En el marco del Filba 2025, la escritora ecuatoriana Mónica Ojeda llegó a Buenos Aires como una de las figuras centrales de la programación. Su presencia está enmarcada en lecturas públicas, charlas y entrevistas en las que despliega su particular mirada sobre la literatura latinoamericana, la relación entre cuerpos y territorios y la importancia de los espacios culturales como trincheras frente a la violencia social y política. Reconocida internacionalmente y residente en España desde hace ocho años, Ojeda aporta al festival una perspectiva que combina memoria, crítica y sensibilidad estética.

Su paso por Buenos Aires está siendo recibido con entusiasmo por un público que encontró en ella no solo a una narradora talentosa, sino también a una intelectual comprometida con las luchas de la región y con la construcción de futuros posibles desde la imaginación literaria. Antes de sus actividades de este fin de semana, Ojeda dialogó con Clarín.
–¿Qué significa la geografía emocional para vos?
–Es un vínculo que tiene que ver con las experiencias que una tiene con su territorio natal y con los territorios a los que se desplaza. Tiene que ver con el hecho de que siempre pensamos, sobre todo desde la escritura, que las personas que escriben describen el territorio dentro de sus obras, pero en realidad hay un giro, digamos, epistemológico desde el cual situarnos y que lo veo también, por ejemplo, en novelas como Los llanos, de Federico Falco, por mencionar a un autor argentino, en donde el pensamiento se va hacia otro territorio y una se pone a pensar cómo la geografía también escribe en ti. De qué manera la montaña puede escribir en tu manera de pensar, en tu manera de sentir. No es lo mismo vivir cerca de una montaña que vivir en la costa, no es lo mismo vivir en una ciudad que no tiene cerros o no tiene montañas y que solamente es planicie. El clima también está vinculado a la tierra y a la disposición geográfica que genera una manera de relacionarte con los espacios públicos, con el territorio. Y en ese sentido también la escritura se convierte no tanto en un acto de descripción, sino en un acto de introspección personal: de qué manera mi espacio me ha generado a mí como cuerpo viviente. Y eso me parece algo poderoso, que todavía estoy tanteando tímidamente en mi escritura.
–En la novela se nota muchísimo cómo las vidas de las dos protagonistas están atravesadas por lo geográfico, por los temblores, por las cenizas volcánicas.
–Totalmente. Yo vengo de Guayaquil, justamente como las protagonistas. Esa es mi ciudad natal y en general pasa en todo el territorio de Ecuador, porque estamos en el cinturón de fuego y hay muchísimos temblores. Nosotros les llamamos temblores como una forma eufemística de hablar de los terremotos, porque la palabra terremoto suena muy fuerte. Entonces, psicológicamente utilizamos la palabra temblor para pensar que no es tan grave, para suavizarlos y separarlos también de los grandes terremotos, que es cuando realmente hay muertos.
–¿Los temblores son cotidianos?
–Sí, los temblores son constantes. Yo, de hecho, estoy muy acostumbrada a que eso pase y acostumbrarse puede ser peligroso. En 2016 hubo un terremoto muy fuerte en Ecuador y hubo muchas muertes. Me acuerdo de que yo estaba acostadísima en mi sillón y me levanté a correr cuando debía haberlo hecho mucho antes, porque pensaba que era solo un temblor, hasta que se puso imposible y ya estaban moviéndose las paredes y todo. Una se acostumbra a cierto nivel de desestabilización. Es algo que se ve también en la relación con los fenómenos naturales como las inundaciones, los deslaves. Una sabe que va a venir la lluvia tropical y que todos los años hay un deslave y que hay muertos y, sin embargo, porque sigue pasando todos los años, piensas: “No, esta vez no va a pasar”. Hay algo de la mente que niega el desastre para sobrevivir y para aminorar el miedo: es una reacción psicológica. Todo eso forma parte de la atmósfera de la novela.
–En una ciudad que, además, está tomada por las violencias, ¿no es cierto?
–Sí, por las narcobandas y también por la violencia militar estatal, que instaura sus propias necropolíticas. Imaginé a estas dos chicas en medio de varias capas, varios estratos, para pensarlo también a nivel de la tierra, pero también estratos de violencias con las que tienen que lidiar. Primero con la inestabilidad del propio territorio en tanto que esa agitación telúrica que genera la propia tierra, las erupciones volcánicas, los terremotos, se vuelven también una especie de símbolo de lo que ellas viven a nivel social, concretamente en su ciudad. Una ciudad que es violenta y en la que sienten que la muerte les está pisando los talones todo el tiempo. Vienen de hogares desestructurados: la violencia aparece en lo político-social, pero también en el interior del ámbito familiar. Y son varios estratos de desamparos. Quise irlos trabajando en ese sentido, generando la atmósfera de sentirte realmente desarropada y, sin embargo, tener unas rabiosas y ardorosas ganas de gozar porque eres joven y porque, pese a todo, igual quieres un mañana y quieres tener una imaginación futura. Y qué estimula más la imaginación futura que sentir con el cuerpo, la música, entrándote por dentro y sintiendo que es difícil estar en este mundo, pero también es gozoso. Por eso, ellas se van a este festival a tratar de recordar que son jóvenes.
–Es hermosa la amistad que cobija, a pesar de todo.
–Sí, la amistad se convierte en tu familia: allí donde hay hogares desestructurados, los afectos que haces en otros espacios amistosos se convierten en ese refugio que estás buscando en medio de todos estos temblores y erupciones volcánicas a nivel material y simbólico. Me parecía interesante que la novela fuera sobre esta amistad y también sobre distintas capas de abandonos, pero también distintas capas de goces y de placer, que también están presentes con la idea de la fuga, de salir de tu ciudad. Porque allí donde el cuerpo está paralizado, donde de repente el cuerpo se ha convertido en una estatua, hay opresiones directamente espaciales, físicas, circunstanciales de las que uno no puede escapar. Pero, sin embargo, el cuerpo encuentra maneras de fugarse y esas fugas a veces son los espacios artísticos: puede ser la música, la literatura, puede ser irte a una fiesta, pueden ser muchas cosas en realidad. Son lugares revitalizadores del cuerpo: allá donde el cuerpo parecía que se había quedado fijo, totalmente quieto, de repente vienen estas experiencias inquietantes, en el mejor sentido, que te agitan y te llevan a otro espacio físico, psicológico y mental.
–También es una novela que trata la búsqueda de la identidad.
–Fue muy importante trabajar ese nivel en estas familias desestructuradas porque también hay algo como de la hegemonía patriarcal, del pater. Y me interesaba mucho trabajar esa idea de una hija que acaba de cumplir 18 años y que quiere buscar al padre, un poco también porque se siente absolutamente desamparada y quiere tratar de encontrar algún tipo de respuesta acerca de su desamparo y piensa que la puede encontrar allí, regresando a la llaga primigenia que es el ser que la abandonó. Para ver si puede haber un cambio en esa línea temporal y espacial del miedo y del dolor: es un viaje de búsqueda personal.
–En todo el desarrollo, la música tiene un rol fundamental, ¿por qué?
–Mientras estaba escribiendo la novela, estaba haciendo una investigación sobre la relación entre la música, la pérdida y la muerte. Hay toda una línea que relaciona la experiencia de la música como una experiencia consolatoria, como algo que viene a coser lo descosido, a unir lo que se ha separado. Por eso es algo colectivo: la experiencia musical también es colectiva porque la gozamos en muchos espacios compartidos. De hecho, Boecio decía que cantando se hace más dulce el llorar. Siento que también eso es una experiencia universal, pero también muy latinoamericana: lo de bailar llorando, lo de reunirte para escuchar música y llorar. Es un llanto de apertura del dolor que te genera, en ese momento en el que te abres para sufrir con los otros, algo que se está sanando. La música sana: se ve en cantos populares, por ejemplo, del pueblo afroecuatoriano con los cantos funerarios, con la música tejiendo el duelo para que el duelo no nos destruya por completo, para que haya un mañana. Toda esa tradición la empecé a estudiar, así como la relación de la música con lo sobrenatural, con los muertos, con los fantasmas, con algo que se transforma y que de repente adquiere otra forma física y que no entiendes cómo se ha producido esa transformación. Esa investigación fue la fuente central para la novela y para estos personajes desarropados, que están buscando un refugio y que se dan cuenta, a través de la música, de que el refugio no es un lugar, sino una emoción.

–También está muy presente la relación entre los cuerpos y los territorios.
–Sí, como costeña me fugué muchas veces a los Andes, a los volcanes, a las montañas. De hecho, la primera vez que me enamoré estaba frente a la Tungurahua, que estaba lagrimeando lava, y yo ahora relaciono siempre el enamoramiento con esa memoria, con ese recuerdo de, en la noche, ver un volcán que está lagrimeando lava. Otra vez aparece la geografía emocional: de qué manera vinculas determinadas emociones con experiencias geográficas que has tenido en tu vida. Esas fugas tienen que ver también con la resucitación de un cuerpo y me parecía muy interesante llevar a estos personajes a esos territorios que, a la vez, también tienen sus propios ritmos y que no son nada complacientes con ellas, porque de repente hay erupciones, tormentas, las atropella una yeguada. Pasan muchas cosas que hacen que, a nivel narrativo, el territorio no sea un mero paisaje.
–¿Se convierte en un personaje más?
–Exactamente, porque cuando una piensa en términos de paisaje pareciera que el sujeto está mirando el paisaje como si fuera algo quieto que está allí, casi no viviente. Pero no: el territorio llora, llueve, se enfría, se calienta, los animales corren por el páramo y el páramo tiene sus tiempos y su manera de decirte si puedes entrarle o tienes que salir. Y si una sabe mirar al territorio como un ente que tiene su propio lenguaje, verá que tiene su manera de decirte: “Oye, hoy no me subas, una montaña puede expresar ‘hoy no me escales porque te puede pasar algo’”. El territorio tiene sus maneras de hablarnos, pero a veces las personas no escuchamos y queremos imponer nuestro deseo al deseo del territorio. Pero la montaña también desea cosas y puede hablarte.
–Hay en toda la novela marcas de la literatura latinoamericana. ¿Qué te gusta leer?
–Me paso leyendo literatura latinoamericana principalmente. Vivo en España desde hace ocho años, pero mis lecturas son de acá, insistentemente de acá, también porque me hablan de territorios amados, territorios cercanos, pero también territorios de la imaginación que yo quiero habitar. Yo quiero habitar los territorios de la imaginación de Gabriela Cabezón Cámara, por ejemplo, o los de Fernanda Melchor. Hay como toda una tradición de relación con la historicidad y la sociopolítica de los territorios que habitamos con los que me puedo emparentar por la propia experiencia que he tenido en mi país: hay hermandades que podemos encontrar en esa literatura y también formas de pensar y de entender lo que es la escritura, con las que me siento mucho más cercana. Sin duda alguna, mi tradición literaria es esencialmente latinoamericana.
–La novela habla también sobre el narcotráfico y la necropolítica. ¿De qué manera lucha y se organiza el movimiento de mujeres en Ecuador contra toda esa situación?
–Los movimientos feministas en Ecuador, como los de la Argentina, son muy poderosos, son muy fuertes y están también tratando de responder a las políticas gubernamentales del gobierno actual ecuatoriano, que además tiene un presidente (Daniel Noboa) de extrema derecha. Ahora mismo en el país hay un paro nacional porque las políticas del actual gobierno son extractivistas: quieren diezmar los territorios de los pueblos originarios, contaminar el agua a través de la minería, pero además también cargarse los derechos sociales que las comunidades —no solamente los movimientos feministas, sino también los pueblos originarios, los pueblos afro— han tardado tanto en conseguir. Y este actual gobierno está queriendo cargarse toda esa historia de lucha esencial por derechos básicos. Ecuador está sufriendo mucho el problema de las narcobandas y su violencia, pero no es la única ni la más importante de las violencias. Ahora mismo el actual gobierno tiene una política militarista de poner a los militares en las calles, de darles todo el poder y todo el apoyo gubernamental: en Ecuador hay 40 personas desaparecidas por las fuerzas de seguridad. Es un contexto bastante difícil, delicado, muy doloroso. Sin embargo, yo creo profundamente en los pequeños espacios moleculares de resistencia, porque al final son esos espacios los que históricamente siempre han sostenido la vida. Y mientras esos espacios estén allí haciendo la resistencia, estemos todos desde nuestros lugares, sin importar lo pequeños que estos sean, tratando de generar nuestras formas de resistencia, podemos tejer una vida posible. Y yo creo que en Ecuador eso todavía está, afortunadamente, y está respondiendo también con fuerza a las políticas negacionistas actuales.

Mónica Ojeda básico
- Nació en Ecuador, en 1988. Es autora de las novelas La desfiguración Silva (Premio Alba Narrativa, 2014), Nefando (2016) y Mandíbula (2018) y Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (2024) de los poemarios El ciclo de las piedras (2015) e Historia de la leche (2020) y del volumen de relatos Las voladoras (2020).
- Ha sido seleccionada como una de las voces literarias más relevantes de Latinoamérica por el Hay Festival –en la lista Bogotá39-2017– y premiada con el Next Generation Prize 2019 del Prince Claus Fund por su trayectoria literaria.
- En 2021 fue seleccionada por Granta como una de las veinticinco mejores narradoras en español de menos de treinta y cinco años.
Mónica Ojeda Meruane estará hoy sábado a las 20 en la actividad Leemos y bailamos junto a Agustina Espasandín, Federico Falco, Fernanda Nicolini, Gabriela Escobar Dobrzalovski, Paula Trama y Pol Guasch. en el Bar Cultural La Paz Arriba y mañana domingo se sumará al panel El otro, el monstruo con Luciana De Luca en la Casa de la Cultura.
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