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lunes, noviembre 3, 2025

Por qué eligen morir: las historias de dos uruguayos que pedirán la eutanasia

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Dos vidas distintas, un mismo acto de valentía. El de mirar de frente al dolor y elegir cómo despedirse. Desde Uruguay, Pablo Cánepa y Beatriz Gelós enfrentan la enfermedad con coraje y encuentran en la ley de muerte digna, aprobada el pasado 15 de octubre, la libertad de decidir su propio final.

Clarín viajó a Montevideo para conocer sus historias y las razones y emociones que los impulsarán a pedir, una vez que ya la nueva norma esté vigente, la autorización para acceder a la eutanasia. Uruguay es el primer país de América Latina que despenalizó la muerte asistida para los pacientes con una patología incurable que les provoque sufrimientos insoportables.

Historia I: «Ya no tengo esperanzas»

Apenas mueve la cabeza para ver quién entra a la habitación de su casa. La visita de este diario, con previo aviso, lo despierta. Está tapado con un acolchado blanco y una pequeña almohada sostiene su cabeza, la única parte del cuerpo que todavía puede mover.

Pablo Cánepa tiene 39 años. Desde hace cuatro vive paralizado por una enfermedad de origen desconocido e irreversible: ataxia cerebelosa idiopática. Su agonía arrancó en 2022 y junto a su familia luchó por la sanción de la ley de muerte digna en Uruguay, finalmente aprobada.

Su voz se apaga por momentos, pero no pierde claridad. “Estoy tranquilo y seguro de mi decisión”, le dice a esta cronista. Cuando la ley entre en vigencia, Pablo pedirá acceder a la eutanasia. Será el final de una batalla larga, llena de dolor, pero también de mucha paz y dignidad.

A Pablo le iba bien, tenía proyectos, amigos, una vida que disfrutaba. A Pablo le iba bien, tenía proyectos, amigos, una vida que disfrutaba.

«¿Y cómo era tu vida antes de la enfermedad?», la pregunta da inicio a la charla. “Es una larga historia… Vivía solo en esta casa”, cuenta Pablo con nostalgia.

Antes de responder, duda. Tiene un debate interno, no se reconoce, siente que esa ya no es su historia. “Dejé en el pasado a ese Pablo”, dice. Como si otra persona hubiese vivido 35 años entre dibujos, amigos y viajes.

Pablo nació casi por casualidad en el barrio de Palermo el 5 de agosto de 1986. Tiene cuatro hermanos y es el único argentino de una familia uruguaya. “Era concheto en mi vida pasada”, desliza con humor.

Pablo en su casa de Montevideo. Una enfermedad autoinmune lo dejó postrado. Foto Ariel Grinberg / Enviado especial Pablo en su casa de Montevideo. Una enfermedad autoinmune lo dejó postrado. Foto Ariel Grinberg / Enviado especial

A principios de los 80, Uruguay atravesaba uno de los momentos más oscuros de su historia: la dictadura cívico militar, que se extendió de 1973 a 1985. Entre dudas y listas negras, los Cánepa hicieron las valijas y Argentina se convirtió en su refugio.

Su papá Gustavo consiguió trabajo en Buenos Aires en 1982 y Mónica, su mamá -maestra destituida por el golpe- decidió seguirlo. Pablo llegó al mundo con las repeticiones incesantes de las jugadas de Diego Armando Maradona y las calles cubiertas de banderas celestes y blancas.

Pablo Canepa y familia Pablo Canepa 1 Pablo Canepa 6

Pablo Cánepa (39) nació en Buenos Aires pero vivió toda su vida en Uruguay. Estudió diseño y trabajaba como ilustrador.

Estuvo tan solo un año. Con la vuelta de la democracia, los Cánepa regresaron a Uruguay en 1987. “Soy más uruguayo que argentino”, afirma Pablo, aunque se le nota en sus gestos el cariño por Argentina.

“De chico me puse a dibujar y dibujé mucho, hasta me daban premios”, recuerda Pablo. Estudió diseño gráfico en la Universidad de Montevideo, aunque no llegó a recibirse. No le hizo falta porque su talento habló por él. Ganó concursos, fue multipremiado y hasta viajó a congresos, algunos en Buenos Aires.

Pablo trabajaba como ilustrador. Con el dibujo de la tapa de esta revista ganó un premio en 1993. Pablo trabajaba como ilustrador. Con el dibujo de la tapa de esta revista ganó un premio en 1993.

Trabajaba por su cuenta hasta que una empresa lo contrató para hacer marcas. Le iba bien, tenía proyectos, amigos, una vida que disfrutaba.

Tenía muchas novias. Chamuyaba bastante… algunas argentinas, que son las mejores”, habla por un instante el Pablo de antes, de espíritu creativo, inquieto, encantador.

Los recuerdos de Pablo se detienen en 2022, el año en el que comenzó su calvario. Hasta ese momento llevaba una vida normal, sin señales de alerta.

“Primero, empezó con mareos que me parecieron normales. Después, fui al hospital y me dijeron que podía ser un ACV. Fue gradual y rápido, en dos o tres meses quedé así”, explica.

Nadie pudo darle una respuesta clara sobre su enfermedad. Le realizaron innumerables estudios médicos e incluso estuvo internado un mes en el Fleni de Escobar, donde descartaron que sea de origen genético o viral.

“Lo más probable es que sea autoinmune, pero no tiene una explicación. Mueren las neuronas motoras y no se regeneran. Hay gente como Esteban Bullrich que tiene la pantalla. Pablo esa vida no la quiere, no le interesa. Incluso tiene problemas para mover los ojos”, señala su hermano, Eduardo Cánepa.

Eduardo, el hermano, explica que Pablo tiene una enfermedad autoinmune. Foto Ariel Grinberg / Enviado especialEduardo, el hermano, explica que Pablo tiene una enfermedad autoinmune. Foto Ariel Grinberg / Enviado especial

Probó de todo. Desde hongos, terapias alternativas y fisioterapia hasta biomagnetismo. “Eso fue lo más raro que hice”, reconoce con un gesto de resignación. En uno de los últimos intentos, su familia mandó muestras de sangre a la clínica Mayo, en Estados Unidos, pero los resultados dieron normales.

“Ya no tengo esperanzas. La tuve clara desde el principio, me imaginaba que no tenía cura”, dice Pablo. Hace cuatro años que su cuerpo se volvió una jaula. Está cansado de no poder moverse, de no poder viajar, de no poder agarrar un lápiz como antes y dibujar.

Objetos. De Pablo, en su casa de Montevideo. Foto Ariel Grinberg / Enviado especial Objetos. De Pablo, en su casa de Montevideo. Foto Ariel Grinberg / Enviado especial

“No hago nada, miro el techo todo el día. Mirar películas me cansa, veo poco también. Estoy medio negado a todo, son muchos años. Fueron cuatro años eternos”, explica el joven de 39 años, que hará uso de la eutanasia apenas se lo permitan.

–¿Cómo te imaginás ese momento?

La pregunta lo deja a Pablo pensando unos minutos. No es creyente y lo aclara. «La verdad no sé qué pasa después, pero sí te puedo asegurar que esto no es vida. Me dieron un tatequieto gigante”, responde, usando una expresión uruguaya que significa golpe fuerte.

La decisión final es de él. Pablo está tan lúcido como antes de enfermarse, y eso lo hace todo más difícil. Su dolor afloja con los sedantes, que lo ayudan bastante. Sin ellos, siente que se cae en un abismo y grita, desesperado.

Con su familia. Les agradece que lo acompañen sin presiones. Foto Ariel Grinberg / Enviado especial Con su familia. Les agradece que lo acompañen sin presiones. Foto Ariel Grinberg / Enviado especial

Su familia lo apoya. Sobre todo su mamá, Mónica, que lo cuida todos los días y presencia de cerca su sufrimiento. “Están tristes pero me entienden. Me acompañan, no hay presiones”, les agradece Pablo.

Los médicos intentan hacerlo cambiar de idea, pero él se niega. “Me quieren convencer de que no me mate, pero yo opino lo contrario. También era y soy medio rebelde y testarudo”, afirma.

Durante la entrevista, Pablo habla mirando el techo. Afuera, llueve. Hay una ventana en la habitación, pero nunca gira la cabeza para ver cómo cae el agua.

«¿Te quedó algo pendiente?», pregunta Clarín, en el final de una charla que duró 60 minutos. El cita a su tocayo Pablo Neruda: “Confieso que he vivido”, se desahoga.

El salto en paracaídas que no fue. Pablo dice que es lo único que le quedó pendiente. Foto Ariel Grinberg / Enviado especial El salto en paracaídas que no fue. Pablo dice que es lo único que le quedó pendiente. Foto Ariel Grinberg / Enviado especial

Y agrega: “Los recuerdos, nada más. Muchos. Me habían regalado un salto en paracaídas y no lo hice porque llovía. El último día me animé y llovió. Se postergó y me vino esto. Fue lo único que me quedó pendiente”, cierra Pablo Cánepa.

“La muerte no puede ser peor que esto”

Mónica pone música en el living de la casa. Elige Creedence. Sube el volumen para que Pablo la escuche desde su habitación. «¿Qué cantante es?», pregunta ella, y Pablo siempre acierta. Es un juego que mantienen, un pequeño refugio que los distrae de la rutina.

Mónica tiene 75 años y está al lado de su hijo las 24 horas. Le cambia los pañales, le da leche con una pajita o le levanta la cabeza para que pueda tomar sin mojarse. Lo atiende sola, con un poco de ayuda de sus hermanos.

Otros tiempos. Pablo con Mónica, su mamá. Otros tiempos. Pablo con Mónica, su mamá.

“Tengo que darlo vuelta para poder cambiar los pañales, él está pesando casi 60 kilos”, cuenta. Una batalla silenciosa. Hay días más difíciles que otros, pero ella sigue adelante. Ama a su hijo y haría cualquier cosa por él, incluso acompañarlo en su lucha por la sanción de la ley de muerte digna, como lo hizo todos estos años.

“Como madre, estoy de acuerdo con la eutanasia. Pero si me dicen si estoy de acuerdo con la eutanasia de un hijo, ahí me enfrento a una dualidad porque por un lado prima la razón que me dice ‘Mamá, quiero libertad, quiero paz’. La muerte no puede ser peor que esto”, explica Mónica, con la voz cansada.

«No puedo pensar en perder un hijo, pero tampoco quiero que sufra», dice Mónica. Foto Ariel Grinberg / Enviado especial

Acepta la decisión de Pablo, pero su corazón de madre desea otra cosa. “No puedo pensar en la eutanasia, no puedo pensar en perder un hijo, pero tampoco quiero que sufra. Por suerte es muy lúcido, muy inteligente. Tenemos preciosas conversaciones, escuchamos música, leemos libros”, dice.

Durante la charla, Mónica no puede ocultar su emoción. “Agradezco que pueda decirle ‘Pablo, te ayudé’, porque él me pedía ayuda”, confiesa entre lágrimas. Y al igual que hace con la música, Pablo le responde, pero esta vez con un simple y profundo: “Gracias, mamá”.

Historia II: «Saber que está la ley me da paz»

Con un saquito verde y un poco de maquillaje, Beatriz Gelós espera en su silla de ruedas en el living de la residencial Roma, un hogar para adultos mayores en Montevideo. Habla despacio, con dificultad. Su primer gesto es una sonrisa, celebra la puntualidad de Clarín. Pide que llamen a su cuidadora, Aurora. Quiere salir al patio, sentir el aire.

“Por primera vez voy a pensar en mí”, dice Beatriz, de 71 años. Le cuesta recordar cómo era su vida antes de la Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA). Hace 19 años que convive con la enfermedad. Su neuróloga todavía se sorprende: “No es normal vivir más de cinco años”, confiesa.

Beatriz Gelós en la residencia de Montevideo donde vive. Foto Ariel Grinberg / Enviado especial Beatriz Gelós en la residencia de Montevideo donde vive. Foto Ariel Grinberg / Enviado especial

Beatriz no solo luchó contra la ELA. En los últimos años también se enfrentó a quienes se oponían a la ley de muerte digna en Uruguay. “Hablan mucho, pero no saben las cosas que tenés que aguantar”, responde sin dudar. Saber que la ley fue aprobada el 15 de octubre le da tranquilidad.

No piensa usarla todavía. Antes necesita resolver algunos asuntos familiares y cumplir un último deseo, volver al lugar donde fue feliz, Atlántida, ese rincón de costa donde pasó grandes momentos de su vida.

Antes de continuar con la charla, Beatriz pide agua, tiene la garganta seca. Su voz se pierde entre los ruidos de las motos y los pájaros. “Tuve una infancia muy linda, muy sana, nunca me enfermé de nada”, dice.

Una sonrisa frente a la adversidad. Beatriz es profesora de Lengua Española. Foto Ariel Grinberg / Enviado especial  Una sonrisa frente a la adversidad. Beatriz es profesora de Lengua Española. Foto Ariel Grinberg / Enviado especial

Se define como una mujer apasionada, pero su gran amor siempre fue la enseñanza. Profesora de Lengua Española, dio clases en colegios y también en una cárcel, una experiencia que la marcó profundamente.

“Era bastante estricta como profe, capaz un poco acartonada. Creo que fue por miedo a la inconducta. Hoy hubiese sido distinta”, admite mirando un punto fijo, como si repasara las aulas de su pasado.

A los 22 años se casó con Hugo, su compañero de toda la vida. Vivieron su primer año en Atlántida, ese lugar que extraña con ternura. “Al año nos vinimos para Montevideo. Nos levantábamos a las 4 y media de la mañana para ir a trabajar. Mi marido en la compañía de teléfonos, Antel, y yo como profesora”, recuerda entre lágrimas.

Beatriz Gelós con amigas Beatriz Gelós Beatriz

Beatriz Gelós (71) es docente de Lengua Española. Dio clases en colegios y también en una cárcel. Dice que era bastante estricta.

Otra batalla que debió afrontar fue la de poder ser madre. “No podía tener hijos, hicimos muchos tratamientos, mucha angustia. Recién a los 29 años”, cuenta. Pero el sacrificio valió la pena, hoy tiene dos hijos: Diego y Ana Inés.

De repente, Beatriz interrumpe la charla. No quiere que el fotógrafo le saque una foto desde abajo y que se vea parte de su garganta. Aunque los dolores son constantes, sigue cuidando cada detalle. “Quiero verme linda para Argentina”, dice.

–¿Cuándo te enfermaste?

Arranqué a los 52 años. Moria del cansancio, quedaba reventada después de los colegios. Me dolían las piernas y no podía caminar.

A pesar de ese calvario, su pasión la llevó a aguantar dos años más. “No quería dejar de trabajar, pero no tenía fuerzas para caminar, arrastraba las piernas para subir las escaleras”, cuenta la profesora.

La película Mar Adentro la motivó en su lucha. Dice que pedirá la eutanasia cuando necesite un respirador. Foto Ariel Grinberg / Enviado especial La película Mar Adentro la motivó en su lucha. Dice que pedirá la eutanasia cuando necesite un respirador. Foto Ariel Grinberg / Enviado especial

Tanto era el malestar que Beatriz evitaba salir a los recreos para no tener que hablar con sus colegas. No quería que la vieran sufrir. Aunque no sabía lo que tenía, se imaginaba que “era algo muy jodido”. Hasta que el dolor fue insoportable y la internaron.

“Sabemos que no es un tumor, pero no sabemos bien qué es”, fue la respuesta que le dieron en la clínica. En 2008, dejó los colegios. Recién en ese momento una doctora le pronunció por primera vez el nombre que cambiaría su vida: Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA).

Beatriz en el Senado de Uruguay, en la sesión en que se aprobó la ley. Foto AP / Matilde CampodonicoBeatriz en el Senado de Uruguay, en la sesión en que se aprobó la ley. Foto AP / Matilde Campodonico

“No me importa el cuadro, es lo mismo”, dice resignada. Beatriz lleva 19 años con ELA, toda una vida. “Si llegara a necesitar un respirador o una gastrostomía, me las tomo”, afirma, haciendo el gesto de despedida.

Por ahora aguanta, tiene motivos. Su marido y su hijo están enfermos y siente que no puede irse todavía. “No puedo tirar la bomba y salir corriendo”, aclara.

Un último deseo. Quiere volver de vacaciones a Atlántida, donde fue muy feliz. Foto Ariel Grinberg / Enviado especial Un último deseo. Quiere volver de vacaciones a Atlántida, donde fue muy feliz. Foto Ariel Grinberg / Enviado especial

¿Qué significó que se aprobara la ley? La pregunta le saca una sonrisa. “Saber que está me da paz. Es un derecho ganado para mí y para todos los que están como yo o peor”, dice Beatriz, que sueña con unas últimas vacaciones en su casa de Atlántida.

“Ahí fui feliz porque no estuve enferma”, sigue, con la voz entrecortada.

La charla se interrumpe porque Beatriz pide ir a su habitación. Quiere hablar de algo que la entusiasma, un taller literario que hace por Zoom una vez por semana. “Mi profesor Federico sabe un disparate. La cultura ayuda a sobrevivir”, reconoce.

El libro que está leyendo. El libro que está leyendo. «La cultura ayuda a sobrevivir», afirma. Foto: Ariel Grinberg / Enviado especial

En su mesita de luz tiene un libro: «Hasta que empieza a brillar», de Andrés Neuman. Lo agarra como puede y lo muestra. “Es argentino el autor”, resalta.

Sus pequeños rituales como un vaso de vino durante los almuerzos, las tardes en la computadora o las tortas fritas en los días de lluvia, la ayudan a sobrellevar el dolor, a resistir.

–¿Cuál es el límite?

–No poder hablar, comunicarse o comer sola. Si está muy jodido me las tomo.

Todavía no habló con su familia sobre la posibilidad de pedir la eutanasia en algún momento. “Esa es mi decisión, la familia no cuenta”, remarca.

Con una de las cuidadoras, en la residencia donde vive. Foto Ariel Grinberg / Enviado especial Con una de las cuidadoras, en la residencia donde vive. Foto Ariel Grinberg / Enviado especial

Sobre el final, Beatriz confiesa que su lucha por la ley de muerte digna nació de una película: Mar Adentro, protagonizada por Javier Bardem, que cuenta la historia real de Ramón Sampedro, un escritor y ex marino que luchó por su derecho a morir tras quedar tetrapléjico y estar postrado durante 30 años. “Ahí se me prendió la lamparita”, recuerda.

No quiere ese destino. Tiene la certeza de que será ella quién decida cuándo y cómo, aunque reconoce que será “algo íntimo» con su familia. En cada palabra, en cada pausa, en cada respiración, reafirma lo mismo que dijo al comienzo: “Por primera vez voy a pensar en mí”.

AS


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María Florencia Miozzo

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