ni de Adán–. Este don me resultó de lo más útil a lo largo de mis periplos nipones. Así, tras un largo recorrido por carretera, mis sospechas se confirmaron: ¡El monte Fuji! Era mi sueño. La tradición afirma que todo japonés debe subir al monte Fuji por lo menos una vez en su vida, so pena de no merecer tan prestigiosa nacionalidad. Yo, que deseaba ardientemente convertirme en nipona, veía en aquel ascenso una genial astucia identitaria (…) Imposible contemplarlo sin experimentar el mítico hormigueo de lo sagrado: es demasiado hermoso, demasiado perfecto, demasiado ideal».
Junto a Laureline recuerda el contemplar el amanecer desde la cima del monte: “Yo llevé a cabo el ascenso en 1989 porque quería demostrarme a mí misma que era una verdadera japonesa. La idea es llegar a la cima justo a la salida del sol. Una vez en la cumbre, cuando el disco rojo del sol apareció en el horizonte, no tuve dificultad alguna para imaginar que era Amaterasu, la divinidad más grande que existe. Y cuando grité ¡Banzai! junto a los japoneses frente al sol, fue sublime”.
Espiritualidad
La casa de Amélie puede estar muy fría, tal como ella recuerda a los monasterios Zen. “No hay sofás, mesas, sillones ni sillas –describe–. Sólo hay una cama, la encimera de la cocina, tres taburetes y ya está. No tengo escritorio. Escribo sobre las rodillas, sentada en el taburete. Es exactamente lo que necesito».
Amélie asegura que comprendió el espíritu zen mucho después de su época en Japón, en su infancia y juventud solo lo intuía y se dejó llevar por la influencia del Bokuseki (budismo zen en la caligrafía) y abrazar el «Kensho» (algo así como «ver la verdadera naturaleza”, “despertar»).
“Basta con que haga ese gesto de escribir en el aire durante un par de minutos para que al fin surja algo del bolígrafo –relata–. Esto demuestra claramente que es una forma de meditación, solo necesito de herramientas. Por supuesto, me equivoco, fracaso con un gran número de manuscritos, pero todos los días vuelvo a conectar con ese kensho, sabiendo qué sensación debo buscar. Y lo alcanzó casi todos los días”.
Uno de los “kensho” más conscientes que experimentó fue cuando regresó a Japón en 2012, para el rodaje del documental Amélie Nothomb, une vie entre deux eaux, dirigido por Laureline Amanieux, que fue emitido por France 5 y en su novela L´Impossible retour, que transcurre en Japón durante su estancia en 2023. “Explico cómo paseo por un jardín de té al pie del monte Fuji, incapaz de distinguirlo debido a la cantidad de nubes que había ese día. Entonces experimenté un momento de exaltación pura que equiparé a un despertar”.
Ya en su primera novela, publicada en 1992, Higiene del asesino, Nothomb resalta en el personaje de Prétextat Tach, un premio Nobel de Literatura moribundo, cómo se nutre de la esencia de los ritos de la Gran Purificación, los que ella misma adopta en sus textos: “Practico la escritura como una fuente de vitalidad. Mi escritura no se sitúa siempre del lado del bien, pero me aporta una purificación, un impulso vital”.
Retrato de Amelie Nothomb en Japón eterno. Viaje bajo las flores de un mundo flotante (Anagrama). Foto: © Albin Michel.Las luces y sombras están presentes en las novelas de Nothomb, de hecho, suele valorarse más la sombra que la luz: “Siempre me he sentido mejor en la sombra que en la luz”, asegura la autora en un pasaje de Japón eterno y traza el puente con El elogio de la sombra, de Junichiro Tanizaki, manifiesto sobre la estética japonesa, escrito en 1933, que leyó a los 20 años.
“El texto es una metáfora sobre qué debe ocultarse y qué debe mostrarse–reflexiona–. La aplico en mis novelas autobiográficas. Mantengo muchas partes de mi existencia en la sombra, lo que genera malentendidos, porque da la impresión de que quiero ocultar algo. El secreto se asocia con la fealdad, al contrario: el secreto es belleza. Lo que ocultamos, lo que callamos, es precisamente lo más precioso que tenemos, lo que queremos conservar”.
Entre esas luces y sombras Amélie reconoce que su vida se dividió en dos, tras una agresión sexual que vivió en su adolescencia y que narra en Biografía del hambre. “Estuve a punto de morir (…) comencé a escribir. Descubrí que la escritura recomponía mi cuerpo y mi alma –confiesa en el libro recién editado en Argentina–. Pero fue el regreso a Japón lo que cambió todo. Le concedía inmensos poderes al país de mi mitología. (…) Allí desarrollé mi ritmo de escritura tal y como la sigo practicando (…) No lo diré nunca lo suficiente: Japón me salvó”.
Japón eterno. Viaje bajo las flores de un mundo flotante, de Amélie Nothomb (Anagrama).





