
Las Vegas
La mejor noticia de mi primer viaje a Las Vegas es que la humanidad, pese a todo, sigue viva. No por la supervivencia biológica, que esa la damos por sentada, sino porque nadie prendió fuego a la terminal E del aeropuerto de Zúrich después de siete horas de retraso con Swissair. El avión venía de Pristina. Aún no había aterrizado y ya estaba averiado. Un latino con pinta de conocer todos los realities y todos los pecados escuchó el nombre y soltó, con naturalidad divina: “¿Pristina? ¡La reina del desierto!”. Y se quedó tan ancho. Algunos reímos, otros googlearon. Ahí lo supe: acababa de empezar el viaje.
Llegamos a Las Vegas a medianoche con el avión ex averiado. Desde el cielo, la ciudad se ve como una cicatriz luminosa en la piel del desierto. Una mancha de neones. A un lado, oscuridad. Al otro, también. Y en medio, una maqueta delirante que alguien colocó en medio del desierto.
Al aterrizar, lo primero que notas no es la vista, es el aire: a medianoche hay 28 grados
Las Vegas no nació: fue inventada. Primero por la geografía, un pequeño oasis en medio del Mojave, allá por el siglo XIX, luego por la ingeniería y más tarde por el delirio. En 1905, cuando aún era una parada polvorienta para los trenes que cruzaban Nevada, se fundó oficialmente. El gran salto llegó en los años 30, cuando Roosevelt autorizó la construcción de la presa Hoover para domar el río Colorado y dar electricidad a media costa oeste. La presa trajo obreros, los obreros trajeron tabernas, las tabernas trajeron burdeles y entre todos levantaron una pequeña Babilonia. En 1931, Nevada legalizó el juego y nació el monstruo.

Delirio veneciano en pleno desierto
Jordi Basté
Décadas después, Bugsy Siegel, junto a la mafia italiana, entendió que aquel horno natural podía convertirse en un paraíso artificial. En 1946 abrió el Flamingo, primer gran casino-hotel con pretensiones de elegancia. Las Vegas se convirtió en el parque temático del exceso.
Sinatra cantaba, Elvis se casaba, los Kennedy bebían, los políticos perdían dinero y el resto aplaudía. Si en Nueva York vivías, en Las Vegas te olvidabas.
Una ciudad donde pasear es imposible
Las Vegas está pensada para el coche. No hay aceras continuas, los pasos de cebra son trampas para los turistas y los semáforos son eternos (algunos de cinco minutos de espera para cruzar Las Vegas Boulevard). En determinadas zonas del centro cruzar una avenida implica subir rampas, cruzar puentes y bajar escaleras. Siempre cruzando hoteles o centros comerciales con tiendas de lujo. Infinitamente peor que, por ejemplo, la terrible Los Ángeles.
Hoy todo eso sigue ahí, pero con más luces y menos clase Al aterrizar, lo primero que notas no es la vista, es el aire. A medianoche hay 28 grados y la sensación de que el secador está encendido.

Una recreación faraónica del antiguo Egipto
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Las calles hierven. Un Elvis con barriga saluda a unos novios disfrazados de Harry Potter, unos mariachis cantan Despacito con trompetas bajo la réplica de la Torre Eiffel…. Todo es absurdo.
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Y, como colofón, el destino que a veces tiene humor negro me ha alojado en el hotel de Donald Trump. Planta 27. Todo dorado. Todo republicano. El portero, tan serio como una investidura, me recibe con un “Welcome, sir” que suena a “Espero que no sea usted demócrata”. Subo en ascensor rodeado de espejos: me veo multiplicado, capitalista, naranja…
En la habitación me tumbo con precaución, Desde la ventana se ve toda la ciudad: el Strip, la pirámide del Luxor, una montaña rusa de hotel… Y ahí, en ese instante, me doy cuenta. Vine a conocer Las Vegas pero Las Vegas ya me había imaginado a mí. La reina del desierto. Empieza el viaje.