La imagen más elocuente no vino de los discursos sino de la ciencia. En pleno aniversario de la independencia, un barco sumergió una bandera uruguaya a 1.689 metros de profundidad, como si nos atreviéramos más a explorar el fondo del mar que el de nuestra propia identidad.
Uruguay aprendió a contarse como epopeya mínima. Instruidos porque todos fuimos a la escuela, iguales porque nadie destaca demasiado, tranquilos porque acá nunca pasa nada grave. Relatos que alguna vez cohesionaron, pero que hoy son placebo. Insistimos en que somos distintos y la frase se disuelve como un ansiolítico.
La excepcionalidad se transformó en una estabilidad que celebramos como virtud. Esa calma terminó convertida en rutina de Estado. Nadie se alarma, porque Uruguay no explota ni se desangra. Simplemente se acostumbra. Esa es la verdadera anestesia nacional. Sabemos estar, lo que nunca aprendimos es a despegar.
La efeméride, en sí misma, no significa nada. Pero podría servir para algo: obligarnos a dejar de exprimir el pasado y a registrar nuestras grietas. Uruguay siempre pareció un país escrito en letra cursiva. Pequeño, elegante y con la nostalgia de lo que nunca termina de ser. Pueblos detenidos en la siesta, campos infinitos sin gente, jóvenes que se van y viejos que se quedan. Repetidos hasta el hartazgo, esos relatos funcionan como refugio y también como cárcel. Sirven para pasar el día, pero no para cambiar la vida.
Dos siglos suenan solemnes, aunque en la escala del tiempo apenas son un parpadeo. Somos viejos en América, jóvenes en el mundo y recién nacidos en la cronología universal. Ese desajuste explica algo. Hablamos como ancianos, actuamos como adultos cansados y, en verdad, seguimos siendo aprendices.
¿Qué pasaría si, en lugar de aplaudir a ciegas al pasado, lo usáramos como trampolín para discutir nuestras leyendas? ¿Y si el “como Uruguay no hay” fuera, en realidad, la forma más airosa de decir que no sabemos adónde ir? El bicentenario no debería sonar a monólogo, sino a coro. No un cierre solemne, sino una pausa en una conversación larga, contradictoria y a menudo incómoda.
Doscientos años después, el país necesita menos mármol y más imaginación. Menos frases huecas y más preguntas tirantes. Menos nostalgia y más ambición. Una nación madura celebraría su bicentenario confrontando verdades incómodas junto a las ficciones que la reconfortan. No se preguntaría solo cuánto ha recorrido, sino si todavía avanza en la dirección correcta.
La independencia de ahora se asegura con la capacidad de proyectar un horizonte común y con la valentía de elegir qué futuro queremos en un mundo imprevisible. Ese es el desafío. No basta con administrar inercias. Un país que se conforme con repetir rutinas terminará envejeciendo antes de madurar. Ahí asoma la pregunta crucial. ¿Qué nuevas historias deberíamos atrevernos a contar para no quedarnos atrapados en un museo? Nuestras leyendas tienen una dosis de verdad y otra de engaño, porque nos convencieron de que ya éramos lo que aspirábamos a ser. El resultado es un país satisfecho con su propio cuento, incluso cuando las páginas gastadas ya no entusiasman a nadie.
Ahí está la paradoja más acuciante: un país que presumía de su educación y ahora no encuentra la solución a que la mitad de los jóvenes no termine el liceo; que naturaliza que los que nacen pobres mueran pobres; que se jacta del sosiego y no se avergüenza de los suicidios; una nación donde la matrícula carcelaria crece más que la escolar; que gasta horas infinitas en política e invierte migajas en innovación; un país que convirtió el fútbol en obsesión nacional y el empate en filosofía de vida. El espejo del bicentenario no devuelve una imagen nítida. De un lado, el equilibrio en un continente de cimbronazos. Del otro, una nación que se consume a sí misma, con jóvenes que sueñan con el aeropuerto y plazas donde los bastones superan a las mochilas.
Y, sin embargo, contra toda lógica, este país todavía existe. No nos devoraron los gigantes ni nos hundieron las catástrofes que arrasaron a otros. Haber sobrevivido ya fue un milagro, aunque la supervivencia sola no alcance. El mismo país que se empantana en la melancolía logró sostener, con todos sus fallos, una democracia más duradera que la de la mayoría de sus vecinos.
El bicentenario también debería servir de ventana para mirarnos sin piedad y atrevernos a esbozar un guion nuevo, porque si en el siglo XIX hubo quienes fundaron un país en medio de la nada, ¿por qué no habríamos de arriesgarnos a reescribirlo en el XXI?
Lo esencial es decidir si los próximos dos siglos los pasaremos recitando leyendas o inventando un relato distinto. En esa elección hay, todavía, margen para la esperanza. Porque sobrevivir a 200 años no basta: ahora hay que animarse a vivirlos. Incluso si eso implica la herejía de jugar para ganar. O, como en ese gesto de plantar una bandera en el fondo del mar, atrevernos por fin a explorar lo que escondemos en nuestras propias profundidades. Quizá entonces encontremos, al fin, la osadía de aspirar a más.