El 30 de enero mi amigo Darío cumple años. Está en Brasil así que los saludos son a la distancia. Le escribo: “Casi te podría decir que sos de mis primeros recuerdos, esos que aparecen borrosos pero están. Por algo quedan ahí, en el pozo de la memoria. Te quiero siempre, hace 49 años. Qué suerte la nuestra, la de toda la vida cerca”.
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Dejalo fluir y ya se verá
Él cumple 49, yo cumplí 50.
Tengo imágenes tempranísimas en mi memoria, ¿existirán?, ¿las habré construido?, ¿las habré robado a las fotografías que conservó mi madre? La mayoría son fotos en blanco y negro. Se nos ve jugando en la playa, en Mar del Plata, con baldecitos y palitas, en el bosque platense corriendo a las palomas. Hay una especial. Lo llevo de la mano, él camina confiado. Tendrá dos años, yo tres. Yo uso chupete. Es la casa de mis abuelos, donde estaba el perro Cherú, al que le teníamos terror. Puedo oler el perfume de ese jardín, me regocijo en los juegos y en el día soleado. En la hospitalidad de mis abuelos. Sé que no son recuerdos, porque era muy chica. Los he armado con experiencias posteriores, con las fotos que capturaron los momentos. Pero como dice Silvina Ocampo en “Invenciones del recuerdo”: Todas esas imágenes están grabadas/ dentro de aquel gris, prenatal corazón.
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¿Qué cambió en estos años?

Mi madre y su madre eran amigas íntimas, como son amigas las mujeres. Mi padre y su padre eran grandes amigos, como son amigos los hombres. Nací un año antes que él y a partir de su nacimiento compartimos la vida. Podría haber sido el caso de esas amistades heredadas que son más un compromiso que un tesoro. Nuestros caminos podrían haberse bifurcado. Pero no.
Y la verdad es que conservamos la amistad en estado puro. Mujer y hombre, heterosexuales, con vidas afines, miradas de mundo compartidas, que nunca, nunca, desdibujaron los límites de la amistad.

Tengo amigos varones pero ninguno es ajeno a otro vínculo, como estar casado con una amiga mía o ser amigo de mi ex marido. Y con ninguno de ellos tengo recuerdos exclusivos. Todos vienen de la mano de planes familiares, reuniones de parejas o de grupos.
Darío está casado con mi amiga Victoria y es el gran amigo de mi ex marido, Leo, con quien compartió el barrio, la primaria y hockey en el club Universitario. Sin embargo la historia que nos une es previa. Es una prehistoria de esta relación de hoy que sí cumple con la regla: casado con mi amiga, amigo de mi ex marido.
Más acá de las fotos, de las que extraigo recuerdos tal vez imaginarios, tal vez reales, están las vivencias. Y en ese más acá aparecen en escena los que nacieron después: mi hermano Santiago y su hermana Eliana.
Jugábamos con triciclos primero, bicicletas, monopatines y patinetas después. Mirta, su mamá, nos dejaba salir a dar vueltas manzana. Se sumaban los vecinos, Victoria (su futura esposa, mi futura amiga) y Fernando (el hermano de Victoria). Teníamos misiones muy riesgosas en las vueltas manzana, descubríamos misterios y sospechábamos que en la casa abandonada se ocultaban ladrones.
En mi casa había fútbol en el extenso terreno, pileta y juegos de científicos: cazábamos bichos y los poníamos en frascos, hacíamos experimentos con tubitos de ensayo, mirábamos con lupa las nervaduras de las hojas. El verano era infinito, construíamos carpas con las toallas, buscábamos tesoros en el fondo de la pile, nos subíamos al tilo y cada uno tenía su trono de rey en una rama.
Nuestros padres habían adoptado la rutina de cenar un día por semana, alternando las casas. No sé cuántos años duró eso pero para mí fue una etapa prolongada y feliz. En el invierno, mi mamá, Cristina, nos ponía los pijamas debajo de la ropa para acostarnos no bien terminara la reunión. La cena era lo de menos, lo mejor era mirar juntos “V, Invasión Extraterrestre”, jugar al Monopoly, al Bucanero y al Juego de la Oca. Leíamos la enciclopedia infantil que tenían ellos y yo deseaba. Cuando salieron los grabadores, armamos una radio y grabamos un programa, con noticias, propagandas y artistas invitados. Comentábamos qué final de “Elije tu propia aventura” nos había tocado.
También peleábamos, hubo un tiempo alrededor de los 4 o 5 años en que Darío no me prestaba los juguetes y su mamá lo retaba. Además, yo era mandona y él jamás se doblegó a mis imposiciones. A esto se sumaba la rivalidad futbolística: ellos del Lobo, nosotros del Pincha. Cuando nació Leandro, su hermano menor, no me lo dejaba tocar y yo moría de ganas de acariciar al bebé. Pero la sangre nunca llegó al río.
Cuando yo tenía 11 años, mis padres se separaron. Sufrí mucho y en silencio porque en esa época todavía era un tabú y la ciudad de La Plata era conservadora, por lo menos en el ambiente en el que circulaba mi familia. Mirta, la mamá de Darío, la contuvo a mi mamá y nos dio a mi hermano y a mí un hogar en momentos difíciles. Convenció a mi mamá de que me dejara cortar el pelo: por los hombros y con flequillo (se las ingenió para hacerme un peinado que lo simulara), charló conmigo, me dijo que no arrastrara los pies cuando caminaba porque cuando usara tacos, los iba a romper. Yo ya empezaba a crecer y prefería charlar con ella a jugar con los más chicos.
Ese fue el inicio de una distancia que la adolescencia profundizó. Darío jugaba con Santiago al fútbol, venían grupos de chicos y organizaban partidos en mi casa. Años después, el que luego fue mi marido, me recordaba de esas tardes de “fulbito en lo de Santi”. Mis amigas y yo ni los mirábamos, nos pasaban por al lado transpirados y se reían mientras tomaban la leche chocolatada que mi mamá les preparaba. Una tarde en donde ya asomaba el otoño Darío dio tantas vueltas a la pileta en bicicleta que se terminó cayendo al agua. Sospecho que nos quiso impresionar. Tampoco confluía ya con Eliana que quedó muy niñita para mí y mis nuevos intereses: chicos, The Police, ropa nueva, la aventura de la secundaria. Y los años pasaron con el cariño intacto, pero sin el trato cotidiano de la infancia.
El reencuentro definitivo de nuestras vidas fue definitivo en muchos aspectos. Remedo a Borges y digo que he llegado al momento inefable de mi relato. Eliana murió a los 18 años, en un accidente. Luego de los primeros días en que todos pasamos como sombras, pensé en cómo acompañar, en no invadir, dudé. Mi padre me dijo: “nunca restes, siempre en la vida, sumá”. Y me fui un domingo a la casa de Darío, que ya nunca reconocería sin Eliana en ella. Él estaba en la habitación de los padres, con su novia Victoria y su amigo Leo. Trataban de evitar el permanente fluir de gente.
Sentí que se había ido mi infancia, que los recuerdos más lindos no iban a poder ser evocados sino a través del dolor. Pero silencié mi tristeza porque había otros que estaban sufriendo de manera más desgarrada que yo.
Después de ese día los visité varias veces, empecé a charlar más seguido con Victoria. Me lo crucé a Leo en la facultad (estudiábamos en el mismo edificio), intercambiamos teléfonos y finalmente empezamos a salir. Y volví a la casa de Darío, con Leo, en un rol distinto. Mirta sonrió complacida: había oficiado de celestina. Fueron momentos en donde las alegrías compartidas se mezclaban con una tristeza hondísima.
La inocencia había quedado atrás. La vida adulta se impuso de la manera más explícita posible. Y no nos resistimos: terminamos las carreras, trabajamos, juntamos dinero para el futuro. Los planes de pareja incluían partidos de paddle, asados, juegos de mesa.
Leo y yo nos casamos. Darío era el testigo (no llegó a tiempo, pero unos minutos no le quitaron su misión). Fernanda, mi amiga desde el jardín de infantes, fue la otra testigo. Eso hacía que me sintiera en una intimidad amorosa. Ellos habían transcurrido conmigo la vida entera, el amor se daba por sentado. La fiesta de civil la hicimos en el parque del papá de Darío (Mirta ya no estaba y tampoco la casa de la infancia). Leo y yo no tuvimos niñez compartida, pero al estar ligados ambos por la amistad con Darío, resultó que en esa fiesta en donde solo estaban las familias y los testigos, no había los tuyos y los míos, todos eran los nuestros.
Luego nació mi hija mayor. Cuando tenía 8 meses, Darío apareció en casa con un cachorrito. “Esta nena no puede criarse sin perros”, dijo. Mi vida no estaba organizada para recibir al cachorro: trabajo infinito, un bebé, una casa nueva para acondicionar. Sin embargo acepté que lo que viniera de las manos de Darío, sería siempre una bendición.
Darío y Victoria se casaron. Llegaron más hijos, perros, mudanzas, vacaciones, fiestas compartidas, despedidas y reencuentros. Siempre reencuentros. Mi vínculo con Victoria se hizo fuerte, superó su origen, ya no éramos amigas “a través de”. Nuestro lazo tomó solidez, incondicionalidad, confidencia y un código propio.
Ambos estuvieron presentes en el proceso que duró mi separación, de manera respetuosa nos alentaron a la tolerancia, a la apuesta por la familia, a la mirada del camino transitado. Recuerdo un desayuno con Darío en City Bell, él y yo solos, su mirada clara de las dificultades y su pensamiento práctico: “cruzaron la mitad del río juntos, ¿se van a soltar la mano ahora que ya tienen media vida recorrida?” No eran vacuas sus palabras, ni las dejé pasar. Pero la suerte ya estaba echada y no hubo vuelta atrás. Entre otras cosas, me retiré del festejo de fin de año que se celebraba con el grupo de amigos de hockey, lo sentí muchísimo.
Ese momento podría haber marcado la bifurcación. Pero no fue así en ningún sentido. Aunque ellos viven en Brasil, sostuvimos la amistad, nuestros hijos, ya jóvenes, cultivaron la suya (van tres generaciones que honran aquello que empezaron nuestros padres en los 70, entre canciones de los Beatles y partidos de vóley) y hace dos años que volvimos a pasar juntos el 31 de diciembre, como solíamos hacerlo cuando los chicos eran chicos, con el grupo de amigos.
El 30 de enero, a mi mensaje de cumpleaños, Darío contestó:
“Qué lindo lo que escribís. Me hiciste lagrimear. Gracias, Evi. Long trip together!”
Que así sea.