“En el 2011, un vidrio escondido en un guiso de lentejas dejó a Manuel Crespo en coma farmacológico. Tenía 28 años y su pronóstico era angustiante. Despertó un mes después, extremadamente flaco, con el esófago partido y con un futuro incierto”. De este modo tan inusitado y acuciante presenta la editorial Ninguna Orilla la última novela de Manuel Crespo, titulada Un vidrio.
El escritor Manuel Crespo ganóla tercera edición del Premio Hebe Uhart.Si bien el puntapié inicial es su propia vida, el autor, en diálogo con Clarín, aclara que no enmarca su escritura dentro de la llamada literatura autobiográfica. Siente que construyó un personaje que fue mucho más allá de aquel episodio que lo marcaría para siempre. “Lo que me propuse fue moldear mi experiencia dentro de una trama, armar escenas, inventar personajes. Novelar, ni más ni menos”, aclara.
Periodista cultural asiduo, es también un autor multipremiado: en 2010 ganó el Concurso Nacional ‘Laura Palmer no ha muerto’ por su novela Los hijos únicos; en 2018 obtuvo el Premio Fondo Nacional de las Artes por su libro de cuentos Fosfato y en agosto de este año ganó el Hebe Uhart de Novela por En el cielo un hombre.
De escritura cruda, por momentos onírica, Un vidrio contiene procedimientos narrativos complejos. Roza la poesía y la evocación. Resume las disquisiciones de un hombre que ama, sueña, extraña y duda. Que también se junta con amigos a tomar cerveza e intenta hacer las paces con su novia.
Es curioso que el punto de quiebre, el instante en el que aquel maldito pedazo de vidrio es tragado, llega casi al final. Se lee: “Justo antes de tragar, supe que estaba por cometer un error para siempre. Después acerqué la boca a la cuchara y aspiré. El dolor fue un impacto en la garganta, un aturdimiento blanco, la sensación patente de la obstrucción y el ahogo. Fue también un despertar: se encendieron las alarmas de todos mis sentidos y la borrachera se me escapó del cuerpo”.
–Sobre el final de la novela narrás la escena que desencadenó todo. ¿Cómo la recordás? ¿Por qué decidiste incluirla recién al final?
–Con un pavor que más o menos ya puedo controlar y cuyos detalles me guardo. En cuanto a la novela, hay una razón para ubicar esa escena al final y no al principio. Un accidente es una experiencia de soledad extrema, incluso más que de dolor, y eso es lo que quise imponerle al protagonista: que viviera una noche de espanto y que la viviera solo. Pero para que eso funcionara, primero tenía que contar otras cosas, cargar la novela con una información que en los hechos es posterior y que la estructura de la novela vuelve profética.
–¿Cómo fue transformar eso en literatura?
–Me demandó una maduración larga y no sólo literaria. Al principio compartía borradores con mis amigos y la cosa no avanzaba. Una noche, en el bar La Academia, Alejandra Kamiya me recomendó que me olvidara de mí mismo. En ese olvidarme y volver a acordarme se me fueron años, escribí otras cosas, me mudé, fui padre. Y un día, hace no tanto, me senté con Marcos Crotto, editor de Ninguna Orilla, a revisar el último borrador disponible. En seis meses dimos con la forma que la novela ahora tiene. Fueron seis meses de reescritura feliz, los únicos realmente felices de todo el proceso.
–¿Cómo decidiste la estructura de la novela que no es cronológica y es, a la vez, ambivalente? Hay momentos cuasi oníricos.
–Supongo que me aburrí de la anécdota o no conseguí mantenerla dentro de eso que entendemos por realismo. De mi internación sí recuerdo la intensidad de los sueños. Es como si esa parte de uno se pusiera más sensible a los estímulos de la vigilia y entonces los sueños, por más delirantes que sean, dan la sensación de encerrar algo esencial e imposible de capturar en otro estado.
–¿Cómo trabajaste ese narrador en primera persona que es omnisciente pero también a veces duda?
–En algún borrador fui de la primera a la tercera persona. Necesitaba ver la anécdota desde una óptica más amplia, dar lugar a otros personajes y entender qué hacía el protagonista en medio de todo eso. Después terminé volviendo a la primera e incorporando elementos que antes no estaban. No quiero ponerme muy tallerista, pero fue un movimiento útil.
–Por momentos se asemeja a la novela La chica del milagro de Cecilia Fanti. ¿Qué referencias literarias tomaste a la hora de contar esta historia?
–Muchas, pero ninguna en especial o por sobre las otras. Por suerte la literatura del enfermo tiene una tradición muy grande. Me gusta el lugar de filósofo que ocupan los médicos en las novelas de Mann, algo que Baron Biza después usó en El desierto y su semilla. Hay momentos del diario de Katherine Mansfield que me resonaron mientras escribía, también novelas de Thomas Bernhard y Katherine Anne Porter, y le robé bastante a En presencia del payaso, una de las últimas películas de Bergman. Pero es un robo declarado, así que no cuenta.
–Tu novela podría enmarcarse dentro de la denominada literatura autobiográfica. ¿Cuánto de realidad y de ficción hay? ¿Te interesa indagar en la porosidad de esos límites?
–No sé si coincido con eso. Más allá de la referencia autobiográfica, de la que no reniego, lo que me propuse fue moldear mi experiencia dentro de una trama, armar escenas, inventar personajes. Novelar, ni más ni menos. Lo que hace la autoficción, me parece, es justo lo contrario: es el género el que tiene que adaptarse y entonces, más que novela, el resultado es una especie de diario íntimo que absorbe todo lo que toca el yo que cuenta, sea un roce con la muerte o una receta para cocinar una corvina. Mi novela no es confesional por diseño ni pretende subjetivar nada, sino narrar una experiencia individual. El cuento más viejo del mundo, digamos.
–Ganaste varios premios con tu literatura y recientemente ganaste otro (el premio Hebe Uhart). ¿Qué significan estos reconocimientos para vos?
–La primera vez que gané un premio, hace como quince años, me sentí importante. Después se publicó la novela ganadora y no la leyó nadie, y entonces aprendí que darle valor intrínseco a un premio no tiene sentido. Los premios son pura contingencia: cambiás un jurado y por ahí gana otro. Creo que hay que agradecerlos y disfrutarlos todo lo que se pueda, sin pensar demasiado en qué dicen sobre uno como autor. Si es que dicen algo.
–En un momento escribís que un médico te dice (o, mejor dicho, le dice al protagonista) «Nunca más vas a ser el de antes». ¿Fue tan así? ¿Cuánto te marcó este episodio? Físicamente y en tu vida en general.
–Me cuesta referirme a mi propia historia. Prefiero hablar del protagonista de la novela, para quien esa frase tiene un sentido particular. Es la parte que la novela niega, porque la acción se detiene justo antes de que empiece todo ese trabajo que el protagonista hará o no hará. Cada lector tendrá su decir.
–¿Qué significó para vos la escritura de esta novela? ¿Qué cambió en vos?
–Todavía no lo sé. Es una etapa cerrada, eso sí, lo que me da no poco alivio. Ojalá que, dentro de algunos años, si me animo a hojearla, esta novela no me parezca extremadamente mala. No pido mucho más.
Manuel Crespo básico
- Nació en Buenos Aires en 1982. Su novela Los hijos únicos ganó en 2010 el Concurso Nacional «Laura Palmer no ha muerto» y fue publicada ese año por Gárgola Ediciones.
- Fosfato, su primer libro de cuentos, fue premiado en 2018 en el concurso anual del Fondo Nacional de las Artes (FNA) y publicado en 2019 por Ediciones La Parte Maldita.
- Textos de su autoría fueron incluidos en revistas y antologías de Argentina, España, México y Estados Unidos.
- Es editor de la sección Otras literaturas en «Otra Parte Semanal» y colaborador en la revista «El Diletante».
Un vidrio, de Manuel Crespo (Ninguna Orilla).





