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lunes, abril 28, 2025

REFLEXIÓN A UNA SEMANA DE LA PARTIDA DE FRANCISCO

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Luis Gotte –  La Trinchera Bonaerense

A una semana de la muerte del Papa Francisco, nos encontramos aún conmovidos. Porque no se ha ido solo un pontífice, se ha ido un rostro humano de la Iglesia.

Un hombre que, lejos de buscar su grandeza personal, quiso hacer de la Iglesia un hogar para los olvidados, para los que el sistema había dejado a un costado.

Francisco no pretendió ser perfecto. Y tal vez esa haya sido su mayor grandeza. No llegó a la Sede de Pedro como un monarca, sino como un pastor con olor a oveja, como él mismo solía decir. Caminó entre las heridas del mundo, habló en nombre de los que no tienen voz, y, sobre todo, abrió puertas que durante mucho tiempo habían estado cerradas.

Su proyecto fue claro: que la Iglesia volviera a ser una Iglesia de encuentro, de compasión, de servicio.

Una Iglesia que no se encierre en ritos o en dogmas repetidos, sino que salga al mundo a curar, a acompañar, a levantar.

Entendió que no vivimos tiempos normales: que hoy no solo se juega la fe, sino la supervivencia misma del hombre en un mundo que lo quiere reducir a mercancía, a dato, a número.

Francisco intentó llevar la fe al barro de la historia. Supo que las grandes palabras no bastan si no se traducen en gestos concretos. Por eso habló de los migrantes, de la pobreza, de la injusticia económica, del grito de la Tierra y de los pueblos olvidados.

Y por eso también molestó. A los dogmáticos cómodos. A los tibios de siempre. A los poderes que prefieren una Iglesia silenciosa antes que una Iglesia que camine con los pobres.

Hoy, algunos se preguntan qué quedará de su legado.

La respuesta es sencilla: lo que permanezca en nosotros.

Francisco no cambió la fe. Cambió el modo de encarnarla en este siglo herido.

Y esa siembra seguirá creciendo, aunque intenten cortarla.

Porque hay procesos que, una vez iniciados, ya no se detienen.

Seguirán los debates, claro. Seguirán los conflictos internos, los que siempre estuvieron.

Pero también seguirá esa voz sencilla que nos recuerda que no hay cristianismo sin humanidad, que no hay fe viva si no toca el dolor del hombre, que no hay Dios verdadero si no hay pueblo.

A una semana de su partida, recordamos a Francisco como lo que fue: un servidor. Un sembrador de esperanza. Un hombre de su tiempo, que no huyó de la historia, sino que la abrazó, sabiendo que allí, y no en otro lugar, es donde Dios nos llama a ser fieles.

Que su legado nos encuentre de pie, con la fe viva, y con la dignidad intacta.

Redacción

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