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sábado, julio 12, 2025

Mundos íntimos. ¿Quién dijo viejo? A mis 89 años aún sigo remando. Mi mensaje a los jóvenes es simple: si yo puedo, todos pueden.

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El próximo 8 de febrero voy a cumplir 90 años y aún sigo remando. Y no lo digo de manera metafórica aunque uno en la Argentina siempre está “remando”. Lo digo en el sentido literal de la palabra. Remo con mayor frecuencia en el río Tigre y también en el Luján. Muchos creen que debería ocupar mi tiempo visitando médicos, yendo a la plaza a charlar con jubilados o incluso deprimirme pensando en la muerte. Pero no, yo sigo entusiasmado participando en cuanto campeonato nacional e internacional de remo se me cruce.


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Actualmente participo en remo de travesía y remo master junto a otros dos “jóvenes” amigos: Miguel Angel Carrere de 85 años y Angel Montero Bustamante de 80 en la categoría “Más 85” (las categorías se determinan haciendo el promedio de todos los tripulantes). Remamos en un bote combinado ya que ellos pertenecen al Club de Regatas La Marina y yo al Club Náutico Hacoaj, el club de mis amores que también está próximo a cumplir 90 años. A esta altura siento que tengo su remera tatuada en el cuerpo. En el ambiente del remo nos conocen como “Los Pibes” y creo que no hace falta explicar por qué. Nuestro caso es tan inédito que hasta han realizado un documental llamado “Remar” que fue recientemente estrenado en el cine Gaumont. La película quiso dejar un claro mensaje a los jóvenes: si nosotros podemos todos pueden.


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Es curioso pero ni siquiera le temo al peligro del río ya que hoy, al remo, se lo considera un deporte de riesgo por las pésimas condiciones en las que se navega debido al poco control que se recibe por parte de la Prefectura Naval Argentina. De hecho creo que si nunca tuve un accidente grave, como siempre digo, es porque Dios es remero.

Siempre el río. Los “pibes” -así los llaman- entrenando en una imagen del filme @remardocumental. De izquierda a derecha, Angel Montero Bustamante (80), Bernardo Bulgach (89) y Miguel Angel Carrere (85).Siempre el río. Los “pibes” -así los llaman- entrenando en una imagen del filme @remardocumental. De izquierda a derecha, Angel Montero Bustamante (80), Bernardo Bulgach (89) y Miguel Angel Carrere (85).

¿Anécdotas para contar? Miles. Aunque no puedo evitar recordar una de las más recientes. Resulta que hace unos cinco años, durante la regata que va de Zárate a Tigre, que tiene 65 kilómetros junto a mis dos coequipers nos tomó por sorpresa una sudestada en medio del río Paraná en pleno invierno. Teníamos el río y el viento frío en contra. En un momento, uno de los tripulantes de nuestro bote por una distracción descuidó el timón y los tres caímos al agua helada. Inmediatamente vino la lancha de auxilio, nos rescató y nos dejó temblando de frío en la Prefectura de Escobar. Allí los oficiales nos prestaron un caloventilador y pudimos secarnos. Para mí no fue un drama sino una anécdota más. Siempre gana la mística que da el río, incluso con todos sus peligros y desafíos.

Bernardo Bulgach cuando era más joven, atento a las nuevas técnicas y desarrollos de los botes y remos.Bernardo Bulgach cuando era más joven, atento a las nuevas técnicas y desarrollos de los botes y remos.

Esto lo pude experimentar por primera vez a los 13 años cuando comencé a remar en el club. Me di cuenta que subirme a un bote implicaba rodearse de naturaleza, de vegetación, oír el canto de los pájaros y sumergirse en un mundo que me invitaba a soñar y a desprenderme de lo que representa la ciudad y el asfalto. Eso sumado al placer de remar en compañía, a mis 89 años no tiene precio. En los encuentros con mis compañeros de prácticas y remadas hablamos de bisnietos, de nietos, del país… de la vida misma. Por otro lado, la cantidad de premios y reconocimientos que obtuve, y sigo obteniendo, siempre fueron y aún son un mimo extra de esta gran pasión. Hoy por hoy la categoría máxima en remo es la de “Más 85” pero no tengo dudas que voy a llegar a inaugurar la “Más 90”.

Es que de más está decir que pienso seguir compitiendo hasta que el cuerpo me diga basta que, a juzgar por los hechos, será dentro de mucho tiempo. El equipo médico que me atiende y controla está formado por un deportólogo cardiólogo y una gerontóloga quienes me estimulan a que siga remando y compitiendo. Increíblemente, o gracias al remo y a mi genética privilegiada, sólo tomo una medicación para el corazón que podría denominarse preventiva y que es indicada por el cardiólogo debido a la actividad física de alto rendimiento que realizo. Estos profesionales que me atienden están tan maravillados con mi caso que hasta me han invitado, y me siguen invitando, a exponer mi historia en congresos médicos.

El remo es un deporte muy duro que implica una gran preparación física. Al mismo tiempo se está en contacto con la naturaleza que a veces es desfavorable. Esto me ha brindado una gran enseñanza: el poder estar preparado para afrontar, y superar los desafíos más duros que en todos estos años por supuesto he tenido. Y en todos los ámbitos.

Hay quienes me preguntan cómo imagino mi vida sin el remo y la verdad que cuando lo pienso siento un gran vacío. A mi edad una actividad como esta implica tener calidad de vida. Hoy mis días giran en torno a las regatas, a las fechas de las competencias, las inscripciones a los torneos, los días de entrenamiento, las reuniones y los festejos de cumpleaños de los remadores. Realmente es un ambiente de mucha camaradería y alegría y eso para un “pibe” como yo, es muy importante.

Debo confesar que pesar de tener casi 90 años a veces siento que soy un estudiante. Para mí el año se inicia en marzo cuando dan comienzo las travesías, y finaliza en noviembre, cuando ya se corre la última de la temporada. Es decir, corro unas ocho o nueve regatas por año a razón de una por mes. También me tiene muy entusiasmado el campeonato sudamericano de remo master que el año que viene se corre en Asunción de Paraguay y del cual vamos a participar con mis dos compañeros. Si bien en todos estos años pude remar en diferentes tipos de botes mi preferido es el que tiene capacidad para ocho tripulantes. Remarlo es fantástico: uno siente la velocidad de la embarcación. Y ahí se ve realmente lo que implica el trabajo en equipo porque somos ocho remando para el mismo lado.

La pasión por este deporte que tantas satisfacciones y desafíos me trajo, y que siento es un verdadero formador de carácter, nació hace 77 años, cuando era un adolescente de pantalón corto. Aún escucho la voz de una pariente mientras estando junto a mi familia como todos los domingos merendando en el Rosedal le dijo a mi madre “¿Por qué no lo anotás a Bernardo en Hacoaj?”.

La actividad física no era algo desconocido por mí. Desde muy chico iba varias veces por semana, luego del colegio a la Asociación Cristina de Jóvenes a hacer deportes. La religión no fue un impedimento para ser parte de esa institución ya que un gran porcentaje de sus socios pertenecía a la colectividad judía. Seguramente buscaba en los deportes estar junto a otros chicos de mi edad ya que a mis siete años mis dos hermanas, mucho mayores que yo, ya estaban casadas. Es por eso que tuve una crianza prácticamente de hijo único. El tema es que mis padres aceptaron la propuesta y no sé por qué pero ni bien puse un pie en el club enfilé directamente a la rampa donde estaban los botes. Fue algo así como un amor a primera vista. A veces pienso en la fuerza de lo inconsciente y creo que ese amor por el agua puede tener un origen ancestral: el de mis padres que viajaron en barco a comienzo de la década del 30 desde Rusia hacia Argentina junto a mis dos hermanas, escapando de los pogroms y de la revolución bolchevique en búsqueda de un futuro mejor para su familia.

Una vez en el club fueron surgiendo mis primeros amigos del remo, muchos de ellos siguieron acompañándome durante toda mi vida. Con ellos, en los comienzos salíamos en los botes de paseo. Si bien arrancamos solos, al poco tiempo hizo su presencia el entrenador y comenzó a armarse un grupo al que me invitaron a participar.

Obviamente acepté. Tengo que reconocer que desde un comienzo fui bueno en este deporte y conocí a quienes serían mis primeros compañeros de remo. Ya a mis 16 años comencé a participar de regatas internas e internacionales para los cuales debía entrenarme los fines de semana. Cuando llegó la época de elegir una carrera universitaria, no sé si fue casualidad o el amor por el agua lo que me hizo inclinar por la ingeniería naval. Si bien no terminé esa especialidad la disfruté mucho.

Durante esos años pasaba ya de noche a buscar en moto por la facultad de Medicina a mi gran amigo, mejor dicho a un hermano de la vida que también me regaló el remo llamado “Coco” Fefer, e íbamos al Tigre a entrenar. No había baja temperatura ni compromiso que impidiera disfrutar de esos momentos únicos.

Lamentablemente hubo un período en el que tuve que dejar el remo de competencia y fue cuando mis estudios universitarios se fueron complejizando, a mis 22 años. Además, ya estaba de novio con Nelly, quien fue mi mujer durante 52 años y la madre de mis cuatro hijos. Vale aclarar que también debo esa relación al remo porque me la presentó otro gran amigo del grupo, “Tito” Mizraji.

Entonces me casé, comencé a trabajar muchas horas en un astillero y lamentablemente tuve que dejar de remar y de estudiar. Luego, ya casado retomé la facultad y hasta recibirme, primero de ingeniero mecánico, tituló que complementé con un posgrado en ingeniería siderúrgica, usaba los fines de semana exclusivamente para estudiar. A partir de mis 27 años me volví a enganchar a pleno en el remo de competición. Tuve la suerte que mi ex mujer, también deportista, siempre apoyara mi pasión por el remo. Sin embargo, como yo remaba en equipo, no podía faltar a las regatas los fines de semana, y justamente eran los días en los que abundaban los compromisos y reuniones familiares y sociales. Es por eso que eran usuales las discusiones con ella por este tema.

Luego, llegarían mis cuatro hijos, todos varones. Si bien ellos coquetearon en diferentes momentos de sus vidas con el remo, y alguna que otra vez pudimos compartir este deporte, a quien verdaderamente le trasladé mi pasión fue a mi tercer hijo, Pablo a quienes todos conocen por Pato. Él incluso me superó en talento ya que en 1987, junto a otro remero, ganaron una medalla de oro en los Juegos Panamericanos de Indianápolis.

Pienso que el remo y los afectos son los que me mantienen vivo y los que me permiten que pueda seguir pensando en mi futuro. Porque no tengan dudas, tengo un futuro lleno de proyectos.

Redacción

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