Los atentados del 11-S en Nueva York nos volvieron unos paranoicos de la seguridad. Desde ese día, viajar ya no volvió a ser lo mismo -sobre todo en avión- y pasar el control de seguridad en los aeropuertos, la peor de nuestras pesadillas. Quizás el mundo se volvió más seguro -ya les digo yo que ni en broma-, pero también más inhóspito y poco amable. Después llegó la pandemia de covid, que nos puso ante el espejo de nuestra propia vulnerabilidad. No hacía falta un escuadrón suicida de yihadistas para sentirnos amenazados. Bastaba con algo mucho más pequeño: un virus. Fue entonces, cuando convertimos a la salud en el nuevo patrón oro, la medida de todas las cosas. Lo importante -casi lo único- para ser felices es estar sanos. Y en pos de este ideal, no importan los sacrificios y las renuncias que haya que hacer. Se trata de dejar un hermoso cadáver a nuestra muerte -paradójicamente la muestra más palmaria de falta de salud- y de vivir cuantos más años mejor. Nos hemos olvidado de la eudemonía y del justo medio que Aristóteles le enseñó a Alejandro.
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