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domingo, noviembre 2, 2025

Mallarmé como parteaguas fundamental tras poner en jaque la tradición de la poesía occidental

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Poéticas de Milán

Por qué puso el dedo en la llaga

Eduardo Milan
Eduardo Milan

(Leonardo Mainé/Archivo El País)

por Eduardo Milán
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La escena de Mallarmé es la de la descomposición y síntesis. Se descompone un mundo del poema mientras se sintetiza lo aprendido de la experiencia acumulada. No hay misterio en eso. ¿Cómo será lo que viene? Se abre el espacio-mundo de la tentativa, de la gran tentativa. 1887: se está acabando el siglo XIX, un siglo que parecía haber acabado con el pasado. La figura del mito entra a jugar fuerte, el mito es un apostador duro, de grandes cantidades a calcular luego, después de la jugada. No se desaparece el mito. Se transforma un mito en otro. Grandes signos ocupan el espacio de grandes formas mitológicas. La grafía, la diferencia entre grafías de Un golpe de dados es un misterio que se aclara si se hace aparecer ese mundo diferencial En un solo envío Mallarmé pone en jaque la tradición de la poesía occidental desde el Renacimiento. ¿Por qué la fachada del poema tiene que ser neutral? Es decir, ¿no supone jugar todo el efecto —la significación, en realidad— del poema a su dimensión semántica, a la esfera de lo que llamamos “el significado”, prescindir de las formas de los signos, eso que los formalistas llaman la “materialidad del signo”? Mallarmé pone el dedo en la llaga porque cargarle la mano al “contenido” del poema es restarle dimensión objetual, esto es, considerarlo como un organismo vivo aparte del emisor.

Esto es crucial porque es la gran operación de des-subjetivización del poema que se había intentado hasta esa fecha, 1887, año de la publicación del texto. Mallarmé, aunque simbolista, fue un lírico hasta Un golpe de dados. Y es con ese poema que se pone en juego toda una concepción de la poesía occidental que viene desde el Renacimiento. Ni con las “salidas de yo” (“Yo es otro”) de Rimbaud y sus Iluminaciones en 1871 ni casi 40 años antes con la demolición (una palabra que usa con inusual potencia el brillante ensayista español José Manuel Cuesta Abad para significar los actos que contribuyeron a derribar el edificio de la poesía occidental heredado por la Modernidad) del “Hipócrita lector-mi semejante-mi hermano” de Baudelaire (en Las flores del mal en 1848) se había logrado el parteaguas de Mallarmé. Hoy no sabemos qué hacer con el poema. No es declarativo, no es confesional, no es claro, no da esperanza. Es un buceo hondo en la poesía sí pero en su Atlántico.

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