Recuerdo una película de María Luisa Bemberg, “De eso no se habla”. Una excelente Alejandra Podestá -murió trágicamente en 2011- interpreta a una joven con enanismo, virtuosa del piano. Vive en un pueblo bastante cerrado y su madre, Luisina Brando, logra -con decisión, dureza y rigidez- que nadie hable de la característica evidente de su hija. Hasta que llega un hombre mayor, nada menos que Marcello Mastroianni y se enamora de la joven. Pero a ella sus ganas de ver mundo la llevan a fugarse con un circo que visita el pueblo: hay algo especial en su personalidad que no se pude esconder por más silencios que se hayan impuesto.
Este filme de Bemberg, basado en un cuento de Julio Llinás, genera eco en todo lo que callamos, ocultamos, velamos, deformamos porque nos parece impropio de sacar a la luz. Aunque finalmente aparece una fuerza innata que lo expone.
Pero no todo lo que se encubre bajo la frazada es algo difícil de aceptar. A veces nos deshonramos a nosotros mismos al no permitirnos ciertas ilusiones simples porque suenan arriesgadas o ponen en peligro una oscilante estabilidad o porque ya somos grandes. La periodista Fanny Mandelbaum -se hizo conocida al cubrir el caso María Soledad en Catamarca- suele decir a sus 87 años que “uno tiene la edad de su proyectos”. La frase me maravilla y a veces me guía: debemos dar rienda suelta a lo que está incubándose, no temerle.
Lo que no se nombra suele quedar en el olvido: “eso” va al desván de los recuerdos mientras la vida sigue encorsetada. Por eso me atrevo a una propuesta: tomen papel y lápiz y escriban a razón de una idea por día -o más o menos- sobre aquello que quedó latente, sin pulso. Y luego reflexionen sobre las razones de esa incapacidad para intentarlo. Veremos algo que sorprende: casi nunca es tarde. ¿Saben qué, además? Lo no dicho se mantiene como en un limbo eterno que nunca cambia. Peor aún: ese proyecto inconcluso, ese no haberse animado entra en el legado que dejamos, como algo inacabado. Y los que nos sobreviven -estoy seguro- no merecen heredarlo.