“Su nombre no aparece en ningún cuadro, en ningún grabado, en ningún libro de historia”, empieza diciendo el escritor franco-venezolano Miguel Bonnefoy en su novela El inventor (Libros del Asteroide) sobre un olvidado pionero del siglo XIX: Augustin Mouchot.
Mouchot nació en Francia en 1825. Hijo de un cerrajero, se convirtió en profesor de matemáticas y de física y, según relata Bonnefoy, su biografía podría haber concluido allí de no ser por un encuentro fortuito con lo que se transformó en la obsesión que marcaría el resto de su vida. Mouchot se dio cuenta de que el calor del sol podía tener una aplicación revolucionaria y empezó a concebir en soledad una máquina para transformarlo en energía. Pese a los vergonzosos fracasos de los primeros prototipos, Mouchot perseveró hasta que tuvo la oportunidad de demostrar el funcionamiento de su invento frente a Napoleón III.
Expuso con éxito su creación ante el público de la Exposición Universal de París de 1878, pero el momento de coronación duró poco. La emergencia climática no era parte del imaginario colectivo en el siglo del carbón y la máquina de vapor y el artefacto de Mouchot se redujo a una simpática curiosidad sin demasiado sentido útil. Su creador falleció enceguecido por la exposición solar y en la miseria.
Bonnefoy es un escritor francés, hijo de un diplomático chileno y una madre venezolana. Estudió literatura en La Sorbona y ha escrito varios libros premiados, entre ellos El viaje de Octavio (2015), Azúcar negro (2017); Herencia (2020). En su paso por Argentina, presentó El inventor en la Feria del Libro de Buenos Aires, se presentó en la librería Eterna Cadencia y viajó a Rosario para participar de La Noche de las Ideas. El autor conversó con Clarín sobre su novela.

–¿Cómo llegaste a la figura de Mouchot?
–Fue por serendipidad, como dicen en el mundo de la ciencia. Fue totalmente por coincidencia y por azar. Un día estaba mirando una serie documental sobre la astrofísica y, en uno de los episodios, mientras el presentador hablaba de los diferentes científicos e inventores que se habían interesado en el sol, de repente nombró a este Augustin Mouchot y contó que en la Exposición Universal de 1878 este hombre había podido hacer un bloque de hielo solamente con la fuerza del sol. Y me pareció que la escena era como bonita y que hubiese dado para, sin duda, un buen capítulo en un libro. Haciendo búsquedas en internet sobre él, me di cuenta de que Wikipedia tenía cinco páginas, que nadie había escrito una biografía sobre él, que no había casi artículos. Vi que había quizás un personaje interesante porque se había interesado en el sol, pero él era un hombre muy frío en su personalidad. Un hombre feo, silencioso, opaco, un poco cerrado, enfermizo, o sea, todo lo que es el contrario al sol. Y donde hay paradoja, donde hay contradicción, hay novela, hay relato.
–¿Quisiste reivindicarlo, en algún punto?
–Reconozco que no lo vi tanto como un libro, digamos, panfleto, reivindicativo o un libro comprometido con la ecología, aunque lo es de alguna forma. Pero más bien de manera literaria, interesándome en la naturaleza psicológica del personaje, viendo que además había como un relieve un poco mitológico porque me hace pensar en Ícaro, esta figura del hombre con las alas que se las pega con cera de abeja para salir del laberinto y a quien el padre le dice «no te acerques mucho al sol porque si no la cera se va a poner líquida y se van a despegar las alas y te vas a caer.» Y se termina acercando al sol y se termina cayendo, ¿no? Y la caída de Ícaro en los poemas de Baudelaire o en los cuadros de Bosch son una belleza.
–Adelantando el final, también hay algo de mitológico en esa mezcla de clarividencia y ceguera, ¿no?
–Hay un correlato y de nuevo volvemos a la contradicción. Pues, por un lado, es ciego y por el otro lado tiene como una especie de lucidez, como un presagio hacia lo que viene siendo él totalmente ciego. Me hace pensar también en la figura de Orfeo, por ejemplo, que termina su vida ciego, y, naturalmente, en Prometeo que fue a robar el fuego del cielo para traérselo a los hombres. Hay toda una cosa un poco mitológica, un poco de los relatos fundadores que me pareció muy interesante y fue en eso que traté de cavar lo más posible.
–Parte de tus raíces son venezolanas, es decir, un país completamente asociado a la explotación del petróleo. ¿Tuvo algo que ver eso con que te interesaras en un pionero de una energía renovable?
–Bueno, es cierto. Yo ya había escrito otro libro que se llama Azúcar negro, donde justamente hacía como una especie de metáfora de la maldición del petróleo en Venezuela, ya que el venezolano desde hace un siglo ha tratado de meter las manos en la tierra para hacerse rico en pocos meses, olvidando las paciencias agrícolas, por ejemplo, de los cañaverales, ya que hubiésemos podido tener una extraordinaria producción de azúcar. Me parece muy bonita la idea de hacer un vínculo entre Mouchot y el petróleo venezolano, no lo había visto, para ser totalmente honesto. Y efectivamente, sin duda, hay algo de eso. Hago parte de un mundo en el que me doy cuenta del cambio climático y uno trata de aportar la piedra que puede, cada uno con su activismo, su militancia. Esto de manera mucho más silenciosa y tranquila. Sin embargo, repito, me gustaba mucho más la idea del personaje.

–Esta vez te ocupás de una historia que es plenamente francesa. ¿Cómo fue ese desafío?
–Eso fue también un poco loco. Todo lo que había escrito antes era muy caribeño, sobre Venezuela o sobre el Caribe en general, o con Chile, ya que escribí sobre mi padre chileno, toda la parte chilena de los Bonnefoy en Chile, que esto es una historia loca del siglo XX de toda una comunidad europea que se fue más o menos en la crisis de Filoxera. Y tenía la sensación de que ya llevaba bastantes años y tres libros hablando sobre América Latina y me tenía un poco agotado. En Francia me habían puesto esa etiqueta y era una manera de decir «solo puede escribir sobre el mundo latino». Entonces, quería comprobar que también tengo un lado francés, que conozco la cultura francesa y que podía escribir un libro sobre el siglo XIX, un libro muy Napoleón III. Y reconozco que fue una bonita experiencia, pero escribiéndolo me sentía súpertriste porque estaba lejos de mi patria literaria. Lo escribí en una residencia de escritura en Berlín y recuerdo haber estado allí y llovía, hacía frío y era un invierno largo. Y yo escribía sobre Mouchot, este hombre que anda ahí cargando su máquina solar, ciego, que muere en la soledad, en el silencio y en el aislamiento de la pobreza. Estuve muy contento de poder publicar el libro y volver a una literatura mucho más luminosa, al sol del Caribe y no al sol de Mouchot.
–El título de la novela, El inventor, también tiene que ver con que es una biografía novelada, inventaste parte de su historia. ¿Qué te permite contar su vida desde la ficción?
–A veces la ficción termina siendo más real que lo real, la mentira termina siendo más verdad que la verdad. Y algunas escenas que no existieron, pero que condensan, que cristalizan en su vientre fonético y semántico una especie de símbolo o una metáfora, una parábola, una alegoría, de repente como que dan mucha más claridad. La realidad es más ramificada, más incoherente, más inverosímil paradójicamente. Por ejemplo, la primera vez que él presenta su máquina frente a Napoleón III fue una demostración fallada y la única información que conseguí en los archivos municipales de París de Pierrefitte en Saint-Denis fue una sola frase: «el emperador me propuso hacer una demostración. Cielo poco clemente». No se sabe exactamente lo que significa, es decir, probablemente había nubes. Y tenía dos opciones, o echaba la novela como si yo fuese una especie de investigador o un detective de la historia yendo a los archivos municipales o, al contrario, decidí a jugarla más como Stefan Zweig y tratar, justamente, de imaginarme la escena, contarla como probablemente hubiese podido ser. Obviamente que yo no estaba allí, pero es probable que haya pasado algo así. Es como una ficción verosímil, como una ficción verdadera.
–En un momento, Mouchot se asocia con Abel Pifre, que también fue un personaje real, y que es su contrario. ¿Cómo pensaste ese personaje?
–Si lo hubiese intentado imaginar en la novela, mi editora me hubiese dicho es demasiado clásico, digamos. Pero sí, efectivamente, la realidad te muestra que este Abel Pifre existió verdaderamente y que era exactamente el opuesto astral de Mouchot. Un hombre joven, buen mozo, que hablaba bien, con mucha distinción, con habilidad social y que supo muy bien cómo atraer a los inversores, los banqueros que podían quizás ayudar a que la máquina de Mouchot tuviera más nombre, más luz. Y lo que es divertido es que Abel Pifre termina comprándole la patente a Mouchot, lo que hace que Mouchot termine en la oscuridad y en el silencio, en la miseria. Mucho más tarde, este hombre se conoce con Otis, que era un americano que estaba haciendo los ascensores, y lo que es divertido es que el tipo le terminó comprando a Pifre la patente. Entonces, el karma, le terminó pasando a Pifre lo que le había hecho a Mouchot.
–Construís a Mouchot como un hombre muy enfermizo y frágil hasta que encuentra el sentido de su vida, lo que él cree que justifica su supervivencia. Leyendo otra entrevista tuya, dijiste la frase «Yo todavía no he escrito los libros por los que he nacido”. Me pareció que había un paralelo en esto de pensar que hay algo que es el objetivo de la vida.
–Qué bonita manera de verlo. No había hecho para nada el vínculo entre los dos y sí, hay sin duda algo de eso. Mientras más pasa el tiempo, más estoy convencido de que mis libros son incompletos, son imperfectos, que no he podido todavía dar todo lo que quería dar. Y tengo esta humilde esperanza de que me está esperando un libro en alguna parte. No sé si voy a tener tiempo de escribirlo, no sé si se van a alinear las cosas para mí, pero hay un libro que es como el libro roble, el libro catedral, cuando en verdad los otros son unas capillitas, unas iglesias, unos altares que pusiste. Es loco pensar que algunos grandes escritores no tuvieron el libro catedral, no les llegó el momento, el tema, el estilo, los personajes, la buena publicación. Se necesitan muchas condiciones reunidas para que se levante el monumento faraónico de tu trabajo. Y eso hace que todos los libros antes son solo bocetos y borradores para llegar a este y los libros de después son pálidas copias. Es decir, García Márquez no sería García Márquez sin Cien años de soledad. Sería un excelente escritor, pero no hubiese tenido ese instante cumbre. Ahí se cristalizan muchas. De hecho, Borges lo dice en una bellísima entrevista con Joaquín Soler Serrano que ya en Fervor de Buenos Aires están todas sus obsesiones como un tubérculo, como una raíz concentrada en una especie de miel negra. Y todos los libros que vinieron después fueron solamente unas flores, ramificaciones, movimientos, dilataciones de esto. Me gusta la idea contraria, es decir, no es que está en los primeros libros todo, sino que en algún libro final se viene a amalgamar, a condensar todo. Me gusta mucho esa idea y me gustaría que me suceda, pero eso no lo eliges tú. Lo eligen las matemáticas universales, un álgebra invisible.
Miguel Bonnefoy básico
- Nació en París, en 1986. Es un escritor francés de padre chileno y madre venezolana.
- Estudió literatura en La Sorbona y ha escrito varios libros muy premiados. En 2013 fue galardonado con el Premio al Joven Escritor en Lengua Francesa.

- Entre sus novelas destacan El viaje de Octavio (2015), que recibió diversos reconocimientos como el premio Edmée de la Rochefoucauld para debutantes, el Prix de la Vocation y el Fénéon, y fue seleccionada para el premio Goncourt a la primera novela; Azúcar negro (2017; galardonada con el premio Mille Pages y el Renaissance); Herencia (2020, Prix des Libraires 2021 y finalista del Goncourt y del Femina) y El inventor (2022; Libros del Asteroide, 2023), ganadora del premio Patrimoines y finalista del Femina.
- Su obra se ha publicado en una veintena de países.
Miguel Bonnefoy se presentó ayer en Rosario en el marco de la Noche de las Ideas, con auspicio de Ñ y organizada por el Institut français d’Argentine en colaboración con la Embajada de Francia en la Argentina, la red de Alianzas Francesas de Argentina, la Fundación Medifé, y los Centros Franco-Argentinos. Además, cuenta con el apoyo del Institut français de París, el Novotel Buenos Aires y municipalidades, provincias e instituciones de las siete ciudades anfitrionas.
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Carola Brandariz
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