Se puede pensar en muchas cuestiones. Una de ellas: que nacemos sin ser condicionados por las marcas de una cultura y una tradición. Débil ilusión ante la que puede objetarse: «Nadie es capaz de evolucionar sin anclajes culturales, ya sean estos sensoriales, lingüísticos o relacionales». Esto afirma Delphine Horvilleur en su libro Madre, hijos y rabinos publicado recientemente por Libros del Asteroide, con traducción de Regina López Muñoz.
Horvilleur es autora de Vivir con los nuestros (2021), de la misma editorial antes mencionada. Es escritora, filósofa y rabina. Luego de formarse en la Universidad hebrea de Jerusalén estudió el Talmud en New York. Tras esto recibió su ordenación rabínica. Hoy, es referente del Movimiento Judío Liberal de Francia.
Pertenencia y transmisión son nervios vitales que recorren las reflexiones de su ensayo. Defiende el fluir de las tradiciones y de una sabiduría ancestral pero dentro de la versatilidad y renovación que surge del encuentro con las nuevas generaciones. La autora nada en las aguas de la tradición judía como rica herencia en interacción con el presente y el futuro.
Primera singularidad
Para la autora, nadie puede decir «yo» antes de ser ya parte un «nosotros». A su vez, podría pensarse que esa pertenencia primera es garantizada por el lenguaje. Pero la primera singularidad del ser humano es «el hecho de que necesita a otros congéneres para adquirirlo». Por lo tanto, solo se es «bajo influencia de otros».
Pero un exceso de pertenencia conduce «a no ser jamás uno mismo». Por eso, el yo remitido a la herencia recibida fácilmente puede mutar de un sólido sostén de la identidad a su fagocitación. Es lo que acontece cuando el yo es «fagocitado por el «nosotros» de dogmas y códigos»; es la situación del integrismo, del integrista que «se percibe en la fidelidad absoluta a un sistema intacto que lo precedió y que debe sobrevivirlo».
Este exceso identitario es una ficción. «Los hijos se parecen más a su tiempo que a sus padres», dice un proverbio árabe que la autora recuerda.

La tradición es viva cuando se abraza a la novedad. Cerrarse a ese encuentro es inmovilizar la luz, congelar el agua fluida. Todo puede transformarse sin negar la herencia que modela una identidad. Esa dialéctica entre continuidad y cambio, Horvilleur la traslada al judaísmo, su propio grupo de pertenencia.
Así se zambulle en el desafío de entender cómo el judaísmo “fabrica” hijos e hijas en un mismo movimiento pendular entre lo recibido y una explanada de libertad para cambiar lo heredado. Por eso, “la auténtica fidelidad es siempre una fractura parcial de la herencia”.
Horvilleur medita en la identidad judía desde los rabinos y su saber sobre la tradición, la pedagogía, la sexualidad. Su relectura de lo recibido sopla velas hacia lo que llama un judaísmo matricial.
En el Génesis bíblico abundan matriarcas y heroínas, ensalzadas por su fecundidad; pero en la literatura rabínica se elige un modelo específico de maternidad identificado con la tierra. La madre como útero se convierte en remisión geográfica de Egipto. Esta «madre tierra» es también una «divina partera» que parirá a «la simiente de Jacob», que se desarrolló en la matriz egipcia antes del momento augural del Éxodo.
Reinterpretación de la tradición
Y Caín, hijo primogénito de Adán y Eva, el malquistado con su hermano Abel, se muestra abatido, cree ser tratado con injusticia. Ante esto y en otro pliegue de reinterpretación de la tradición, Horvilleur propone que la existencia de lo injusto es lo que da sentido a la libertad y la responsabilidad para enfrentarla, y mantener elevado el rostro como superación del abatimiento.

Y el hijo violento por el dolor o las heridas de la madre puede superar ese lastre, «ese vínculo fusional nocivo» cuando se atreve a «desnudarla» y «desembrujarse» de ella, lo que ocurre en la historia de Yáudar, que es narrada por Sherezade ante el violento sultán en Las mil y una noches. Yáudar encuentra un tesoro luego de atravesar siete puertas y cuando se atreve a enfrentar a la madre fuera de «toda la fantasía que le ha agregado a su imagen».
En su lectura abierta de la tradición, Horvellieur indaga si el judío nace o se hace; el judío como hijo de una madre judía, o, como en la Torá, el judío lo es por estar unido a la familia del padre.
Lo identitario como resonancia de la tradición es herencia y devenir, y cambio, no puro determinismo. Desde el embarazo y la gestación, la identidad del hebreo como «un ser embrionario» es «el nombre de una generación aún por nacer».
Al final, Horvilleur reivindica un judaísmo matricial que emerge de su propia lectura que atiende al brillo antiguo y nuevo de las piedras preciosas de la tradición. Una medicina contra el fundamentalismo que ordena “no renueves en absoluto las tradiciones o las lecturas dadas. Reproduce de forma idéntica, no renueves”. Pero toda identidad es “porosa y cambiante”.
El judaísmo matricial pide la fertilidad de “relectores,” los de ahora y los que estén por venir, para que el árbol de la propia vida sea fiel a sus raíces. Y para que, a la vez, se regenere en un delicado y susurrante viento que sopla entre nuevas ramas e interpretaciones.
Madre, hijos y rabinos, de Delphine Horvilleur (Libros del Asteroide).