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martes, octubre 21, 2025

Ordenadores escolares arrumbados en un almacén: América Latina gasta poco y sobre todo mal en educación

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Una ciudad latinoamericana exigió recientemente 32 especificaciones técnicas para comprar bolígrafos escolares, los mismos que cuestan 50 centavos en cualquier kiosco. Mientras tanto, millones de dólares en computadoras educativas permanecen guardadas en bodegas, sin usar, porque nadie planificó la capacitación docente ni verificó la conectividad. Esta paradoja, documentada en nuestro nuevo libro Gasto Inteligente en Educación Escolar en América Latina y el Caribe del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), captura perfectamente el desafío educativo de nuestra región: no solo gastamos poco, gastamos mal.

América Latina invierte hoy el menor porcentaje del PIB en educación en dos décadas. La recuperación postpandemia ha sido lenta y las brechas de aprendizaje con países desarrollados persisten. Pero después de analizar 22 sistemas educativos para este libro, puedo afirmar que el problema va más allá de los recursos y que las lecciones trascienden nuestra región. República Dominicana ha logrado avances importantes al garantizar constitucionalmente el 4% del PIB para educación, lo que se ha reflejado en una mejora de 14 puntos en las pruebas PISA de matemáticas, así como en un mayor acceso y mejores condiciones de base. Esto representa una oportunidad para enfrentar los desafíos pendientes en la calidad y avanzar en reformas que fortalezcan la eficiencia del gasto. Los resultados evidencian un compromiso claro con la inversión en educación.

La recuperación postpandemia ha sido lenta y las brechas de aprendizaje con países desarrollados persisten

El caso de Chile es revelador. La Ley de Subvención Escolar Preferencial (SEP) chilena no solo moviliza recursos; los distribuye con precisión quirúrgica. Asigna aproximadamente un 70% más presupuesto por cada estudiante vulnerable, usando datos socioeconómicos actualizados alumno por alumno, escuela por escuela. El resultado: Chile redujo considerablemente la brecha de aprendizaje entre los estudiantes más ricos y los más pobres en 0,42 desviaciones estándar. Más impresionante aún: el Congreso chileno no discute ningún proyecto educativo sin análisis de datos. La evidencia es la que guía las decisiones.

Brasil ofrece otra lección fundamental con implicaciones globales: medir es mejorar. Con su censo escolar anual, evaluaciones públicas y portales transparentes de datos, Brasil creó un círculo virtuoso donde la información genera políticas y las políticas generan resultados medibles. No es casualidad que sea el único país de la región con mejora sostenida en PISA: 76 puntos en matemáticas en 20 años. Estados y municipios brasileños compiten públicamente por mejores indicadores educativos, transformando la transparencia en motor de cambio.

Costa Rica, en cambio, ilustra las consecuencias universales de descentralizar sin construir capacidades. Sus juntas escolares administran hasta el 25% del presupuesto—en teoría, una excelente práctica de autonomía local. En la realidad, el 90% de los miembros de estas juntas carece de formación universitaria; muchos, de hecho, solo tienen primaria. Ante esta falta de capacidad, el Gobierno responde con más regulación: procesos tan complejos que hasta comprar lechuga para el almuerzo escolar requiere proveedores especialmente acreditados. Resultado predecible: solo el 25% de las juntas ejecuta el 90% de los recursos, y los resultados en PISA llevan estancados 15 años.

Argentina presenta un caso particularmente complejo, pero también revelador para países con sistemas federales. Mantiene inversión educativa históricamente alta y su sistema de coparticipación transfiere recursos significativos a las provincias. Pero más del 90% del presupuesto llega con destino predefinido, dejando mínimo margen para innovación. Los indicadores reflejan estas tensiones: resultados estancados en PISA y 25% de deserción en secundaria.

Estos casos revelan una verdad incómoda pero universal: el gasto efectivo requiere alinear cuatro dimensiones fundamentales. Primero, movilizar recursos suficientes. Segundo, distribuirlos con criterios técnicos. Tercero, ejecutarlos efectivamente. Cuarto, monitorear transparentemente los resultados.

Necesitamos que ministerios de Educación y Finanzas trabajen juntos, que la evidencia guíe las decisiones, y que cada peso invertido se transforme en aprendizaje real

La buena noticia que documenta el libro es que las herramientas existentes han sido probadas. Desde las fórmulas de distribución chilenas hasta los sistemas de monitoreo brasileños, estas experiencias ofrecen lecciones no solo para América Latina sino también para cualquier sistema educativo que enfrente desafíos similares de eficiencia y equidad.

El momento es propicio. La crisis educativa postpandemia ha generado consenso global sobre la urgencia de reformas. Pero esta vez, no podemos conformarnos con más de lo mismo. Como detallamos en el libro, necesitamos que ministerios de Educación y Finanzas trabajen juntos, que la evidencia guíe las decisiones, y que cada peso invertido se transforme en aprendizaje real.

Porque al final, el coste de gastar mal no se mide en bolígrafos sobreespecificados o computadoras abandonadas. Se mide en generaciones que, como canta la banda de rock chilena Los Prisioneros, terminan “pateando piedras” porque el sistema les falló. Y ese es un coste que ningún país—en América Latina o el mundo—puede permitirse.

Redacción

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