“Si estas casas han aguantado dos mil años, aguantarán esta guerra”, dice Aya, una palestina de 23 años que regenta un café en Jerusalén Este junto a sus dos hermanas. Una pequeña clientela juega a las cartas y da sorbos al café turco. Sus conversaciones rompen el silencio de la ciudad tres veces santa, donde todas las oficinas y comercios no imprescindibles han enviado a sus trabajadores a casa, cerca de los refugios a los que acuden cada vez saltan las alarmas antiaéreas por los misiles de Irán.
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