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sábado, agosto 9, 2025

Mundos íntimos. Dejé de fumar y empezó la crisis -de pareja, familiar-. Tardé un año y medio en sentirme bien, pero valió la pena.

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Agarré el pucho, le di una pitada profunda —profundísima— y lo apagué. Después, junté el atado, el encendedor, el cenicero y tiré todo al tacho de basura. Eran las dos de la mañana de un sábado de septiembre de 2022. Afuera, del otro lado del cristal de la ventana, un azul irreal copaba el cielo. Tan irreal como lo que acababa de hacer. O así al menos fue como lo sentí en ese momento. No era poca cosa: tras dieciocho años, y luego de haber pasado más de la mitad de mi vida fumando, me disponía a dejar de hacerlo.


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La idea de avanzar con semejante paso (cualquiera que haya sufrido el tabaquismo sabe lo que implica) me venía persiguiendo desde hacía por lo menos un año. Aunque, en realidad, viéndolo a la distancia, se empezó a gestar mucho antes.

Durante junio del 2020, plena pandemia, en medio de la fase más rigorista de la cuarentena, me contagié de COVID y, de un momento a otro, estaba confinado en una habitación del Wilton Palace, un hotel discretamente elegante, ubicado sobre avenida Callao, a pocos metros de Santa Fe. Mi estadía se prolongó por cuatro días y tres noches. Más allá de lo bizarro del asunto, no puedo quejarme de esas minivacaciones involuntarias (en mi caso, a diferencia de otros, el bicho no me había afectado demasiado). Es más, durante ese tiempo aproveché a leer, a escribir y a mirar películas que hacía rato quería ver. Del aislamiento, lo único que me preocupaba era el cigarrillo.


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Sin embargo, lo que se proyectaba como un trastorno no terminó siendo para tanto. Lejos de desesperarme, y ya instalado en la habitación, me sorprendió el hecho de que casi no pensaba en el cigarrillo. Asombrosamente, parecía arreglármelas bastante bien con mis libros, mi notebook y mi ventana que daba a la pared lateral del edificio de al lado, un bloque de cemento desprovisto de todo tipo de atractivo. Si me tentaba con un pucho, trataba de concentrarme en cualquier otra cosa o la llamaba a Any, mi pareja, quien, vía taxi, me había enviado el bolso con todas las cosas que necesitaba para afrontar el encierro.

Qué difícil dejarlo. Federico Morales Pfaffen siempre con un cigarrillo en la mano, hasta que pudo cambiar.Qué difícil dejarlo. Federico Morales Pfaffen siempre con un cigarrillo en la mano, hasta que pudo cambiar.

Pero, sabemos, nada es para siempre.

Lo primero que hice cuando volví a mi casa fue fumar. Me llevó poco menos de tres días recuperar mi marca promedio: un atado, atado y pico, por día; número que aumentaba significativamente durante los fines de semana y los feriados. Y si bien no había abandonado el hábito, a partir de entonces ya nada sería igual. No solo porque la experiencia de esos cuatro días no me había pasado de largo, sino porque algo adentro mío —¿en mis papilas gustativas?— había cambiado. Tras mi paso por el hotel, fumar nunca más volvió a ser lo mismo.

Dos años. Dos años tuvieron que pasar para que terminara de asimilar lo obvio: ya no disfrutaba de fumar. Es más, no solo que no lo disfrutaba, sino que incluso a veces me daba asco, repulsión, vergüenza. Y ese dilema, el de hacer algo que uno ya no quiere hacer, se volvió parte de mi cotidianeidad. Pronto, el recuerdo de mi estadía en el Wilton Palace fue ganando cada vez más terreno. Y al poco tiempo ya lo tenía decidido: iba a dejar de fumar. Pero antes de hacerlo tenía que terminar algo.

Por entonces, yo estaba escribiendo “Atardece sobre Kiev” (novela que próximamente será publicada por la editorial Nido de Vacas), y hasta que no le pusiera punto final a aquel proyecto no iba a avanzar con un volantazo como el que me proponía. No solo porque en mi cabeza el acto de escribir estaba estrechamente vinculado con el cigarrillo (mientras escribía podía fumar un pucho tras otro), sino porque intuía, y con justa razón, que semejante proceso iba a implicar un movimiento de placas tectónicas, un sismo que alteraría el curso de las cosas. Por esa razón me fijé una meta: ni bien terminara la novela, dejaba de fumar. Y así hice.

Amputación. Esa imagen se me viene cuando pienso en la forma en la que dejé de fumar. Durante los dieciocho años que duró mi vida como fumador, el cigarrillo había adquirido estatus de prótesis, como si se tratara de una extensión de mi cuerpo, algo así como un bastón, unas muletas. No resulta muy feliz que digamos el hecho de tener que reconocerlo, pero es así. Uno pierde independencia a manos de un factor externo. Es el triunfo del objeto por sobre el sujeto. Ahora, con el diario del lunes, me doy cuenta de que no hay otra manera de hacerlo. También es cierto que podría haber comprado uno de esos libros de góndola que se ocupan de impartir consejos e instrucciones. O que podría haberlo hecho gradualmente. O incluso podría haberme pasado al tabaco armado. Podría. Podría. Podría. La cuestión es que no se me ocurrió otra manera de hacerlo: así como un buen día había empezado a fumar, entonces de la misma forma tenía que dejarlo. Apliqué cirugía mayor, sin anestesia. Casi que me lo saqué de encima con desprecio, como si me arrancara una curita que ya no sirve.

Sin duda, este método tuvo mucho que ver con todo lo que vino después.

¿A qué darle prioridad? ¿A la angustia, a la ansiedad o a ese vacío que, como un cráter, se abrió delante de mis narices? No. Al tiempo. Mejor voy a hablar del tiempo.

Más allá de que el fumador no se detenga a pensar en ello, en el fondo sabe las mil y una complicaciones que trae aparejado el cigarrillo (falta de aire, pérdida del sentido del gusto, tentar al cáncer, etcétera). Pero lo que ningún especialista de la salud suele advertir es que este hábito, como cualquier otro vicio, demanda una inmensa cantidad de tiempo.

Tiempo que muchas veces cae en una nebulosa, en un paréntesis completamente inútil desde el punto de vista de lo productivo. Refugiarse en la cocina durante los días de invierno para no llenar de humo el departamento. Salir a dar una vuelta manzana con el fin de pitar, postergando lo que se estaba haciendo. Perderse tramos de reuniones para amotinarse en el balcón de una casa ajena en la que no se permite fumar.

¿Más? Superar la distancia entre un punto (casa) y otro (trabajo). La espera, interminable, en la parada de colectivo. La pausa en un café para tomar un cortado. Los cinco minutos de más que se disponen por llegar antes de hora.

Tiempo que gira en torno al tabaco o tabaco que viene a suplir el tedio de los baches muertos. Vistas así, de cerca, como si se les hiciera zoom, uno descubre que gran parte de las acciones que hacen al día a día estaban mediadas por una presencia insoslayable: el humo.

Una mentira: los primeros días son los peores. Verso. Puro verso. En realidad, y según mi experiencia, resultan los más ‘luminosos’. De golpe, uno se encuentra con el entusiasmo de comprobar que al final no era tan difícil dejar de fumar. Es más, casi que dicha verificación funciona como un incentivo para seguir adelante con el propósito.

«Cuando estás en el ojo del huracán no te das cuenta». Algo así fueron las palabras que me dijeron durante una conversación en la que estaba hablando sobre mi proceso. Y no se equivocaban. Lo peor recién estaba por venir.

Crisis de pareja, peleas familiares, suspender hasta próximo aviso dos prácticas tan arraigadas como la lectura y la escritura, distanciarse de aquellos lugares que uno frecuentaba, de aquellas dinámicas que básicamente estaban moldeadas por el humo, por su presencia, su preponderancia.

El dejar un hábito que, más o menos, en promedio, uno había hecho veinticinco veces por día a lo largo de más de seis mil quinientas jornadas, no resulta para nada gratuito, inocuo.

Una tarde cualquiera, a los dos meses de iniciado el proceso, me atravesó la sensación de no saber cómo administrar mi tiempo. De pronto, disponía de una cantidad de la que hasta entonces no había tenido registro. Podía colgarme a mirar por la ventana, sin ningún pensamiento en particular, tan solo sintiendo cómo el vacío —la falta— taladraba mi pecho. Entretanto, la angustia se proyectaba como una sombra unánime, y no me quedó más remedio que vérmelas cara a cara con el eje vacío-tiempo. No fue fácil. Nada fácil. Quien diga lo contrario, o miente o no sabe de lo que habla. Imagino que ese estado de ánimo debe ser una de las causas que explican por qué solo un pequeño porcentaje de aquellos que se proponen dejar de fumar consigue superar los tres meses. La mayor parte reincide.

En medio de lo que sin duda ya era una crisis existencial, y a propósito del Poema de Gilgamesh, un amigo me dijo algo más o menos así: «una vez en el desierto, lo único que nos espera es la costa». ¿Qué me quiso decir? Que hay que atravesar el desierto. Un desierto, en este caso, más bien conjetural, formado exclusivamente por la idea de espacio-tiempo, pero no por abstracto menos real. Quizá, la experiencia del vicio (cualquier vicio) nos interpela acerca de nuestro paso por el mundo, acerca del misterio de la psicología de la vida. Estamos rodeados de adicciones para todos los gustos. Adicciones que, una vez que se acaban el placer o el alivio efímeros, solo proporcionan desconexión, remordimiento. Popularmente, al término se lo suele relacionar con el no hablar: a-dicción. Es decir, sin dicción.

Tardé más de un año y medio en dejar de sentirme un extraño en mi propio cuerpo. Como todo proceso, hubo momentos de mayor firmeza, de mayor coraje, y otros en los que trastabillé, en los que creía que era imposible aquello que me proponía. Sin embargo, poco a poco, con trabajo y voluntad y persistencia, pude alcanzar la costa, esa otra tierra de la que me había hablado mi amigo. Y recuperé la palabra, la dicción, y volví a escribir y a leer en voz alta y a relacionarme fluidamente con los demás y a reencauzar el canal de diálogo con Any. Y no solo recuperé la palabra, sino que, además, se volvió más clara, nítida, exenta de todo lo opaco que viene de la mano del humo.

Redacción

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