La Torre Triana es un enorme edificio, no brutalista, sí mastodóntico, ubicado en la isla de la Cartuja, en Sevilla, en el que trabaja un número indeterminado de funcionarios, varios miles, aunque Sara Mesa (Madrid, 1977) no ha logrado averiguar el número exacto. Lo intentó, buscó ese dato mientras escribía Oposición (Anagrama), su nueva novela, pues el lugar de trabajo de la protagonista está inspirado en ese edificio para cuyo diseño el arquitecto Francisco Javier Sáenz de Oiza se inspiró, a su vez, en el Castillo de Sant’Angelo de Roma.
Lo cuenta, en esa ciudad en la que no nació pero donde reside desde niña, ahora en las afueras, con los ojos, de un azul cálido, muy abiertos, llenos de la curiosidad que la mueve a escribir sin renunciar a vivir. Escucha con atención y asiente, se toca la cara mientras lo hace. El suyo es el rostro de la timidez.
Es, Sara, una autora que tiene que pensar lo que piensa, según dice, advierte, intentando justificar, pues hasta ahí ha llegado el capitalismo, a nuestros pensamientos, rápido, rápido, di algo, lo que sea, opina, tuitea, el tiempo que dedica a elegir cada palabra, a contestar a las preguntas derivadas de la lectura de este libro que plantea que hay margen, aún, para la discrepancia.
La historia narrada es la de muchos, jóvenes y no tanto, arrastrados a la Administración anhelantes de seguridad y estabilidad laboral, presos de trabajos que no les satisfacen, tediosos, apáticos. Podríamos ser cualquiera, y dejar de serlo, también.
–Al comienzo de la novela, también al final, resonaba en mí El proceso de Kafka, sólo que Sara, su protagonista, se adentra por voluntad propia en esa pesadilla funcionarial sin sentido. ¿Está de acuerdo con esas reminiscencias literarias, con esas influencias?
–Siempre que pensamos en administración o en burocracia es imposible que no resuene Kafka, aunque, como dices, aquí hay una clara diferencia de perspectiva. Mientras que tanto el K. de El proceso como el de El castillo están fuera de esta forma de organización pesadillesca, no pueden acceder, de hecho, y son tratados como intrusos, mi protagonista está dentro. Yo quería contar esa pesadilla desde el punto de vista interno, el de la trabajadora. Y en ese sentido, una influencia literaria central ha sido El rey pálido de David Foster Wallace.
–Sara, a la que ha dado su nombre, es una heroína que no busca serlo. ¿Qué le atrae de esos personajes que empiezan siendo perdedores y terminan victoriosos, dueños al menos de su propio destino?
–Más que heroína, que es una palabra que le viene un poco grande, yo la consideraría una rebelde involuntaria, alguien que ejerce la disidencia no desde el lugar de quien tiene un plan de lucha, sino desde el de quien no se adapta, no se siente cómoda, no entiende, casi no le queda otra que meter la pata. Es un rasgo muy típico de mis personajes, el actuar a partir de un malestar poco analizado o teorizado; unos acaban bien, otros no tanto.
–Conoce la Administración por dentro, ha trabajado allí, por eso me parece aún más meritoria esta novela, ya que ha sido capaz de retratarla literariamente sin renunciar a la literalidad. ¿Qué buscaba al escribirla, por qué esa historia?
–Yo siempre he estado un poco obsesionada con la burocracia, de refilón aparecía ya en algunas novelas previas, Un incendio invisible, Cicatriz, Cara de pan, y de lleno en Silencio administrativo, pero desde una perspectiva diferente, más periodística. Sabía que tenía que seguir escribiendo sobre esto, pero desde otro lugar, indagar en la cotidianidad de una oficina administrativa, en sus dinámicas, su rigidez, los trabajos inútiles, las contradicciones y redundancias. Conseguir que todo ese material tan tedioso adquiriera una forma literaria era un reto que quería afrontar, también para tratar de comprender por qué la burocracia no solo sigue presente a pesar de todos sus fallos, sino también por qué cada vez ocupa más espacio en nuestras vidas.

–En ese sentido, en la novela hay una interesante reflexión sobre el uso del tiempo. ¿Hacia dónde nos conduce la obediencia acrítica?
–Hacia ningún lado, creo yo. Lo que ocurre es que no es fácil escapar de una estructura organizativa que lleva tanto tiempo existiendo y que cada vez es más grande y monstruosa. Todo error burocrático se pretende solucionar creando más burocracia, entonces hay montones de personas trabajando para parchear cosas que ya están mal desde el inicio, rellenando, evaluando, archivando formularios que no sirven para nada o que incluso obstaculizan los objetivos. Ahí dentro uno no es más que una pieza de una gigantesca maquinaria fallida. Aun así, creo que hay margen para la discrepancia y, de hecho, es eso lo que plantea este libro, que por algo se titula Oposición.
–De hecho, el absurdo de la organización social queda plasmado de manera brillante. La pregunta que yo me hice al acabar la novela fue: ¿tenemos remedio, hay escapatoria frente al tedio y la apatía a los que nos arroja la vida útil?
–Sí la hay, pero para ello necesitamos abordar el tabú que hay en torno a este tipo de trabajos. Como la burocracia eficaz es una utopía, se corre el riesgo de que las críticas a la burocracia se entiendan como críticas a esta utopía y se asimilen a postulados neoliberales, así que tienden a no hacerse o a hacerse solo en voz baja. Yo sí que creo en lo público, pero hay que remodelar muchas cosas de arriba abajo, hay que hablar más sobre esto, porque es algo que está afectando en mayor o menor medida a todo el mundo.
–También hace un retrato de dos juventudes, la que representa Sara y la de Sabina, una supuestamente dócil y la otra desobediente en teoría y entregada en la práctica a lo estipulado socialmente. ¿Cree que la foto fija de las distintas generaciones está cambiando en España, que los jóvenes ya no se sienten reflejados en el espejo de sus padres?
–No pretendía hacer un retrato de generaciones, aunque es verdad que el tema de la edad está presente en gran medida, porque la oficina administrativa, el edificio incluso, es una entidad que absorbe, que homogeniza, que anula las diferencias. Mucha gente joven entra ahí con ganas, pero acaba sucumbiendo a la monotonía, normalizando el tedio, dejando a un lado sus capacidades y talentos. Y es innegable que, dado el panorama laboral exterior, existe algo tranquilizador en la repetición de reglas, la seguridad y la estabilidad. Pero eso hace que los funcionarios de oficina, incluso los más jóvenes, desarrollen actitudes conservadoras y reacias a cualquier cambio.
–»Lo importante en el trabajo es la seguridad y luego, en el tiempo libre, vienen las aficiones, las distracciones y las pasiones, que normalmente no te dan de comer», le dice Beni, una compañera, a Sara. Al leerlo, no pude evitar pensar en la literatura, esa pasión que en nuestro país da de comer a tan pocos escritores. ¿Es la escritura un trabajo?
–Esa frase la hemos escuchado mil veces y el caso es que se sigue diciendo y hasta puede que la hayamos dicho nosotras mismas, porque ciertamente es muy complicado vivir de los trabajos creativos. Tenemos muy interiorizada la idea de que el trabajo es un peaje, algo que se hace para conseguir otra cosa, nos guste o no. La cuestión es que si lo que se hace es inútil o si incluso no se hace nada, entonces lo que estamos aceptando es vender nuestro tiempo, lo que no es poco infierno.
–»El arte del informe técnico, me explicó, consistía en exponer la información de manera clara y comprensible», le explica otra compañera, Teresa, a Sara, resaltando la importancia de «¡La objetividad de los números!». Esto me lleva a preguntarle por la relación entre objetividad y escritura. ¿Se puede ser objetivo cuando se escribe una novela?
–Claro que no, lo que ocurre es que la subjetividad no está reñida con la verdad; la subjetividad no es sinónimo de mentira, de falsedad ni de manipulación. En este libro precisamente hablo de las trampas del lenguaje burocrático, que con su apariencia de objetividad puede llegar a ser completamente manipulador. La burocracia reduce muchas realidades complejas a meros números, las simplifica para que encajen en sus formularios supuestamente objetivos, y esto se hace en aras de la igualdad. La burocracia es esquemática, rígida y estrecha de miras, deja fuera todo tipo de sutilezas, matices, variaciones, propios de la realidad social. Presume de organización eficaz y objetiva de asuntos complejos, pero está llena de inexactitudes, contradicciones, arbitrariedades y errores, entre otras cosas porque gestiona un sistema previo que ya de partida es desigual.
–Llega un punto en el que Sara se da cuenta de que preguntar se convierte en un acto de mala educación, así lo describe ella. ¿Qué papel tiene la curiosidad, el deseo de saber, en su literatura?
–Un papel central. Aquí, por su inexperiencia, por su personalidad, la protagonista tiene un componente ingenuo, casi infantil, que hace que sea la única que se atreve a señalar al emperador desnudo, hasta que se da cuenta de la inconveniencia de hacerlo. Cuestionar por qué las cosas se hacen mal, o dando tantos rodeos, o de manera tan ineficaz, se vuelve un cuestionamiento completo al todo.

–»Si alguien me hubiera preguntado a qué me dedicaba en mi trabajo, no habría sido capaz de describírselo con una sola frase. Las palabras que pudiera usar, por sí mismas, no significarían nada», dice Sara en otro momento. ¿Alguna vez ha tenido esa sensación referida a la literatura, ha sentido que las palabras no significaban nada, que lo que estaba haciendo, escribiendo, carecía de sentido?
–No, con mi escritura personal jamás me ha ocurrido eso, pero sí con otro tipo de trabajos que he tenido que hacer en mi vida, completamente desmotivadores y ajenos a mis intereses. La creación puede llevar a más sitios o quizá no llegar a ninguno, pero contiene esa posibilidad latente. De los trabajos sin sentido, en cambio, no se puede esperar nada.
–Los poemas de Sara, dice ella, «surgían de la anomalía y el atajo, y de ahí, como es bien sabido, nunca puede salir nada bueno». ¿Nunca? ¿Nada bueno? ¿De la anomalía y el atajo? Me refiero, claro, a la poesía, a la literatura…
–Claro, es que esta reflexión de la protagonista es de ella, no mía, es la voz de la comunidad hablando a través de ella, todo lo que ha escuchado siempre, sus miedos y confusiones, porque ella está llena de dudas, su desobediencia es intuitiva, no teórica. Yo soy una gran defensora de las anomalías y los atajos, más interesantes siempre que los caminos marcados.
–Sara llega a sentir miedo de sí misma. Me pregunto si ese es el peor de los miedos, el más incontrolable… ¿Usted lo ha sentido alguna vez? ¿La literatura ayuda a superar ese miedo, a enfrentarse a él?
–El miedo que siente ella es el de acomodarse, una idea que tomé de Robert Walser, que retrató muy bien la vida en las oficinas: el terror a que la monotonía se convierta en costumbre. Esto sí que lo he sentido yo en muchas ocasiones, incluso en la literatura, el no darte cuenta de que te estás dejando llevar por lo esperable, de que te has instalado en la comodidad. Pero por volver al libro, creo que es algo muy específico de la administración. Estás ahí sentada día tras día y sientes que empiezas a echar raíces y ramas, te conviertes en un árbol y ya no te quieres mover, porque en gran medida es un trabajo cómodo, el daño que recibes quizá solo es visible a largo plazo.
–»La vida creativa es la única vida posible», le dice Sara a Sabina, la informática con la que entabla amistad en el trabajo, aunque en realidad no lo piensa. ¿Qué supone para usted esa vida creativa? ¿Puede llegar a ser la única posible?
–Esto suena muy solemne, pero sí, si entendemos creación como una forma de estar en el mundo propia, libre, imaginativa, que vaya más allá de lo esperado. Creativo puede ser ofrecer una solución a un atasco burocrático, por ejemplo, algo que por cierto no siempre es bien visto.
–Sara hace una reflexión muy interesante sobre su dolor; se pregunta si los demás lo notan para, al final, llegar a la conclusión de que tal vez todo el mundo está ensimismado en el suyo. ¿Cree que es así, que estamos tan ensimismados en nuestro propio dolor que no somos conscientes del dolor de los demás, de los problemas del resto?
–Es muy posible, pero llevando este asunto al libro, lo que está claro es que a fuerza de acumular capas de trámites y papeleo, la burocracia instaura una distancia cada vez mayor en el trato personal y abre el camino para la indiferencia; las personas son tratadas como expedientes; el lenguaje mismo, lleno de eufemismos, está pensado para alejarse de los problemas reales de la gente.
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