La panera ya no es un simple acompañamiento: es el primer acto de una obra gastronómica que quiere deslumbrar desde el minuto uno. En algunos restaurantes se espera con la misma ansiedad que un plato principal, y cuando llega —caliente, crujiente, aromática— es imposible no tentarse. Porque hoy el pan dice mucho más que “bienvenidos”: es un adelanto del estilo, la dedicación y el espíritu del lugar.
Atrás quedaron los miñones un poco secos, los grisines de paquete o esos pancitos recalentados sin pena ni gloria. En su lugar, aparecieron las masas madre de fermentación lenta, los panes saborizados con especias, frutos secos o quesos, las focaccias doradas, los panecillos de cúrcuma, los chipás tibios y hasta tortas fritas como homenaje a la cocina criolla. Un verdadero “panerapalooza” que convierte a la panera en un festín de texturas, aromas y colores.
En muchos restaurantes, el pan se sirve con el mismo cuidado que un amuse bouche: llega con dips caseros, mantecas saborizadas o aceites infusionados, y en algunos casos hasta tiene maridaje sugerido. La panera se transformó en carta de presentación, en gesto de bienvenida y en símbolo de sofisticación. ¿Qué cambió para que el pan pasara de relleno a protagonista? Esa es la pregunta que atraviesa esta nueva historia de mesa.
En algunos restaurantes, la panera dejó de ser un simple gesto de cortesía para convertirse en un capítulo más del menú, pensado con tanta dedicación como cualquier plato principal. Ya no se trata solo de calmar el hambre antes de que lleguen los platos: ahora, muchas paneras abren con pompa la experiencia gastronómica y dicen mucho del estilo de cada casa.
En La Parolaccia, clásico de la cocina italiana, la panera es un festival en sí misma. “Elaborar la panera fue, y sigue siendo, un trabajo en equipo”, explican desde el staff del restaurante que desde hace más de treinta años mantiene viva la tradición italiana en Buenos Aires.
“Con el tiempo, fuimos ajustando las recetas según el gusto del cliente. Ellos marcaron el camino”. Lo que indica que la sofisticación del paladar del comensal con respecto a los panes obligó a los restaurantes a mejorar sus paneras.

Hoy, la panera de La Parolaccia está compuesta por cinco variedades: focaccia con tomate cherry y romero, de miga húmeda y corteza salada; pan petit blanco, de textura esponjosa; grisines crocantes; pan de pizza, una galleta con sabor a queso que es la más pedida en todos los locales; y bocaditos rellenos de mozzarella que salen apenas tibios. Acompañan con un dip de aceitunas verdes, romero y oliva. Desde cocina, producción y salón, todo el equipo de La Parolaccia coincide: “la panera también es una forma de decir bienvenidos”.
Otro gran exponente de la tradición italiana es L’Adesso (Fray Justo Sta. María de Oro 2047, Palermo), donde la panera tiene acento del sur: tarallini con semilla de hinojo, focaccia genovesa al romero, focaccia pugliese con tomate, grissini hechos a mano, pan blanco de semolín y hasta carta música, un pan finísimo y crocante típico de Cerdeña. Cada pieza está pensada para transportar al comensal directamente al corazón del Mediterráneo.
En Mishiguene (Lafinur 3368, Palermo), la panera también habla de raíces, pero en clave judía. Se compone de pan pita, jala trenzada y bagel de Jerusalén, y llega a la mesa con pepinos encurtidos, jalea de cebolla y sal marina. Un anticipo perfecto de la cocina intensa y emocional del restaurante.

Raíx, en Devoto (Asunción 4405), tiene quizás una de las paneras más simbólicas de la Ciudad. El restaurante funciona en una antigua panadería fundada en 1903, cuyos hornos de leña aún están en uso. Allí, el pan no solo acompaña: cuenta una historia. Entre las variedades hay un pan crocante a base de porotos negros llamado Telar y un pan con forma de medialuna hecho con manteca de cacao llamado Luna. Todo con harina orgánica y espíritu artesanal. La panera de 4 variedades, manteca y aceite de oliva vale $ 5.400.
En Abreboca (Fraga 541), una “neo-pulpería” con alma local en Chacarita, la panera se construye desde el recuerdo: pan de campo con masa reposada por 24 horas y torta frita. Sí, esa torta frita que evoca domingos en casa y meriendas compartidas. Aquí la panera se cobra aparte y vale $ 4.700.
Y en Mengano (José A. Cabrera 5172), otra vuelta de tuerca: pan de masa madre servido con tuco, manteca de tapenade y grisines cubiertos de panceta para untar en una crema carbonara. La idea es hacer «scarpetta», esa gloriosa costumbre italiana de limpiar el plato con pan, y de paso, arrancar la comida con una sonrisa. A esta opción la llaman «servicio de pan» y cuesta $ 9.500.

Durante años, la panera fue el telonero olvidado del menú. Llegaba antes que nadie, sin pedir permiso, y desaparecía entre servilletas arrugadas, mantecas sudadas y comentarios tipo “no comas mucho pan que después no llegás al plato principal”.
Pero ahora volvió… y en forma de baguette rústica con masa madre, pancito de papa con manteca ahumada, chipá tibio con emulsión de hongos y focaccia con aceite de oliva virgen extra. La panera se avivó. Se puso linda. Le dijo chau al pan de ayer y hola al horno de leña. Se convirtió en el capítulo uno de la experiencia gastronómica. Y, en algunos casos incluso el mejor.