Me sentía sin fuerzas, sin energía. Solo quería que los días pasaran rápido. La cama se había convertido en mi peor enemiga: me atrapaba, me aprisionaba, no me dejaba ir. Yo solo quería acostarme y cerrar los ojos. Así pasé por dos grandes crisis que me llevaron a prolongados tratamientos; naufragué en lo oscuro y desolador de la fragilidad mental.
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Sin embargo, fui capaz de pedir ayuda y encontré la contención que necesitaba. No podía permitirme rendirme ni arruinar mi vida, mucho menos la de mi hija. Tenía muy presente que mis responsabilidades ya excedían mis deseos personales: sostener una familia obliga a pensar cada paso con cuidado. No podía decidir impulsivamente, el único lastimado no sería yo.
Durante los primeros dos mil viví uno de los períodos más difíciles y vertiginosos de mi vida. Había terminado la secundaria y, con 17 años, comencé la carrera en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Lomas. Al mismo tiempo, empecé a trabajar como repositor en un mayorista. En mi familia, ni mi mamá ni mi papá me presionaron para conseguir empleo o elegir una carrera determinada. Sin embargo, yo quería hacer ambas cosas: tener mis propios ingresos y convertirme en un futuro profesional. Era una meta que me había propuesto.
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Recuerdo a mi abuelo, en uno de mis últimos actos escolares de quinto año, preguntándome:
Uno de los pocos descansos que Pablo Rial podía tomarse en la rutina “estudio-trabajo-padre de familia” era en el horario de comida de la oficina. Acá, aprovechando el sol en Plaza Roma, en el microcentro porteño. —¿Qué vas a seguir, Pablo?
—Contador público, abuelo —le respondí con total seguridad.
Con la ingenua visión adolescente hacia el futuro, tenía la certeza de que ese era el camino correcto: el más seguro, el que me garantizaría una vida tranquila y cómoda.
“Ganan bien los contadores”, acotó mi abuelo.
Pablo Andrés Rial reflexiona sobre la etapa de la depresión: “Los síntomas eran devastadores: desinterés total, cuerpo pesado, incapacidad de levantarme de la cama”.En mi experiencia prematura, asociaba la adultez con la estabilidad económica, el traje y la corbata, un buen cargo en una empresa. Pero, sobre todo, con ser alguien respetado por la sociedad. Y cuando digo “respetado”, hablo de tener peso, de que mi voz valiera algo. Qué equivocadas eran mis percepciones. Mis primeros pasos por la facultad fueron entusiastas: era un pibe lleno de energía, curiosidad y perseverancia. Tanto, que a los 20 años ya promediaba la carrera. Llovían entrevistas laborales, y eso me permitió dejar el mayorista e ingresar a un estudio contable en Lanús, a medio tiempo.
No olvido qué me decía mi jefe en aquel trabajo informal. Al momento de pagarme —unos $400 en mano, junto con un recibo de librería— solía darme un pequeño discurso que él consideraba una suerte de coaching dosmilero:
—Mirá, no te puedo ofrecer más sueldo, pero acá vas a estar mejor que en cualquier lado. Vas a aprender. Estás en la cocina de lo que hacen los contadores. Vos no sos ningún cadete; hacés la gestión del estudio. ¿O querés terminar trabajando como playero en una estación de servicio?
Estar en ese estudio representaba un avance, tanto en experiencia profesional como en autoestima. Aunque me pagaban una miseria, cuando me ponía el traje —porque la política era ir de saco y corbata— me sentía alguien exitoso, un joven respetado. Me mandaban de un lado a otro: llevar documentación a los clientes, hacer trámites en AFIP, Rentas o la municipalidad. Me daban apenas las monedas para los colectivos. Solían ser días calurosos; siempre lo eran. Me recuerdo caminando bajo el sol, porque muchas veces las monedas se perdían y no me quedaba otra que ir a pie. A pesar de todo, trabajar en el estudio me permitía cubrir mis gastos básicos y ahorrar. Mis ahorros estaban destinados a comprarme una moto; un deseo banal, quizás, pero que me hacía sentir que “progresaba”. Boludeces de pibe.
Empecé a viajar todos los días en tren, un medio que me acompañaría durante casi dos décadas. Del estudio contable pasé a otros empleos, pero no vale la pena detallar mi recorrido laboral. Lo verdaderamente importante es un hecho que cambiaría mi vida por completo: cuando yo tenía 22 años, mi pareja de entonces y yo esperábamos, con ilusión, a una hija deseada.
No teníamos un lugar propio ni los medios para afrontar ese cambio. Empecé a buscar trabajos de tiempo completo. En aquel momento, trabajaba seis horas diarias, pero ya no alcanzaba. Fue difícil. En las entrevistas, cuando mencionaba que iba a ser padre, el aire se volvía filoso. Las caras de los entrevistadores se endurecían. Si había algún gesto, era de rechazo. Sufrí una clara discriminación. Para muchas empresas, mi situación familiar era un obstáculo mayor que mis capacidades o experiencia. Pasé de ser un buen candidato al menos indicado, de un joven entusiasta a alguien desesperado por un empleo. Decidí entonces omitir esa información en las entrevistas para conseguir trabajo y asegurar ingresos que nos permitieran alquilar y afrontar los gastos que se venían.
Después de muchos intentos fallidos y comentarios como “¿Cómo vas a hacer para mantener a una hija y pagar un alquiler?”, logré que una empresa me contratara en la Ciudad de Buenos Aires, cerca de Plaza Constitución. La estrategia funcionó, pero a un costo emocional alto. El avance en mi carrera universitaria se detuvo: pasé de cuatro materias cuatrimestrales a apenas dos al año, solo para no perder la regularidad. Aquel pibe lleno de energía y tenacidad se había desvanecido, al menos en parte.
Trabajé allí alrededor de un año, hasta que pude acceder a una mejor propuesta laboral. Para entonces ya habíamos tachado varios logros de la lista: compramos en cuotas una cuna funcional, una heladera usada, una cocina, una mesa, sillas y algunos muebles heredados de nuestros padres. Luego nació nuestra hija, tan buscada. Recuerdo que cabía en la palma de mi mano. Sentí una felicidad inmensa, pero también una incertidumbre profunda. Me asaltaban mil preguntas sobre la paternidad: ¿Podré convertirme en el padre que quiero ser? ¿Podré ofrecerle todo lo que necesita para ser feliz?
Mi nuevo empleo implicaba un ritmo extenuante: tomar el tren a Plaza, bajar al subte, combinar en Diagonal Norte con la línea B… Aquello me recordaba la primera vez que viajé en subte. Era muy chico; habíamos ido con mi familia al zoológico de Palermo y al Planetario. Me fascinó. El subte era sinónimo de paseo, casi mágico. Me decían: “Es un tren que va por debajo de la tierra, hijo”. Yo estaba asombrado. Cada vez que llegábamos a una estación era maravilloso ver cómo, tras el tramo de oscuridad, todo volvía a iluminarse. A veces me preguntaba qué pensaría mi hija cuando viajara en subte por primera vez. ¿Le gustaría? ¿Se asustaría? ¿Podría tranquilizarla?
Desde Alem debía caminar cinco cuadras hasta la empresa. Ingresar por la puerta giratoria, subir al ascensor y observar cómo se encendían los botones hasta el piso 23. Día tras día, el mismo trayecto, la misma rutina, las mismas caras atrapadas en un limbo. La depresión, que por un tiempo había permanecido dormida, despertó con fuerza. No hubo un motivo preciso, sino un cúmulo de emociones que desembocaron en el desborde. Me sentía totalmente rendido, fragmentado, atrapado en una espiral sin salida.
Mi analista identificó raíces profundas en un suceso de mi infancia: la pérdida de mi padre biológico cuando yo tenía apenas un año, un trauma que reaparecía justo en el momento en que me convertía en padre. La imposibilidad de sobrellevar el estrés laboral, los estudios y la sensación constante de no poder seguir el ritmo fue una combinación explosiva. Me juré nunca faltarle a mi hija.
Los síntomas eran devastadores: desinterés total, cuerpo pesado, incapacidad de levantarme de la cama. Mi desgano no me permitía enfrentar los compromisos; se instaló en mí un miedo enorme a vivir. Comía poco, y todos aquellos pequeños placeres que antes disfrutaba —compartir con mi familia o mis amigos, escribir, leer— se habían esfumado. Mi vida entró en una pausa desesperante, que parecía infinita y sin salida.
Temía que mis crisis me impidieran ser un buen padre, que la depresión ganara la pulseada y me robara las distintas etapas de crecimiento de mi hija. Me sentía, a menudo, insuficiente, incapaz de dar amor, y hasta egoísta por no poder escapar de mis propios laberintos mentales. Había perdido parte del valioso presente que me rodeaba, y que me era imposible disfrutar. Estaba abstraído, como sin alma.
Todo terminó en una licencia e internación por depresión. Fue, sin duda, un proceso arduo y una recuperación lenta que se extendió durante varios meses. Jamás habría podido salir adelante sin la contención de mi familia: mi mamá, que organizaba los horarios de mi medicación; mi segundo papá, quien me crio con amor desde chico, conversaba conmigo y me acompañaba al médico; mis hermanos, que me ayudaban a levantarme de la cama; y mi hija, que nos dibujaba juntos y me abrazaba. Ella tenía unos cuatro años. Para entonces ya me había separado y había regresado a la casa de mis padres, algo que nunca consideré un retroceso, sino un refugio necesario, un espacio donde rearmarme y recuperar la estabilidad psíquica que tanto necesitaba.
Gracias a todo eso pude estabilizarme. No caer del todo, sostenerme y, poco a poco, volver al ritmo de la rutina diaria: salir de casa, ocuparme, levantarme mejor por las mañanas, encarrilar mis actividades. Aunque el regreso al trabajo fue con un nudo en la garganta y tiempo después me desvincularon, ya estaba mentalmente mejor. Logré conseguir un nuevo empleo, retomar y aprobar materias en la facultad, y compartir tiempo de calidad con mi familia. En otras palabras, resurgí: recuperé las ganas y el interés por vivir.
Hoy, casi dos décadas después, puedo decir que estoy mejor. Terminé la carrera universitaria y disfruto de mi jardín y de la compañía de mi hija. Siento algo parecido a la plenitud, no pido más.





