¿Cómo se descubren las heridas del terror? Años después de un atentado o en el scrolleo de noticias sobre comandos militares que atacan civiles, la operatoria del miedo produce efectos directos a varios grados de distancia. Como una onda que se expande en el espacio y también en el tiempo, la violencia política deja heridas que atraviesan generaciones y continentes, a un lado y al otro de los bandos en disputa, y también entre aquellos que parecen haber heredado un papel de víctima o victimario que deciden cuestionar.

En tres libros de edición reciente, tres voces diferentes asumen las implicancias personales y colectivas que deja la estela de la violencia. En Oreja madre (Caja Negra), el artista, poeta y editor Dani Zelko (Buenos Aires, 1990) revisa su linaje judío al calor de sus interrogantes sobre colonialismo en América Latina, justo cuando Hamás ataca Israel y asesina a parte de su familia. En Derecho de nacimiento (Rara Avis), la economista y periodista Camila Barón (Buenos Aires, 1989) recupera un viaje revelador por Israel y Palestina en una crónica desde dentro de los programas de arraigo del Estado sionista. Y en Salir de la noche (Libros del Asteroide), el periodista italiano Mario Calabresi narra en clave autobiográfica las secuelas del escarnio público y el crimen de su padre Luigi a manos de la extrema izquierda en 1972.
Judaísmo y antisemitismo en el siglo XXI
Los atentados de Hamas del 7 de octubre de 2023, con la posterior toma de rehenes y la respuesta de Israel contra la población civil, fueron el principio de una escalada de violencia que aún no se detiene. El golpe de la organización terrorista fue pretexto para bombardeos e incursiones por tierra del gobierno del primer ministro Benjamín Netanyahu, que deshoye los llamamientos de la comunidad internacional por un cese del fuego. Algunos especialistas creen que las acciones militares de Israel son las más agresivas desde 1967, cuando empezó el proceso de anexión de hecho de territorios más allá de las fronteras del Estado de Israel.
Mientras alrededor del mundo se registran grandes manifestaciones en favor del pueblo palestino, los ataques de Israel contra la Franja de Gaza y Cisjordania provocó en la comunidad judía internacional un gran debate político y moral. ¿Es el gobierno autoritario de Netanyahu representativo de los intereses y sentimientos del pueblo judío respecto de su territorio y sus vecinos? ¿Son el resto de los judíos del mundo responsables de lo que hace Israel en su nombre? ¿Qué lugar hay para las ideas disidentes dentro del judaísmo que enarbola las banderas de las víctimas para convertirse en victimario? ¿La única respuesta al terror es, a su vez, diseminar más terror?
Estos interrogantes impulsaron la investigación personal de Dani Zelko. Después de trabajar con comunidades originarias, empezó a preguntarse por sus propias raíces y por qué lo incomodan. Así encontró la historia de su tatarabuelo Yosef, un intelectual judío, traductor (de Anna Karenina y de Guerra y Paz, nada menos, al hebreo) y humanista. Pero también la de su abuelo David, nacido en Buenos Aires, que se sumó al Mossad en 1967 y fue parte de acciones directas en las guerras secretas de Israel contra los movimientos de liberación palestina.

Desde la incomodidad que le producen estos descubrimientos contradictorios, Zelko se pregunta qué hay de esas historias en la suya, en su constante necesidad de escribir y dar testimonio, en su cuestionamiento del nacionalismo bélico y su ajenidad al sionismo.
En la intersección del legado de la Campaña del Desierto, que Zelko recogió en Reunión, su proyecto editorial con voces de poblaciones originarias, y el sionismo colonialista que desde 1967 protege a las familias israelitas que se establecen en territorio palestino, Zelko encuentra su lugar de anticonfort: el sitial desde donde cuestionarse sus pertenencias e identidades, su legado cultural y su rol como agente crítico al interior del pueblo judío. “Argentina e Israel tienen en común la narrativa de que antes del Estado ese lugar era un desierto”, dispara desde el inicio, antes de admitir que no indagaría en su linaje si no se hubiese internado en territorio wichí y mapuche, en la historia de esos pueblos despojados.
“Mi identidad es inventar formas que me transporten a vidas que no son las mías”, se define el autor, mientras escribe epístolas para su tatarabuelo desconocido y su abuelo espía, mientras dialoga con su madre conciliadora y hasta ensaya una carta para Goebbels, en la convicción de que tanto el nazismo como el sionismo extremo son producto de un mismo mal: el colonialismo. “¿Cómo comprendo a mi pueblo? Con otros pueblos”, concluye.
Pero la búsqueda de un lugar para la autocrítica dentro del judaísmo choca de frente, en octubre de 2023, contra los atentados de Hamas. Allí mueren la prima de Zelko y sus hijos, que vivían en un kibutz arrasado. La pregunta se agranda: ¿cuestionar los actos de Israel azuza el antisemitismo? ¿El avance militar y la represión son la única solución? En las páginas negras de aquellos días, Zelko escribe: “Me destruye sentir que entiendo a los que asesinaron a mi prima. El duelo que estoy atravesando hoy, miles de palestinxs lo atraviesan todos los días”.
En la desarticulación de esos binarismos, la búsqueda de Zelko encuentra sus certezas. Releer la historia y mantener porosa la piel sensible ante el sufrimiento de los demás es la única manera de desarmar la espiral de deshumanización en que se ha envuelto el mundo. Y escribir el proceso, aún cuando sea en el registro polimorfo y mutante de Oreja madre, donde Zelko mezcla autobiografía y diario personal con ensayo histórico y poesía, resulta un atajo para escapar al mutismo y la quietud que provoca el terror. Porque ante la destrucción, dice el autor, la respuesta del pueblo judío siempre ha sido la misma: escribir.
Una crítica desde dentro
Camila Barón asume un desafío similar al de Zelko en Derecho de nacimiento. Aunque su autocrítica como judía es situada: se solapa con la crónica de un viaje a Israel y Palestina, una bitácora repleta de observaciones sagaces y escenas domésticas de la vida en el territorio en disputa.
Barón viajó a Israel en 2016, invitada por el programa BRIA (Birthright Israel Argentina), destinado a jóvenes de ascendencia judía. Entre los objetivos del programa está fomentar el arraigo entre quienes pueden reclamar para sí la posibilidad de convertirse en ciudadanos israelíes.
En la travesía de una semana, que intersecta turismo religioso y consumo sofisticado, regresiones familiares grupales y tácticas de captación política y militar, Barón exploró en carne propia la tensa estabilidad que precedió al actual estado de guerra. Aunque, por lo que narra la autora, esa paz aparente no era más que un polvorín sedimentado: durante todo el recorrido, el conflicto acecha en cada esquina, en cada conversación y en cada sitio fotografiable.
“Mucho antes de convertirse en un libro, estas páginas fueron un diario de viaje para la supervivencia”, escribe Barón en el epílogo firmado en 2024. Son doce capítulos en los que la autora logra plasmar los contrastes entre el relato israelí y la realidad que se vive a ambos lados de la frontera, o incluso en una misma ciudad. Detrás del telón de prosperidad económica y orden tecnocrático funciona una sociedad estratificada, donde árabes y musulmanes sobrellevan vidas distintas a la de los judíos, en barrios menos prósperos, con menos oportunidades y derechos cercenados legalmente o de hecho.

Barón pone especial énfasis en esas contradicciones que también deja que la atraviesen. “Descifro el terror que pasó por mi cuerpo”, dice en el epílogo, pensando en aquellos días en que miró paisajes con el sonido de los entrenamientos militares como entorno, recorrió cementerios y templos, habló como militares israelíes y comerciantes palestinos.
Lo notable es que Barón no es la única: evadiendo la tentación de recortarse del grupo, la autora va encontrando aliados para su mirada crítica y sus aventuras por fuera del itinerario oficial. Así va desgajando las frágiles apariencias de un relato que cruje a cada paso, en cada conversación con habitantes locales o con agentes israelíes que caen, invariablemente, en una sentencia inhibitoria: “Es que ustedes no entienden”.
Para Barón, en cambio, el derecho de nacimiento de las generaciones por venir es poder preguntar y conversar, desarmar cualquier supremacismo a través de la palabra.
El fantasma de papá
“No mucho después de mi nacimiento, el periódico Lotta Continua retrató a mi padre conmigo en brazos, enseñándome a decapitar, con una pequeña guillotina de juguete”. Así comienza Salir de la noche, el libro en que el periodista Mario Calabresi recapitula el largo duelo por el asesinato de su padre en un atentado.
Publicado originalmente en 2007, este trabajo del exdirector de los diarios La Stampa y La Repubblica causó un gran revuelo en Italia: con él, el autor logró tocar un nervio profundo de su país, señalando las cuentas pendientes de los “años de plomo”, como se conoce en Italia al período de violencia política de los años 70.
Calabresi, que tenía apenas dos años cuando una bomba estalló en el coche de su padre una mañana de 1972, es una víctima directa de aquellos años de fuego cruzado. Pero no se presenta así. Enuncia, en cambio, desde el lugar de la víctima colectiva: la sociedad italiana que vivió aterrada por los ajustes de cuentas y los crímenes políticos que ennegrecieron la siempre inestable unidad de la península.
En un relato fragmentado, donde se cruzan la pesquisa personal entre recuerdos familiares y el acceso privilegiado a archivos de prensa y actores de la época con escenas familiares y testimonios de otros familiares de víctimas, Calabresi va tras la silueta de su padre, pero también intenta fomentar el debate vacante sobre la memoria de aquel período.
En ese camino, Calabresi subraya el clima social y mediático que precedió al ataque a su padre. Luigi Calabresi era un comisario milanés que tenía a cargo al detenido militante anarquista Giuseppe Pinelli, acusado de participar en la matanza de piazza Fontana, en diciembre de 1969. En un confuso episodio, Pinelli cayó de una ventana del despacho de Calabresi, mientras era interrogado.
Pese a que las investigaciones judiciales lo beneficiaron desde el principio (Calabresi estaba en otra parte del edificio cuando Pinelli cayó), una campaña de odio contra el comisario se expandió a niveles tales que a nadie le importó quién “ajustició” a Luigi Calabresi: pudo haber sido cualquiera.
Esa sed de sangre diseminada por la opinión pública, naturalizada al punto de justificar la eliminación del adversario político sin dar el menor resquicio al beneficio de la duda o la clemencia, es el resultado de la ecografía histórica que Calabresi hizo con Salir de la noche.