En una vida anterior fui corredor de autos. Antes de dedicarme a la literatura, antes de la poesía, o de ser más o menos consciente de que me dedicaría a escribir, entre los catorce y los dieciocho años, fui corredor de karting.
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La cosa fue así: mi papá era un apasionado de los fierros, siendo un joven soltero llegó incluso a probarse en alguna competencia pero no pasó de ahí. Desde que yo era chico, proyectó en mí su frustrada pasión. Le hubiese gustado que su hijo fuera piloto. Y a mí el bicho me picó; hice naturalmente mío ese deseo que vibraba en el aire. A los doce me regalaron mi primer karting, que tenía un motor de máquina de cortar pasto, y con el que despuntaba el vicio en un descampado de la localidad de Carlos Spegazzini, o en las enormes piletas de los bosques de Ezeiza, vacías en los meses de invierno.
El tema es que en mi casa se veía la F1 en la televisión pública, que hacía poco había empezado a transmitir en colores. Tenía un cuadernito donde llevaba estadísticas de los pilotos y los equipos, las posiciones del campeonato y los grandes premios que recorrían los cuatro continentes a lo largo del año. Compraba y leía religiosamente la revista CORSA, seguía también el Turismo Nacional, el TC y otras categorías.
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Había algo en la épica del piloto de autos que me fascinaba, una especie de superhéroe, el hombre solitario enfundado en su casco y su buzo antiflama, como una especie de cruzado listo para salir a la batalla. Porque si bien alrededor del corredor hay un equipo y mucha gente que trabaja, al momento de la verdad está solo, y todo depende de lo que haga o deje de hacer, amén de que él también depende de su máquina, de sus rivales, y de mil imprevistos. Pero de todos modos, cuando sale a la pista, encastrado en su cápsula, cada maniobra y cada decisión es un salto al vacío. Muchos años después me di cuenta de que mucho de eso había en el acto de leer y escribir, una especie de arrojo, de abrirse paso ante lo desconocido, de encarar una curva tras otra.
Y para no cansarlos con cronologías doy un salto. A eso de los quince estaba compitiendo en el Campeonato Argentino de Karting. Teníamos un equipo, recorríamos la provincia y gran parte del país, éramos parte de esa pequeña pero extendida y bulliciosa sociabilidad de las categorías zonales. Mientras tanto yo hacía el colegio secundario; muchas veces tenía que faltar por los entrenamientos, porque ya desde el jueves o el viernes y hasta el lunes siguiente viajábamos a correr.
Esta imagen, en el kartódromo de Chacabuco, se publicó en la revista Corsa en 1984. De izq. a der., Mario Nosotti, apoyado sobre el motor, Miguel Acuña -jefe del equipo y también piloto- y Manolito, hermano de Miguel y mecánico del grupo. Durante 4 años, Mario viajó por distintos circuitos y ganó un campeonato sudamericano.Aun siendo el primer escalón en la vida de un piloto de carreras, en el mundo del karting hay equipos, algún patrocinante (una marca de lubricantes, el negocio de un pariente, la pizzería del barrio), kilómetros de ruta, hoteles variopintos, revistas y programas de radio que siguen la actividad. Y recalco: el karting es el primer escalón de la escuela (cuya máxima aspiración es la F1), pero es un escalón fundamental, la mejor plataforma en el que puede formarse un piloto. Muchos de los actuales pilotos de “la máxima”, por no decir todos, empezaron su camino en el karting. El jefe de mi equipo, por ejemplo, que corría en una categoría mayor, había competido con Ayrton Senna –del cual ya por entonces circulaban anécdotas de su talento- , y es la única categoría que tiene además de un torneo sudamericano, uno a nivel mundial que se corre generalmente en Europa.
Mario Nosotti a los 19 años, con su hija. La paternidad y un buen inicio en su oficio de escritor convirtieron las carreras en un recuerdo.La cosa es que durante cuatro años viajamos por diferentes localidades donde había kartódromos, o incluso podían ser circuitos callejeros (alrededor de la plaza principal, por ejemplo) y en 1984 gané el campeonato sudamericano de mi categoría, por lo cual pude pasar a la internacional, donde competí un año. “La verdad es que eras bueno”, me dijo hace unos días mi papá.
Ahora que lo pienso, mi primera fascinación por lo escrito vino a través de las revistas. El kiosco que estaba a una cuadra de casa, cerca de mi colegio, fue para mí un lugar que albergaba tesoros incitantes, como una invitación a salirme del mundo familiar y abrirme a lo desconocido. La palabra ligada a la imagen. Revistas de historietas, revistas deportivas, álbumes de figuritas. La revista como dispositivo para hacerme viajar, para instalarme en otra dimensión del espacio tiempo.
Hice la escuela secundaria durante la dictadura. No había una biblioteca “literaria” en casa, al menos no la clásica formativa que muchos escritores repiten en los reportajes: las novelas de la Colección Robin Hood, Verne, Salgari, Dickens. Me acuerdo que mis viejos compraban el Reader’s Digest, revistas sobre paternidad, autoayuda, y algún libro de línea espiritual, algunas novelas, sí, de Silvina Bullrich, de Marta Lynch, best sellers tipo Harold Robins, Arthur Hailey (Ruedas), y también, supongo que como parte de una “aspiración cultural” muy de esos años, algo de Borges, “Cien años de soledad” y no mucho más.
Hace unos meses, mientras preparaba un texto sobre mis comienzos en la escritura y el trabajo literario, me di cuenta de que hasta qué punto la figura del piloto de carreras había sido para mí un personaje novelesco. La primera vez que mi nombre apareció en letras de molde, no fue en una revista literaria o en la portada de un libro, sino en la revista CORSA. Tengo las fotos de una nota a doble página donde aparezco con otros integrantes de mi equipo. Junto a otro chico se refieren a nosotros como “jóvenes promesas”. Fue mi última temporada. A fines de ese año conocí a una chica, y unos meses después, embarazo y revuelo familiar mediante, nació mi primera hija y otra etapa empezó. Arranqué a cursar Letras, a escribir, y me seleccionaron para ser parte de la antología de la Primera Bienal de Arte Joven (1986), prologada por Joaquín Giannuzzi, que salió llena de erratas.
Aún hoy, sin embargo, sigo teniendo el sueño recurrente de que estoy en el karting a punto de largar, esperando en la grilla de partida -el momento de máxima adrenalina- o peleando mano a mano con otros, en una fila india paragolpe contra paragolpe. Treinta años después -en la época de Reutemann, los domingos, me levantaba a la hora que hiciera falta para ver los Grandes Premios en la televisión- y con la aparición de Colapinto, volví a ver las carreras (no solo las carreras: las pruebas de los viernes, la clasificación de los sábados y el GP del domingo), y pude entender más esa pasión inexplicable que viene de una marca de la infancia. Me di cuenta de que no había sido solo un mandato de mi viejo, sino que hay algo ahí que todavía me convoca. Uno no es una sola persona, es muchos según el momento, y sigue siendo muchos siempre.
Pensé también en lo raro de las vocaciones, eso que a veces creemos prístino e incuestionable, sin darnos cuenta de cuán aleatorio puede ser, de cuantos cruces o casualidades depende. Es solo a posteriori que lo leemos como parte de un destino evidente. A propósito de esto, y me permito aquí una digresión, hay una hermosa novela de Leonardo Sabbatella, Sobre un campeón póstumo, donde se cuenta la historia de Lozza (“No supo cómo se llamaba hasta que vio su nombre escrito al costado de su auto de carrera”) un piloto indisciplinado, huraño, mediocre, pero con destellos de talento y una personalidad que lo hacen destacarse del resto. Sin ninguna carrera ganada su rendimiento es malo, tiene miedo de equivocarse, y hasta piensa en dejar de correr. Un piloto veterano, varias veces campeón, le cuenta un día el caso de pilotos a los que “no les gusta manejar”, pero son buenos en lo que hacen y no pueden dejar de hacerlo. Nacieron para manejar autos de carrera aunque no tengan vocación. Una fatalidad. “Uno no elige para qué es bueno”, le dice.
Pero un día Lozza gana y se olvida de renunciar, deja de pensar si está satisfecho o no y se dedica a correr “con superstición y manía”. Después de cuatro temporadas regulares, del cansancio y las primeras arrugas, entra a una escudería de vanguardia y empieza a ganar una carrera tras otra, aprende a manejar “sin nadie adelante”. Descubre que sin pensar maniobra mejor, que lo suyo siempre fue “hacer una cosa pensando en otra”. Los triunfos y su aire rebelde lo hacen famoso, llegan a contratarlo para publicidades y hasta para hacer una película. Pero en una de las pruebas Lozza pierde el control de su auto, se estrella contra el muro de contención y muere. Lleva tanta ventaja a sus competidores que igual se consagra campeón, “un desertor de su propio triunfo, de su victoria final e interminable”.
Y adónde quiero ir con todo esto. A una experiencia, muy distinta pero con algo similar que me marcó para siempre: en las pruebas previas a una carrera donde se definía el campeonato argentino de karting, no podía encontrar el balance del auto, a pesar de los retoques y mejoras de los mecánicos, no lograba hacer un buen tiempo.
Me esforzaba, frenaba a último momento, trataba de tomar las curvas con más velocidad, pero nada. Mi compañero de equipo se subió al auto e hizo un tiempazo. Entonces era yo… Dándome por vencido, decidí no forzar nada, hacer la prueba de frenar con anticipación, de hacer las curvas prolijas, casi como si pretendiera ir más despacio. Y entonces el tiempo salió. Me di cuenta de algo, de una forma de hacer las cosas que a veces todavía me persigue: a menudo fuerzo demasiado, peco por excesiva voluntad, por querer que las cosas salgan sea como sea, y aunque a veces eso produce resultados, muchas otras traba las cosas. A veces lo que cuesta es hacer menos, ir más despacio, no poner tanto empeño. Así, aunque suene raro, uno es más efectivo, o como en este caso, más veloz.
Sobre la firma
Mario Nosotti
Mario Nosotti es poeta, ensayista y periodista cultural. Publicó cinco libros de poesía, un libro de notas críticas y ensayos biográficos sobre los poetas Juan L. Ortiz y Edgar Bayley. Vive en Florida, cerquita de la cancha de Platense. Fue corredor de karting y librero. Le gusta escribir por la mañana, caminar con su perra Pampa por los linderos del Ferrocarril Belgrano. Es docente en la Maestría de Escritura Creativa (UNTREF), codirige la Colección de Poesía Argentina Estaciones (Miño & Dávila) y lleva adelante el blog de crítica y poesía Música Rara. Su disco preferido es Almanaque, de Chico Buarque.
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