
Resulta que las dos chicas danesas del capítulo anterior se llaman Kirstine y Anna Sophia; son estudiantes, de matemáticas y violín; y aunque no se hospedan en el hotel, han trepado hasta la terraza del Palace para barcelonear un rato. Están descubriendo a un tiempo la amistad, el amor y el rompecabezas de la vida con la energía exultante de los 18 años. Charla que te charla, la velada se alarga. Suena en los altavoces Back to black , de Amy Winehouse, cuando, no sé bien cómo, una servidora y sus hijas postizas están bajando en ascensor desde la azotea hasta los sótanos del hotel, donde se ubica el Bluesman Cocktail Bar.
Terciopelos de color rojo burdeos, maderas nobles, luces ambarinas y una bola de espejitos, como en las discotecas de antes, conforman una atmósfera vintage que sorprende a las chavalas: “Parece el decorado para una película de James Bond”. En este garito subterráneo pusieron sus pies artistas de la talla de Ella Fitzgerald, Count Basie y Duke Ellington, ahí es nada. Detrás de una puerta contigua al bar, se sitúa el cigar lounge ; o sea, una salita para fumar habanos a placer y conspirar contra el mundo.
El restaurante exhibe ciertos alimentos en vitrinas refrigeradas, al estilo de una joyería selecta
Nos despedimos de las danesas ya en la calle, adiós, hasta luego, frente al Palace Barcelona, en el número 668 de la Gran Via, en un momento en que empiezan a salir los últimos comensales del restaurante Amar, en cuyo túnel de acceso se exhiben algunos alimentos en vitrinas refrigeradas, como si fueran diamantes y piezas selectas de joyería: un gallo, un señor rodaballo, gambas XXL, ostras francesas de Marennes-Oléron. Explica el chef Gonzalo Hernández, a la caza de una estrella Michelin junto con su socio, el sevillano Rafa Zafra, que el astro rey es aquí el pescado. La cuenta media sale a unos 180 euros por cabeza. ¿Especialidades? El carpaccio de cigalitas en homenaje a El Bulli o la langosta beurre blanc y caviar. Fue en Amar donde, el jueves 27 de abril de 2023, se dieron un festín Bruce Springsteen, Barack y Michelle Obama y Steven Spielberg, con ocasión de un concierto del Boss en Barcelona, y, mira por dónde, el pasado miércoles, Marcus Rashford celebró aquí su fichaje por parte del Barça con la directiva del club.
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Sigo en la calle, pasada la medianoche, frente a la fachada del antiguo Ritz, cuajado de espectros e historias íntimamente incardinadas en la piel de la ciudad. Sale el fantasma de Ava Gardner, me pide fuego y sigue su camino a zancadas hacia La Macarena, un viejo tablao del Gótico; Xavier Cugat y Dalí sonríen desde los balcones de sus alcobas. Esto se acaba. La serie ha terminado, y cuesta despedirse. Se quedan detalles en el tintero: el Chevrolet Belair 1955 que Sandy Garri, el camarero cubano del hall, restauró y puso a trabajar de taxi en Varadero. El jamón de jabugo que el exdirector Joan Valls le daba al perro beagle de Ron Wood para hacerse amigo del chucho. La dentadura postiza que se dejó un cliente (¡otro se olvidó una bolsa de joyas!). Los años de Joan Gaspart, que fueron regulares para pagar las nóminas. O el pavo real que recoge su cola en la base de las tazas. Gracias por todo.
Un comedor popular durante la guerra civil

El comedor del antiguo hotel Ritz durante la Guerra Civil
Arxiu Nacional de Catalunya
Al comienzo de la Guerra Civil, el lujoso Ritz fue requisado por los milicianos de la CNT y la UGT para instalar allí un comedor popular “al servicio de la revolución”: el Hotel Gastronómico Número 1. Pronto se complicó el suministro de alimentos. El fotógrafo Agustí Centelles habla en sus memorias de la monotonía austera del menú: lunes, alubias con chorizo; martes, lentejas estofadas; miércoles, potaje de garbanzos; jueves, barreja de llegums, y así. El Gobierno retomó el control el hotel en 1937