Desde su comienzo, la era Milei produjo un fenómeno de sorpresivo incremento a la adhesión inicial.
Muchos argentinos, cansados de largos años de oscurantismo, tras la inesperada y bienvenida victoria de fines del 2023, comenzaban crecientemente a esperanzarse que el cambio, el dejar atrás no solo la larga noche K, sino décadas de populismo, podía ser posible.
A algo menos de dos años, algunas nubes tiñen esa esperanza inicial, temiendo, tal como Bertolt Brecht hablaba en su genial Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny, que todo proceso debe no sólo iniciarse, sino consolidarse para evitar una posterior caída definitiva.
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En este contexto, el Gobierno está siendo objeto de un amplio ataque mediático y legislativo, causante no solo de la pérdida de su propia agenda política y comunicacional, sino y además, por la sanción de leyes atentatorias contra la política gubernamental.
Declive este no solo por la acción opositora (tal como lo hizo con todos los gobiernos que no fueran de su propio signo), intentando destruir el camino iniciado, sino y en buena medida por errores no forzados del propio Gobierno.
La lógica política, en cambio, hubiera sugerido al Presidente un sostenido empeño (atento su orfandad legislativa) por seducir diputados y senadores afines, concretar acuerdos multipartidarios, y ampliar las bases de sustentación del nuevo orden macroeconómico, a fin de garantizar la estabilidad y el crecimiento.
No ayudaba el destrato oficial hacia sectores políticos, abiertamente colaboradores, elogiosos desde su inicio con el proceso de cambio, tal el caso del PRO, economistas reconocidos, gobernadores amigos hasta hace muy poco, claramente aliados con el derrotero gubernamental, todos sometidos a destrato, especialmente en el último armado de listas electorales, quizás con el propósito de concentrar el poder unívoco en el partido oficial.
Ni que decir que esta manera de conducción, produjo desgajamientos sucesivos en la no tan nutrida masa de legisladores, colaboradores y afiliados en el propio partido oficial, desde su mismo inicio.
Ese objetivo maximalista de concentración de poder sin conceder, además, llevó al Gobierno, según el criterio de quien esto reflexiona, a una errada apreciación en cuanto a magnitudes en la búsqueda del todo o nada, que pone en peligro el bienvenido proceso transformador de la economía del país. Constituye daños autoinflingidos.
Tal, como por ejemplo, quizás hubiera sido preferible conceder los reclamos de los discapacitados, del personal del Hospital Garrahan, o incluso las universidades, para así preservar el inexorable ajuste en el sistema jubilatorio, y que hubieran determinado una perspectiva mucho más promisoria en cuanto a los próximos actos electorales.
Actitud negociadora esta, que podría augurar un futuro posible positivo, para encarar las imprescindibles reformas estructurales que necesita la Argentina, que deben ser aprobadas por el Congreso, imposibles de concretar sin acuerdos en la segunda mitad del mandato.
En este camino, no ayudó, la actitud presidencial de deshumanizar al rival, creyendo que acordar es una debilidad. El grito, el insulto gratuito y el destrato al prójimo generan muchos más costos que beneficios.
La democracia no puede ser un monólogo de confrontación, sino de diálogo por definición. Desde Sócrates hasta el presente.
Aquellos que soñamos con un país libre de populismo degradante, aún mantenemos la ilusión que el camino iniciado en diciembre de 2023 hacia la posibilidad de ver una Argentina digna de ser vivida, en democracia, diálogo, seguridad y respeto institucional, no se vea frustrado.
Que así sea.
*Economista. Presidente honorario de la Fundación Grameen Argentina.