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domingo, junio 22, 2025

¿Qué debe hacer América Latina con sus más de 30.000 niños y adolescentes encarcelados?

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El pasado 7 de junio, un niño de 14 años disparó al senador colombiano Miguel Uribe Turbay. Aunque el adolescente apretó el gatillo, poco se sabe aún de quién dio la orden. El intento de asesinato mantuvo en vilo a un país demasiado acostumbrado a la violencia, que pidió mano dura. La derecha colombiana exigió cambiar la ley para poder castigar a menores sicarios como a adultos y algunos le desearon no volver a pisar la calle o incluso la muerte. Cuando Irvin Mendoza Rodríguez supo de la noticia en Chihuahua, México, sintió que se vio a sí mismo cuando tenía esa edad y había sido entrenado para matar. “Es sencillo convencer a un chavalito para hacer algo así, sólo hay que buscar a un joven que venga de una familia disfuncional y empobrecida y deslumbrarlo con el dinero”, explica por videollamada. “Muchos nos metemos en esto para darle a nuestras familias una buena vida o para que nos reconozcan”, cuenta.

Él tiene ahora 32 años, una hija, un trabajo estable en un Walmart de Chihuahua y una buena relación con la fiscal que quiso aplicar todo el peso de la ley con él cuando aún era adolescente. Con 16 años, había matado a 11 personas, tenía una banda criminal de robo de coches y enfrentaba su primer juicio. Pasó siete años privado de la libertad entre un centro de menores y una cárcel de adultos, hasta que en 2017 fue beneficiario de la Ley Nacional del Sistema Integral de Justicia Penal para Adolescentes, que impedía que los menores de edad estuvieran retenidos más de cinco. En esos años, perdió un riñón, un ojo y movilidad en una pierna como resultado de la violencia en los centros penitenciarios y el centro de menores. “Al principio pensé que yo era malo, pero no podíamos ser todos malos. En mi comuna había muchos niños como yo”, narra.

América Latina es la segunda región del mundo con más menores privados de libertad, solo después de América del Norte (por Estados Unidos). Al menos 34.000 chicos y chicas estaban detenidos en 2024; la gran mayoría, acusados de delitos menores como robo y hurtos, según un informe de Unicef publicado a principios de junio. Son prácticamente uno de cada ocho en el mundo. Kendra Gregson, asesora de protección infantil para la organización en América Latina y el Caribe, alerta de la correlación entre las detenciones y posteriores deterioros de la salud mental y física de estos jóvenes. “Los niños pierden importantes hitos de su desarrollo y, por lo tanto, se encuentran en desventaja en cuanto a oportunidades a largo plazo de educación y trabajo decente“, explica la oficial. Por ello, sugiere varias alternativas a la detención, más cercanos a la justicia restaurativa que a la mano dura, como la reparación, la petición de perdón, servicio comunitario o la libertad condicional.

Como ella, otras tres expertas consultadas por América Futura coinciden en que la prisión no es un lugar para niños y que, lejos de prevenir más violencia, la acaba perpetuando. Corina Giacomello, profesora e investigadora del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Autónoma de Chiapas, celebra la normativa mexicana pues, asegura, supuso un paso gigante en un país acostumbrado a que el narco instrumentalice a los niños. “Aunque en México la narrativa al respecto no es superprogresista, se ha logrado ver a estos chicos como víctimas del crimen organizado, no como perpetradores”, narra. Sin embargo, tanto Giacomello como Irvin desglosan un sinfín de falencias y carencias de los centros de menores mexicanos. “Aunque reciban un sistema especializado, tenemos que repensar si de verdad responden a sus principios de reinserción y acompañamiento”.

“Hacía lo que veía”

Irvin no se justifica y ahora entiende todo el daño que causó. Lo comprendió mejor cuando su pareja y el bebé que estaba gestando fallecieron en un accidente mientras él estaba preso. “Cuando pasé por el duelo, entendí el daño que había hecho y siguen haciendo otros niños en nombre de las mafias o los malos ejemplos”, reflexiona. “Yo hacía lo que veía que hacían mis tíos y mis primos, todos eran los más chingones porque robaban y mataban y eran reconocidos en la comuna”, recuerda. Desde que cambió de vida, explica, ha vuelto periódicamente a mostrarles a los niños de su barrio la otra cara de ser “el más chingón”: “Yo les digo que sí, que podrían conseguir plata fácil, mujeres y que los respeten, pero que iban a acabar como yo o peor, muertos. Que ninguno es el Chapo Guzmán”.

Irvin muestra algunos de sus dibujos en Chihuahua, México.

La psicóloga salvadoreña Jeannette Aguilar lamenta que los casos como el de este joven sean tan comunes en la región e incide en que el discurso puntivista no se puede centrar solo en una persona. “Es importante reconocer que esto no va de blanco o negro o buenos y malos. Hay una clara responsabilidad individual y una estatal. El Estado es quien falla a las víctimas por no protegerlas y falla a chicos como Irvin por no dar una alternativa a la vulnerabilidad y estigmatización de comunas como las de él. Esa exclusión les obliga a orillarse a bandas criminales”, cuenta por teléfono. “Estos niños también son víctimas de la violencia”.

El Salvador es uno de los países de la región que más ha recrudecido la persecución y la detención de personas, incluidos menores. En tres años de estado de excepción, ha encarcelado a más de 84.000 personas; el 70% de ellas tenía entre 12 y 35 años. Y al menos 3.300 eran menores. Las últimas modificaciones de la ley penal permitieron que los menores de 12 en adelante pudieran ser juzgados como adultos y compartir cárcel con mayores de 18 años, cuando se trata de delitos vinculados a las pandillas. “Este es un país que encarcela a sus niñeces y juventudes”, critica Aguilar.

Ante la creciente percepción de inseguridad en Perú, el clamor popular ha llevado a que hace un mes aprobaran una ley de reducción penal de los 18 a los 16 para delitos mayores. Es decir, cualquier adolescente de más de 16 será tratado como un adulto frente a ciertos conflictos con la ley como el sicariato. Para Beatriz Ramírez Huaroto, abogada peruana, “el régimen penal especial le daba la oportunidad al Estado de trabajar con ellos. Como aún son adolescentes y no tienen consolidados sus patrones o conductas, estos se pueden modificar”, expresa. “Hay que preguntarse si sólo sancionar es la solución de la violencia”.

Si bien la norma recoge que los internamientos de menores han de ser en pabellones diferentes a los adultos -como sucede en otras cárceles como las de El Salvador-, la propia sobrepoblación de las mismas hacen de este asterisco a la norma papel mojado.

Gregson insiste en que “no existe correlación entre la reducción de la edad y el descenso de las tasas de homicidios”. Por tanto, explica, no sólo es una medida ineficaz, sino que se corre el riesgo de aumentar el número de niños detenidos en contacto con adultos, en muchas ocasiones, criminales.

Las estimaciones de Unicef apuntan que la cifra de menores privados de la libertad ha bajado en los últimos años, pasando de 46.000 en 2018 a 34.000 en 2024, siendo una de las regiones que reporta mayor caída.

Esta es una idea en la que ahonda Aguilar. La adolescencia es una etapa clave donde se asienta la personalidad y la identidad. “Es un momento de construcción de sí mismos; están reafirmando el espacio que ocupan en el mundo. La estigmatización de sus comunidades o barrios paraliza este proceso y construye una identidad y una autoimagen negativa”, cuenta. Si durante ese proceso de conformación, los referentes no son los profesores, padres trabajadores, o amigos de la escuela, sino criminales y hombres, en muchos casos peligrosos, explica, estos niños acaban asumiendo su pertenencia a ese grupo. “En El Salvador, las pandillas se nutren de adolescentes y jóvenes encarcelados, muchas veces por delitos menores. Son captados en las propias cárceles. A veces, es un camino sin retorno”, zanja.

El ejemplo de Irvin es la excepción a la norma. Como explica en videollamada, si logró cambiar radicalmente de vida fue a pesar de la cárcel y no gracias a ella. “De los que estaban conmigo, prácticamente el 97% siguen presos o están muertos”, zanja. Pero le entristece que en su proceso de reinserción también experimentara la ausencia del Estado. “Ningún psicólogo ni psiquiatra me quería atender. Les daba miedo”, explica. Así que empezó a controlar la ira para evitar ser violento con otras personas como mejor supo: primero matando animales, luego autolesionándose. Ahora, lleva meses yendo a terapia y su único deseo es poder ejercer de padre en algún momento.

Redacción

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