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martes, mayo 13, 2025

Nicolás Ibarburu, con Montevideo en las venas y el desafío de no renunciar a los sueños por cumplir

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Nicolás Ibarburu acaba de lanzar un disco en el que de alguna manera se encuentran Borges, Jung, Oriente, la tradición que su padre le inculcó en la guitarra, sus mil años junto a Jaime Roos, el amor, la dualidad del ser, los estados alterados de conciencia. También confluyen, quizás de manera menos evidente, su fascinación por Robben Ford, el impacto de aquellos discos con música de Hawái que alguna vez le mostró Hugo Fattoruso y las lecciones que aprendió de sus temporadas con Fito Páez. Y el ser padre de Valuto, uno de los nuevos trapstars del Uruguay.

Mellizo de Nicolás, eslabón de una larga herencia artística y parte de varios proyectos, Nicolás Ibarburu es un nombre central en la música uruguaya actual. Su talento podría haberlo llevado a cualquier lugar del mundo, pero Montevideo le tira: acá, dice una tarde de otoño en un bar cualquiera de la calle Blanes, se siente parte de “algo mayor”.

La hondura de esa convicción está plasmada en La ruta de la seda, el disco que lanzó el día que cumplió 50 años —el 15 de enero— y que presentará el próximo 14 de junio en Sala Zitarrosa (entradas en Tickantel). Sobre eso y más, este es un extracto de su charla con El País.

—Definiste a tu nuevo disco como “una constelación de aciertos, errores, inspiraciones y amores”. ¿Por qué?
—Me pasa que los discos, a lo largo de la vida, son como bitácoras, un registro de lo que eras en ese momento, más que nada tu parte onírica o del inconsciente, lo emocional. Y después las canciones son teletransportadores, entonces vos podés escuchar esos discos y acercarte a esa parte, revivir. En un momento me colgué con la imagen de la ruta de la seda, los caminos internos que uno explora una y otra vez para los procesos creativos, el irse conociendo, poder entenderse más y de repente elaborar cosas.

—¿Cómo llegaste a ese concepto de la ruta de la seda?
—Mirando una conferencia de Borges sobre Las mil y una noches. Él habla de que Oriente siempre fue como el inconsciente de Occidente, habla de la fascinación esa de lo desconocido, pero que a la vez es conocido por cuentagotas, con las historias, las lámparas, los genios, todo eso. Y después está la alegoría de que la palabra “oriente” viene del oro, del sol, entonces también tiene que ver con esos anhelos que uno va a buscar cuando de repente querés hacer una canción o lo que sea que querés hacer en tu vida. En los procesos creativos vas a buscar algo, entonces es un poco esa seda o ese oro del Oriente. Me copé con Jung también, con su idea de la brújula. Medio que viajé por ese lado.

—Tengo la impresión de que tu música, especialmente en este nuevo trabajo, parece flotar en una suerte de no-lugar y no-tiempo. ¿Lo buscás?
—A mí me pasa que me siento como mosaico de muchas cosas por haber elegido el camino de la variedad. Siempre tuve un gusto amplio y eso a veces juega a favor y a veces en contra, pero me hago cargo. Me gusta el riesgo de mezclar. Igual me gusta conocer qué es lo que voy a mezclar. Hay un candombe lento, “Dulce herida”, que toca Cuareim: el Nego Haedo, Manuelito Silva y Foqué, que son re Barrio Sur, más milongón. Y después, en el candombe rápido que se llama “Fuegos”, tocan Diego Paredes, Leroy (Pérez) y Johnny Neves, que son Ansina. Me gusta cuidar eso.

—Abramos el paréntesis Valuto, tu hijo de 17 años, trapero en ascenso y con quien grabaste “Distancia”. ¿Él escribió la letra de “Mapa tesoro”, una de tus grandes canciones?
—(Se ríe) El Valen me tiró ideas. El “por eso te quiero aquí” del estribillo era una cosa que decía él. Tenía siete años, por ahí. El Valen siempre fue muy de liberar, con la improvisación muy dada. En casa siempre jugábamos con eso, pero él tiene como algo suyo, muy prolífero. Estábamos tocando eso con el Nego (Haedo), me acuerdo; ¡imaginate, jameando el Nego, yo y Valen con 7, y él era el que más mandaba! Y fue en una de esas que tomé algunas palabras que me dijo él.

—¿Cómo es compartir la música con él, vincularse desde allí?
—Muy lindo, porque siempre lo hicimos naturalmente. Estuvo buenísimo que él siempre encontró sus caminos, nunca sintió la presión. Tocamos la guitarra juntos, le paso blues viejos… El otro día le puse “El último café” cantado por Goyeneche y la orquesta de Troilo y lo maté. ¡Lo puso cinco veces! Y él me muestra música increíble que yo flasheo, ¿viste? Hay una cosa maravillosa que pasó hace poco. Yo los empecé a escuchar por mi hijo, pero Ca7riel y Paco Amoroso hicieron la piedra de Rosetta con ese Tiny Desk todo tocado. El estigma de que hacen todo con botones ya no va. A los viejos nos ayudó a entender ese lenguaje del trap, y a los guachos les mostró que se puede hacer trap, pero con riqueza de armonía. Lo celebro muchísimo.

—Has cultivado un perfil muy bajo, mientras que Valuto está en un ambiente que parece exigir todo lo contrario. ¿Cómo manejás ese contraste?
—Me preocupó en algunos momentos por eso de la dopamina y de sentirse muy bien con los likes de las redes, pero no hay que hacerse dependiente. La vida tiene altibajos. Te pega una cosa así, de padre, pero él la lleva tan bien, están tan bien enfocados con su equipo… Me tiene muy tranquilo que va a vivir lo que tiene que vivir. A la vez veo que esta generación pudo domar estigmas del arte. Antes se creía que si pensabas en lo comercial, estaba mal. Y eso no está mal ni ahí, es una forma de vida. Además él escribe las cosas que le pasan, la guacha que lo dejó, los amigos, y yo lo veo rehonesto. Está usando la música como catarsis personal, que es lo que yo hago: transmutar para sacar lo bueno de lo malo.

La ruta de la seda habla mucho de la pertenencia. ¿Te buscás en tus canciones?
—Totalmente. La sensación de pertenencia está en todas las canciones: sentirse parte del todo, ser constelaciones de almas que trascienden el tiempo. Los cantos viejos, el cantar murga, todo eso es como un ser que sigue vivo, y sentirte parte de eso me pega mucho. Me acuerdo de un momento en que había pila de laburo con Fito (Páez), había empezado a hacer la película (¿De quién es el portaligas?), y yo decidí volver a tocar acá porque me siento parte de algo mayor: el Fatto, el candombe beat, Rada, toda la mística de Montevideo. Eso lo tengo en las venas. Me fui dando cuenta de que me gusta mucho la tranquilidad de los procesos naturales, y Montevideo nos ofrece eso. Acá nuestros ídolos son raros, ¿viste? Me parece que en ciudades como Buenos Aires se manejan más con las tendencias. Acá comparás a Jaime con (Fernando) Cabrera, con Rada, con Jorge Drexler, y no tienen nada que ver entre sí. Acá se celebra la singularidad, hay algo que se mantiene más a salvo, y eso me gusta mucho.

—Lanzaste este disco el día que cumpliste 50. ¿Cómo te pegó?
—Pah. Siempre pega el cambio de década, pero este fue el que más me pegó. Me siento superagradecido por haber tenido un propósito. También me dio la sensación de que tengo un montón de sueños que activar ya. Y me hizo recapitular. Ver todo lo que hice también te ayuda a direccionar. A ver dónde poner estas últimas etapas. Estos 100 años más que me quedan, más o menos (se ríe).

—El disco arranca con la frase: “Cuántos mares he cruzado en busca de lo que sueño”. ¿Cuáles son esos pendientes?
—El desafío de no renunciar a ciertos sueños, como el de salir a tocar y cantar mis canciones. Si me hubiera quedado en la parte cómoda, estaría solo haciendo música instrumental. Pero hice canciones desde muy chico, y cantarlas me llevó mucho trabajo de aceptación, porque el instrumento te escuda. Pero siento que la vida siempre es una oportunidad para laburarse a uno mismo, y que uno es más íntegro o acertado cuanto más se puede parecer a lo que soñó de uno mismo. Hoy siento que quiero tocar mi música mucho, lo siento cada vez más fuerte y necesario.

—¿A qué se parece estar en el escenario?
—Para mí junta el sueño con el mundo, con la vida real. Es una interconexión muy fuerte. Hay mucho más de lo que podemos ver, y creo que la música es la gran prueba de eso. Porque claro, ¿dónde está una canción mientras no suena? Las canciones son pruebas de que hay más magia de la que creemos.

Nicolás Ibarburu. Foto: Leonardo Mainé

“La ruta de la seda” y el show en la Zitarrosa

La ruta de la seda es el tercer disco solista de Nicolás Ibarburu, cantante, compositor y guitarrista. Repleto de “parcerías”, como le gusta decir, en el álbum están Eileen Sánchez, Silvina Gómez, Hernán Peyrou (con quien comparte Trío Ventana), Nadia Larcher, Noelia Recalde, Valuto, Julieta Rada, Sebastián Macchi y Edú “Pitufo” Lombardo. El 14 de junio, Peyrou y Silvina Gómez serán parte de la banda que lo acompañará en la presentación oficial del disco, en Sala Zitarrosa; completan la base Pomo Vera, la corista Cecilia de los Santos, Coby Acosta, su hermano Martín Ibarburu y su sobrina Maitena. Tunda Prada, que hizo el arte de tapa, intervendrá en escena dibujando con arena.

Redacción

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