Despedir a Roberto Elia nos obliga a revisitar no sólo su humor ácido, su mirada crítica sobre la realidad, su pasión por la lectura en esa biblioteca que tenía mucho de poesía, de Jung y Jacques Lacan, de pensamiento contemporáneo, en conjunción con una enorme cantidad de música, que escuchaba constantemente. Falleció este domingo 23 de marzo.
Nacido en Buenos Aires el 15 de diciembre de 1950, fue el primer artista vivo invitado a desarrollar una muestra individual en el Museo Nacional de Bellas Artes en 1995. Había egresado de la Escuela Nacional de Bellas Artes y fue un joven discípulo del conceptualismo que dominó la escena plástica argentina en la década del 60. Su obra abarcó desde pinturas hasta objetos. Obtuvo las becas de la Fundación Esso (1985) y Guggenheim (EE.UU., 1986). Justo en los años 80, la Fundación San Telmo, con Jorge Helft, le había abierto sus salas para que desplegara su trabajo. Helft se transformó, junto a Juan Cambiaso, en coleccionista de sus obras, que combinaban ingenio en la recuperación de pequeñas señales en objetos, como una taza de café que se partía justo al medio y él la nombraba ‘Cortado’. Elía jugaba entre el lenguaje y la poesía que descansa en la vida cotidiana. Esos juegos de relaciones llevaron a la crítica Mercedes Casanegra a titular una retrospectiva de sus 34 años de carrera, en la sala Cronopios del Centro Cultural Recoleta, como ‘El laboratorio de Roberto Elía (1969-2003)».
Elía adoraba encontrar/encontrarse con lo azaroso, de lo que siempre salía un gesto singular en su obra. Uno de sus fetiches fue el broche de ropa, un elemento simple, usado por la humanidad desde tiempos ancestrales, que no sólo remitía a su función original, sino a las que iba encontrando al desarmarlo. Con un nuevo giro en cada una de sus partes, el artista llega a desarrollar un tarot completo que se fundaba en esas conjunciones, que a veces arrojaban una casa, a veces un barco, o un isotipo de hombre-mujer. Permitía la unión de partes que ejecutaba con ligereza, encontrando la forma –por prueba y error– del punto en que el conjunto alcanzaba un orden atractivo.

Las mesas fueron otro ejemplo de su pasión por desarrollar obra, elementos en torno a la vida humana y, un poco con la inspiración que compartía con Víctor Grippo, cuando sostenía que la mesa era el escenario de conversaciones, creatividad, encuentros y todo tipo de interacciones comerciales. Se recuerdan aquellas que estuvieron en su muestra en Ruth Benzacar, en 1984, cuando, con el acuerdo de la galerista, Elía asistía cada día a modificar apenas la distribución de los objetos allí reunidos, un gesto que mantuvo en sus últimos años y que lo llevó a configurar instalaciones efímeras en sus casas/ taller.

Uno de sus narradores favoritos era Julio Córtazar, por su propuesta lúdica para leer Rayuela, que daba al lector la misma libertad que se arrogaba el autor. El otro fue Jorge Luis Borges: empleando un elemento tan simple como un borrador de cualquier escuela, Elía le inscribía FUNES, para traer a ese personaje del cuento Funes el memorioso. publicado en 1944. La escritura tomó relevancia en numerosas obras de Elía, a veces usando el lápiz, otras quemando el papel al escribir, o inscribiendo con aire escolar una sentencia sobre el valor de la escritura: ‘Para ordenar la oscuridad en el vocablo’.
Hacia fines de los años 70, Elía viaja al exterior y se queda entre Barcelona y Madrid. En 1985 obtiene el Premio ESSO y viaja a Estados Unidos. Al año siguiente, cuando gana la beca de la Fundación Simón Guggenheim, viaja a Nueva York, donde desarrolla un estudio del juego de la rayuela y la obra de Julio Cortázar. Posteriormente vuelve a Madrid, donde reside un tiempo. Mientras, su presencia se consolida en colecciones como el MNBA y el MALBA. Galerías como La Ruche, de Jorge Mara, Van Riel y la recordada Filo, en el subsuelo más cool de Retiro, le otorgaron un espacio constante y consolidaron su carrera nacional e internacional.

Hacía un tiempo que no se lo veía a Roberto Elía. Su hijo, Camilo, había transmitido que su padre había abandonado la vida pública y se había recluído en su casa de Boedo, donde compartía a diario con sus grandes amigos, Mónica Canzio y Carlos Arnaiz, quienes estuvieron muy cerca hasta el final.
De sus anécdotas familiares, recuerdo algunas. Su padre era odontólogo y ese olor característico le devolvía su recuerdo siempre. También sus veranos en Mar del Plata, donde tenían una casa, que luego ocupara su hermano médico, cirujano de manos y quien observaba su salud acompañando sus debilidades físicas, que incluían una persistente falta de apetito. En su mesa de trabajo, sostenida por dos enormes broches, conservaba una multiplicidad de extrañas y sugerentes rocas moldeadas por el agua, tesoros de sus caminatas. También, llevando en su bolsillo un imán, un día descubrió que al caer en la arena, este se cubrió de una pelusa gris, a la sazón el hierro en micropartículas. Hizo recolecciones de este sedimento ferroso y lo conservaba como obra en una botella enorme.

Roberto Elía estaba invitado a participar en la nueva versión de «Puente aéreo IV», la colectiva que hace dialogar a artistas chilenos y argentinos, actualmente en exhibición en el Pabellón de las Artes de UCA. No pudo concretar su participación por una internación de urgencia. Muy pocos sabíamos que estaba de regreso en su casa de Boedo, con cuidados paliativos solamente. Nos dolía perderlo. El 23 de marzo dejó ese cuerpo que ya no resistía, pero seguirá aportando un legado cargado de una belleza simple, no exenta de ironía.
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Pilar Altilio
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