Recordar es cuando una vivencia pasa dos veces por el corazón. Lo dice la etimología, lo sentimos cuando se estruja el pecho con la evocación de un acontecimiento que nos conmueve. El tiempo juega un papel indefinido: puede movilizarnos aquello que sucedió hace mucho, de igual forma que un acontecimiento tan fresco como una vereda de Julio. Esta historia sucedió hace unos pocos días, aunque ya se acurruca en la memoria familiar.
Navegación peligrosa
Una fría mañana de estas vacaciones de invierno, casi como regalo de cumpleaños, organizamos una jornada de pesca con Constantino, el menor de la familia, en una ciudad donde no hay ni río, ni lago. Mal comienzo.
Con nula experiencia y muchas expectativas, la expedición se conduciría al Lago El Cajón en Capilla del Monte. Realizamos gestiones previas y alquilamos un bote, cañas, dos equipos, salvavidas, carnada y también acordamos la condición deportiva de la jornada: todo aquello que el agua entregue será devuelto, por muy sorprendentes que resultaran las piezas obtenidas. Compramos sandwiches serranos de salame, abundante agua, colaciones dulces y nos aprovisionamos de servilletas. Una bolsa para reciclar todo y hasta un par de medias de repuesto frente a eventuales mojaduras, porque además de nula experiencia en pesca, la navegación tampoco es lo nuestro. Existen muchas capacidades que se pueden desarrollar con la práctica, pero aparentemente la pesca escapa a esa regla.
Constantino es pescador destacado, a pesar de su corta edad, pero su papá no.
Las buenas intenciones de los protagonistas de esta historia, y de otros actores que irán apareciendo no son garantía de éxito, conclusión a la que arribamos ya ubicados en el Club de Pesca de Capilla del Monte, cuando las condiciones climáticas -como si se tratara del lanzamiento de un cohete espacial- se opusieron a la aventura.
Una masa de aire con más nudos de lo deseable pretendía impedir la jornada de pesca. Evidentemente ese viento no conocía nuestra terquedad. De hecho, unas ráfagas, las personas supuestamente experimentadas y la vibrante inclinación de los árboles no iban a disuadir a un padre de construir un recuerdo feliz en la memoria compartida.
Unos minutos más tarde, sin ninguna posibilidad de convencer a Carlos, gerente del Club de Pesca para autorizar el despegue del bote, la dupla se lanza a un nuevo proyecto, ahora costero. Con un viento tan sostenido y cruel como el frío, recorrimos el contorno del espejo de agua en busca de esa costa donde supuestamente habría pique. Entonces no lo sabíamos, pero aquello que realmente saldría mal, aún esperaba agazapado en el resto del día.
La perseverancia del pescador
El camino fue perdiendo vialidad hasta que, de un momento a otro, se tornó intransitable. Con los niveles de ansiedad de ambos pescadores rebalsados, abandonamos el vehículo a la sombra innecesaria (porque no había tal sol) de unos árboles en un llamativamente tupido sector del monte nativo. Continuamos a pie por unos bucólicos senderos que perdían por igual a excursionistas y señales del celular, hasta el supuesto punto donde habitaban los codiciados cardúmenes.
La llegada al sitio en cuestión era un ejercicio imaginario de imprecisión garantizada por la falta de certeza sobre, a dónde íbamos precisamente, qué sistema de carnada teníamos que implementar y cuánto tiempo insistir.
El catering fue un verdadero éxito que compartimos en un paisaje maravilloso, con un ánimo paternal en ascenso. Luego todos los intentos deportivos resultaron yermos e infructuosos. Nunca hubo la menor duda sobre la imposible presencia de peces, seres a los que jamás le interesó nuestro perseverante ejercicio de persuasión. Lo más parecido a una emoción fue la pérdida de un equipo que quedó atrapado entre piedras profundas.
Vencer el miedo
Cuando la tarde comenzó a recostarse sobre el extremo del paisaje, con una actitud igual de triste que la señal móvil, decidimos emprender un regreso entre bromas -que pretendían levantar un ánimo aplastado como esos yuyos víctimas de la helada que decoraban los senderos, igualmente tristes y desconocidos para nosotros.
En este momento empezaba la verdadera aventura, consecuencia de todas las malas decisiones del día. Los mil fracasos, y todos esos pescados que no llegaron, perdían importancia ante cada paso que, en lugar de acercarnos al auto, nos alejaba hacia el interior de la sierra atardecida.
Aunque no nos dimos la mano, ambos sabíamos que estábamos desesperadamente perdidos y se hacía de noche. No se puede hablar en nombre de Constantino, pero en ese momento vos fuiste tu papá, y todos los papás del mundo. No temimos nada, ni nos culpamos (aunque nos miramos un par de veces con un poco de rencor) porque si estás con tu papá, no tenés miedo.
Seguramente fue esa falta de miedo la que nos permitió ver, antes que llegara el rescate solicitado, el reflejo colorado de nuestro auto ahí, abajo de ese árbol, donde viven los recuerdos.