Con banderas, aplausos y lágrimas, miles de personas se congregaron en Buenos Aires para recordar al primer Papa argentino, el hombre que llevó al país al mundo y supo hablarle a todos en su idioma. El pedido fue unánime: que lo hagan santo.
A las cuatro de la madrugada, hora argentina, el féretro de Francisco era sepultado en la Basílica de Santa María la Mayor de Roma. Lo despidieron con una ceremonia, sin pompas, como él pidió. Unas horas más tarde, del otro lado del mundo, en Buenos Aires, una multitud empezó a llegar a la Plaza de Mayo para darle el último adiós en su propia tierra.
Frente a la Catedral Metropolitana, se desplegaron 700 sillas que pronto resultaron insuficientes. Desde temprano, el aire olía a tristeza y alegría, «porque el Papa está con Dios y nos protege desde allá», repetían los fieles. Había banderas, estampitas, velas, cantos. Pero también una certeza compartida: Jorge Mario Bergoglio no era solo el primer papa argentino. Para muchos, fue un santo en vida.
Y por eso, la frase se repetía en oraciones y gritos espontáneos: “¡Santo ya!”
“Hay barro por la lluvia de ayer, pero no importa», dice Lidia, con la mirada clavada en el altar montado frente a la Catedral. «Francisco fue un Dios en la Tierra. Hay que santificarlo. Hablaba como nosotros, hablaba argentino, con el corazón. Llegó a todos, hasta a los que vivimos en las villas», cuenta a Clarín. Y mientras sostiene con fuerza un cuadro con la foto del Papa, Lidia recuerda cómo su figura marcó su vida. Vino desde la Villa 11-14, donde tiene un comedor comunitario. “Siempre estuvo del lado del que sufre, del que no tiene. Él me enseñó que ayudar al otro también es rezar. Lo vi mucha veces cuando él estaba acá”, murmura, mientras la tierra mojada le empapa los zapatos y la misa sigue.

Cartoneros, grupos scouts, maestras, médicos, estudiantes, vendedores ambulantes se dan «la paz». Mientras los ministros de comunión pasan a dar la ostia. Ruben Frías, Sergio y Braian llegaron en tren desde Temperley cuentan a Clarín. Los tres son vendedores ambulantes que trabajan de sol a sol, de vagón en vagón. «Así nos ganamos el mango», dice Braian. «Dejamos un rato de trabajar para venir acá a despedir al Papa. Para mí es muy importante la fe, para mi tener fe es fundamental en algo tenés que creer. Todos los días que salía a laburar me llevaba la estampita de San Expedito y del Papa», comenta Rubén, mientras sostiene su caja de cartón repleto de chicles.
Por su parte, Sergio agrega: «Lo tienen que santificar. Era un hombre noble. Como un Dios en la tierra.»
“Dios ya lo sabe, pero ahora tiene que saberlo el mundo: este hombre fue un santo”, dijo Teresa Bustos, de 63 años, que llegó desde Villa Fiorito con su hija y su nieta. “Él hablaba como nosotros, decía cosas profundas con palabras simples. Nos abrazó a todos, pobres y ricos, creyentes y no tanto. ¿Qué más prueba quieren?”, se pregunta.
«Gracias querido Francisco. Gracias porque fuiste cercano. Hermano, amigo, padre y sobre todo un verdadero pastor entre las ovejas ayudándonos a cada uno con nuestras propias fragilidades y heridas a caminar por la vida. Marchá en paz hacia Dios. Hasta que nos volvamos a ver Santo Padre», expresó el arzobispo de Buenos Aires Jorge García Cuerva luego de que se transmitió un viejo audio enviado por el Sumo Pontífice.
A modo de cierre, el arzobispo agregó: «Como leí en uno de los cuadernos que tanta gente escribió en estos días, andá al cielo y hacé mucho lío desde allá. Gracias Padre». La plaza respondió con un aplauso cerrado y lágrimas en muchos rostros.

Grupos scouts y organizaciones sociales comienzan a agolparse en las pantallas cercanas a la Catedral. Algunos llevan estampitas de Francisco, otros lloran tocando los rosarios y otros abrazan a sus seres queridos mientras escuchan atentos. Tomás, un joven scout de 17 años, llegó con su grupo desde Lomas de Zamora. Sostenía una bandera hecha a mano que decía: “Francisco santo del pueblo»
“Él te despertaba. Nos enseñó a meternos en la vida, a no mirar desde el balcón. Siempre nos llamó a los jóvenes. Y ahora sentimos que nos toca a nosotros seguir eso que él empezó”, manifestó el adolescente.
Mariana, una madre de tres chicos que vino desde Ramos Mejía, mostró una vela con la imagen del Papa y explicó: “Yo le rezo desde hace años. Sé que está en el cielo, pero quiero que lo reconozcan en la Tierra. Fue un hombre de fe, de acción, y sobre todo, de amor.»

Cerca del Cabildo, un grupo de jóvenes entonaba canciones con guitarras, mientras la gente sarandeaba pañuelos amarillos y blancos. Algunos traían cartas. Otros sostenían carteles con distintas leyendas como “Francisco, nuestro San Jorge”; “Gracias por llevar Argentina al mundo”; y “Te llevamos en el corazón”.
A lo largo de la misa, las palabras del Papa volvieron una y otra vez en las bocas de los fieles: “Hagan lío”, “Recen por mí”. Frases que se convirtieron en mantras cotidianos y que, para muchos, son pruebas de una espiritualidad viva y profunda. “Nos enseñó a vivir con alegría el Evangelio, a embarrarnos, a no mirar para otro lado”, dijo Julián, de una parroquia de San Justo. “Eso es santidad”, afirmó.

Por su parte, el almuerzo que estaba programado desde el Gobierno porteño se hizo donde cada organización se podía sentar con su gente a comer.
Mientras avanzaba el día la gente seguía coreando las canciones de iglesia. Algunos lloraban, otros estaban alegres. Francisco no se fue. Vive en la memoria afectuosa de su gente, en los gestos que dejó. Abrazó a los humildes. Y si la santidad se mide por cuánto amor deja alguien al partir, el pueblo argentino parece tenerlo claro.

Compartir y peregrinar
Un grupo de voluntarios desplegó una mesa larga en una de las diagonales de la Catedral. No era una mesa ceremonial, sino algo más sencillo, más íntimo y sobre la misma aparecieron decenas de panes. El murmullo de la gente que había asistido a la misa se apagó cuando comenzó a sonar su voz grabada. “El pan compartido tiene mejor sabor”, dijo Francisco, con ese tono sereno y porteño que tantos recuerdan.
Entonces ocurrió algo hermoso y espontáneo. Uno a uno, los presentes se acercaron y tomaron un trozo de pan. Quien agarraba un pedazo grande lo partía sin dudar y se lo ofrecía al de al lado. En pocos segundos, la mesa quedó vacía. Un hombre de campera gris, con los ojos húmedos, murmuró a su hija: “Él nos enseñó eso… a mirar al otro.»
Ese gesto fue apenas el inicio. Desde allí partió la llamada peregrinación por los lugares del dolor, una procesión organizada por la Arquidiócesis de Buenos Aires para recordar el trabajo pastoral del entonces padre Jorge Bergoglio en las zonas más castigadas de la ciudad.

El recorrido tuvo seis paradas, todas profundamente simbólicas. A la cabeza caminaban sacerdotes, religiosas, militantes barriales y familias enteras que conocieron de cerca la obra de Francisco. Detrás, cientos de personas avanzaban con cánticos, con rosarios en la mano o simplemente con la foto del Papa pegada al pecho.
“Acá empezó todo”, dijo Marta, una mujer de unos sesenta años, mientras señalaba la Casa Mamá Antula, en Independencia al 1100. “Esta parada es muy importante porque el año pasado Bergoglio la convirtió en Santa después de toda su obra», dijo. Todas las mujeres dejaron rosas a la virgen y continuaron su peregrinación.
Otra de las paradas fue Plaza Constitución. Ahí, entre bocinazos y vendedores ambulantes, se detuvieron a rezar un padrenuestro. “Es un lugar de sufrimiento cotidiano”, explicó una coordinadora del trayecto. “Hay mucha población en situación de calle, mucho consumo», cuenta. Resulta que esta parada tiene un gran significado porque allí «Bergoglio denunció la droga, la prostitución y abrazó a los sin techo», dicen por el altavoz.
Luego, el recorrido continuó hasta el predio del Hospital Borda, junto al Tobar y el Rawson, donde la emoción se hizo palpable. Algunos abuelos se acercaron a la puerta a ver la peregrinación. Y todos se fundieron en un abrazo.

Al costado de la peregrinación el arzobispo de Buenos Aires sigue la caminata a paso acelerado y arriba al Hospital Muñiz, especializado en enfermedades infecciosas y otro punto de alto impacto en el que se pidió por los pacientes. Algunos voluntarios leyeron fragmentos de las homilías que Francisco pronunció allí. «La muerte de Francisco nos llena de tristeza, pero sabemos que desde el cielo el nos cuida. Desde hoy le enciendo una vela para la salud de mi hija», dice Marta que salió a la puerta «a respirar un poco de fe», manifiesta a Clarín.
La quinta parada fue el Hogar de Cristo San Alberto Hurtado, en Parque Patricios. “Él nos ayudó a fundarlo con el padre Pepe. Nos dijo: ‘Salgan a la calle, ahí está Jesús’. Y no lo olvidamos más”, recuerda Paola, una de las coordinadoras de la peregrinación. «Acá, él, como Bergoglio, hizo el primer lavatorio de pies», señalan por altavoz.
Una despedida popular
«Este es el último pacto de amor de Francisco», anunciaban desde el altavoz. La procesión cerró en la parroquia Virgen de Caacupé, en Villa Lugano. Muchos la recordaban por haber sido uno de los espacios donde Bergoglio alentó la creación de casas comunitarias y espacios de contención para los más vulnerables.
Mientras el sol comenzaba a caer, los peregrinos comenzaron a llenar la calle angosta que rodea la parroquia, una de esas típicas callecitas, tan estrecha que cuando alguien camina, parece que todo el barrio se entera. Desde las puertas entreabiertas de las casas salían vecinos a mirar, a sumarse, a persignarse.

Con esa caminata lenta y dolida, se tejió una despedida popular. En la parroquia le prepararon a Francisco una especie de altar con flores blancas y amarillas.
No hubo lujos ni pompas. Solo un pueblo que caminó con el corazón apretado por las calles en las que el Papa alguna vez se arremangó la sotana y se sentó junto al dolor. Como uno más.
AA